Un viaje de novios. Emilia Pardo Bazán
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Название: Un viaje de novios

Автор: Emilia Pardo Bazán

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664118165

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СКАЧАТЬ para ellos, y, a despecho de las injurias del tiempo irreverente, ya nunca las ven de otro modo, al señor Joaquín no le cupo jamás en la mollera que su caro prohombre fuese distinto de como era en aquel instante, cuando encendido el rostro y con elocuencia fogosa y tribunicia se dignó apoyarse en el mostrador de la lonja, entre un pilón de azúcar y las balanzas, demandando el sufragio. Suscrito desde entonces al periódico del consabido prohombre, compró también una mala litografía que lo representaba en actitud de arengar, y añadido el marco dorado imprescindible, la colgó en su dormitorio entre un daguerrotipo de la difunta y una estampa de la bienaventurada virgen Santa Lucía, que enseñaba en un plato dos ojos como huevos escalfados. Acostumbrose el señor Joaquín a juzgar de los sucesos políticos conforme a la pautilla de su prohombre, a quien él llamaba, con toda confianza, por su nombre de pila. Que arreciaba lo de Cuba: ¡bah! dice don Fulano que es asunto de dos meses la pacificación completa. Que discurrían partidas por las provincias vascas: ¡no asustarse!; afirma don Fulano que el partido absolutista está muerto, y los muertos no resucitan. Que hay profunda escisión en la mayoría liberal; que unos aclaman a X y otros a Z... Bueno, bueno; don Fulano lo arreglará, se pinta él solo para eso. Que hambre.... ¡sí, que se mama el dedo don Fulano!, ahora mismito van a abrirse los veneros de la riqueza pública.... Que impuestos.... ¡don Fulano habló de economías! Que socialismo.... ¡paparruchas! ¡Atrévanse con don Fulano, y ya les dirá él cuántas son cinco! Y así, sin más dudas ni recelos, atravesó el señor Joaquín la borrasca revolucionaria y entró en la restauración, muy satisfecho porque don Fulano sobrenadaba, y se apreciaban sus méritos, y tenía la sartén por el mango hoy como ayer.

      Dado tal linaje de culto, juzgue el pío lector cuál sería el gozo, confusión y anonadamiento del señor Joaquín, al recibir una mañana a un grave y apuesto sujeto, encargado de saludarle de parte del mismísimo Don Fulano.

