Amaury. Alexandre Dumas
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Название: Amaury

Автор: Alexandre Dumas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664160416

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СКАЧАТЬ yo no andaba muy al corriente de mis estudios, pasé en vela buena parte de la noche a fin de encontrarme el lunes al nivel de los demás compañeros, y ¡claro está! a la mañana siguiente en lugar de levantarme a las siete, lo hice a las ocho y en vez de partir a las ocho lo hice a las nueve, por lo que no me fue posible llegar a las diez, como debía, sino a las once bien dadas, cuando estaban ya acabando de almorzar. Ya supondrás que el retardo no me quitó el apetito. Me senté, pues, a la mesa, prometiendo a los demás comensales que pronto los alcanzaría; pero por más que hice y por bien que jugué mis mandíbulas, no logré impedir que todos concluyeran antes que yo, y como hacía un día espléndido y figuraba en el programa un paseo por el lago, me manifestaron que salían a dar una vuelta mientras yo terminaba de almorzar y concediéronme diez minutos, asegurándoles yo que aún me sobraría tiempo.

      Pero quiso el diablo que me sirviesen el café hirviendo, y entre soplar, hacer gestos y tomarlo poco a poco, perdí muy cerca de una hora. Por si algo faltaba, para colmo de desdichas, había en la comitiva un matemático, uno de esos hombres que por lo ordenados guardan gran analogía con un cuadrante solar, que supeditan, todos sus actos a su reloj, tan fijo como el sol. Así que hubieron pasado los diez minutos que me fueron concedidos, consultó mi hombre su cronómetro y haciendo notar que yo no había cumplido mi palabra se dirigió a la orilla y dio comienzo el embarco.

      A la sazón salía, yo de la casa, y al ver la jugarreta que iban a hacerme, eché a correr, llegando al embarcadero en el preciso momento en que la barca se apartaba de la orilla. Saludáronme las carcajadas de todos, esto picó mi amor propio, medí con la vista la distancia a que se hallaba la barca, y viendo que no me separaban de ella más de unos cuatro pies, salté y... ¡zas!... ¡dí con mi cuerpo en el lago!

      —¡Pobre Felipe! Gracias a que sabes nadar como un pez, pues de otro modo...

      —Esa circunstancia me valió—interrumpió Auvray.—Mas, como el agua estaba helada, volví a la orilla aterido y tiritando de frío, mientras que el matemático calculaba de seguro, cuántos milímetros me habían faltado para caer en el bote y evitarme el chapuzón. A consecuencia de aquel baño intempestivo, tomado en tan malas condiciones, pasé tres días en la quinta, con una fiebre muy alta. El mismo día en que el médico me declaró radicalmente curado, obligome mi tío a volver a París sin perder tiempo, pues mi ausencia podía perjudicarme para los exámenes, y entré en mi casa a las diez de aquella noche, no sin ir antes a llamar a tu puerta; pero o tú estabas fuera o te habías acostado. Por cierto que después he recordado esta circunstancia muchas veces.

      —Pero, ¿querrás decirme adonde diablos vas a parar?

      —Pronto lo verás. Prosigo. Me metí en la cama respetando tu ausencia, tu sueño o lo que fuere; dormí como un lirón, y por la mañana me despertó el piar de los gorriones, cosa que me produjo la ilusión de que estaba aún en el campo; así, que abrí los ojos creyendo ver el verdor, las flores y los pájaros y me quedé sorprendido cuando me encontré, con que desde mi cuarto vi todo eso. Aun vi más, porque al través de los vidrios y entre rosas y claveles contemplé a la modistilla más linda y más retrechera que puedas tú imaginarte, distribuyendo comida a varios pájaros de especie diferentes, que merced sin duda al dulce gobierno de su dueña, convivían en paz dentro de una misma jaula. Parecía un cuadro de Mieris. No ignoras tú que los cuadros me gustan con delirio: te explicarás, pues, perfectamente, que yo me estuviera allí más de una hora contemplando aquel que me parecía tanto más encantador cuanto que venía a destruir el efecto que durante dos años me había causado la odiosa visión de la vieja y el perro. Mientras yo estuve fuera, mi Fisifona se había largado, cediendo su puesto a la gentil griseta. Sin pasar de aquel día, decidí enamorarme con locura de mi encantadora vecina, y no desperdiciar la primera ocasión que se me ofreciera para declararle mi pasión.

      —¡Ah! Ya te veo venir, amigo Felipe—dijo Amaury riendo;—pero ya creía yo que habías olvidado aquella aventura en la que tuve la desgracia de ser tu rival, llevándote dos días de delantera.

      —Ni mucho menos, Amaury; antes bien, la recuerdo con todos sus detalles y como tú no conoces éstos, me permitirás que te los cuente para que sepas hasta dónde llegan tus culpas para con tu amigo Felipe.

      —Pero, hombre, ¿habrás sido capaz de venir a provocarme a un duelo retrospectivo?

      —¡Qué disparate! No vengo más que a pedirte un favor, y si te cuento esa historia es con el fin de que a la amistad inquebrantable que existe entre nosotros y que debe moverte a prestarme ayuda se sume el deseo de reparar ciertos agravios.

      —Muy bien; pero volvamos a Florencia.

      —¿Florencia se llamaba?—preguntó Felipe.—No lo sabía yo. Me gusta mucho ese nombre, casi tanto como me gustaba ella. Volvamos, pues, a Florencia. Te decía que tomé dos decisiones a un tiempo, cosa muy extraña en mí, que apenas sé tomar una. Verdad es que, si alguna vez lo hago, no hay nadie que persevere más en su propósito ni que siga su camino tan impertérritamente como yo... ¡Por vida de!... Se me figura que acabo de soltar un adverbio.

      —Tienes perfecto derecho a hacerlo—repuso Amaury con gravedad.

      —El primer propósito era el de enamorarme, como un loco, de mi hermosa vecina—continuó Felipe,—y como era el más factible, lo puse en práctica aquel mismo día. Consistía el segundo en declararle mi pasión a la primera oportunidad, y eso ya no era tan fácil; como que era necesario primeramente encontrar la ocasión y después atreverse a aprovecharla.

      Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía.

      Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas. Mi vecina iba a salir, y como eso precisamente era lo que esperaba ansioso, me preparé a seguirla adondequiera que fuese.

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