      Llamábase el visitante D. Aurelio Miranda, y desempeñaba en León uno de esos destinos que en España abundan, no por honoríficos peor retribuídos, y que sin imponer grandes molestias ni vigilias, abren las puertas de la buena sociedad, prestando cierta importancia oficial: género de prebendas laicas, donde se dan unidas las dos cosas que asegura el refrán no caber en un saco. Era Miranda de origen y familia burocrática, en la cual se transmitían y como vinculaban los elevados puestos administrativos, merced a especial maña y don de gentes perpetuado de padres a hijos, a no sé qué felina destreza en caer siempre de pie y a cierta delicada sobriedad en esto de pensar y opinar. Logró la estirpe de los Mirandas teñirse de matices apagados y distinguidos, sobre cuyo fondo, así podía colocarse insignia blanca, como roja divisa; de suerte, que ni hubo situación que no les respetase, ni radicalismo que con ellos no transigiera, ni mar revuelto o bonancible en que con igual fortuna no pescaran. El mozo Aurelio casi nació a la sombra protectora de los muros de la oficina: antes que bigote y barba tuvo colocación, conseguida por la influencia paterna, reforzada por la de los demás Mirandas. Al principio fue una plaza de menor cuantía, que cubriese los gastos de tocador y otras menudencias del chico, derrochador de suyo; en seguida vinieron más pingües brevas, y Aurelio siguió la ruta trillada ya por sus antecesores. Con todo esto, veíase que algo degeneraba en él la raza: amigo de goces, de ostentación y vanidades, faltabale a Aurelio el tino exquisito de no salir de mediano por ningún respecto, y carecía de la formalidad exterior, del compasado porte que a los Mirandas pasados acreditaba de hombres de seso y experiencia y madurez política. Comprendiendo sus defectos, trató Aurelio de beneficiarlos diestramente, y más de una blanca y pulcra mano emborronó por él perfumadas esquelas con eficaces recomendaciones para personajes de muy variada ralea y clase. Asimismo se declaró gran amigote y compinche de algunos prohombres políticos, entre ellos el don Fulano que ya conocemos. No habló jamás con ellos diez palabras seguidas que a política se refiriesen: contábales las noticias del día, el escándalo fresco, el último dicharacho y la más reciente caricatura; y de tal suerte, sin comprometerse con ninguno se vio favorecido y servido de todos. Agarrose, como nadador inexperto, a los hombros de tan prácticos buzos, y acá me sumerjo, y acullá me pongo a flote, fue sorteando los furiosos vendavales que azotaron a España, y continuando la tradición venerable de los Mirandas. Pero también la influencia se gasta y agota, y llegó un período en que, mermada la de Aurelio, no alcanzó a mantenerle en el único punto para él grato, en Madrid, y hubo de irse a vegetar a León, entre el Gobierno civil y la Catedral, edificios que ni uno ni otro le divertían. Lo que singularmente amargaba a Aurelio, era comprender que su decadencia administrativa nacía de otro decaimiento irreparable, a saber, el de su persona. Cumplida la cuarentena de años, faltábanle ya los billetitos de recomendación o por lo menos no eran tan calurosos: en los despachos de las notabilidades iba siendo su persona como un mueble más, y hasta él mismo sentía apagarse su facundia. La madurez se revelaba en él por un salto atrás; íbasele metiendo en el cuerpo la seriedad de los Mirandas; y de amable calavera, pasaba a hombre de peso. No del todo extrañas a tal metamorfosis debían ser algunas dolencias pertinaces, protesta del hígado contra el malsano régimen, mitad sedentario y mitad febril, tanto tiempo observado por Aurelio. Así es que, aprovechando la estancia en León, y los conocimientos y acierto singular de Vélez de Rada, dedicose a reparar las brechas de su desmantelado organismo; y la vida metódica y la formalidad creciente de sus maneras y aspecto, que en la corte la perjudicaban revelando que empezaba a ser trasto arrumbado y sin uso, sirviéronle en el timorato pueblo leonés de pasaporte, ganándole simpatías y fama de persona respetable y de responsabilidad y crédito.

      Solía Miranda hacer, de pascuas a ramos, tal cual escapatoria a Madrid, y en una de las últimas encontró al Don Fulano del señor Joaquín—a quien llamaremos Colmenar por respetos a su incógnito—, amostazado y furioso con otro Don Zutano que se empeñaba en desbaratarle sus combinaciones todas y en echarle por tierra todas sus hechuras. No había manera de arreglarse con aquel diablo de hombre, que así cortaba y segaba en el granado campo de los adictos colmenaristas. El destino de Miranda, a la sazón, estaba comprometidísimo. Pegó Miranda al escucharlo un brinco en el muelle diván.

      —Nada, hombre—prosiguió Colmenar—: así como te lo digo. Basta que yo tenga interés en conservar a uno, para que lo barra él.... Es cosa fija. Y no hay modo de evitarlo. El pega sin duelo.

      —Yo—contestó Miranda—, si todo se redujese a salir de León.... Porque, la verdad sea dicha, aquel pueblo me encocora, aunque tiene sus ventajas... Pero si las cosas llegan más allá, lucido quedo.

      —No, pues lo probable es que lleguen.... La fortuna es enemiga de los viejos, y nosotros vamos siéndolo ya.... Tú estás muy arruinado de algún tiempo a esta parte. Ese pelo.... ¿Te acuerdas qué famoso pelazo tenías? Pronto recurriremos ambos al aceite de bellotas, como remedio heroico.

      —Hombre...—exclamó Miranda atusándose los mechones de las sienes con el ademán belicoso de los pasados días—. Cualquiera pensará que estoy calvo. Pues aún me defiendo muy bien. Los padecimientos me tienen así, un poco....

      —¿Estás enfermo? ¡Goteras, chico, goteras!

      —Una afección hepática, complicada con.... Pero en aquel pueblo anticuado de León di con un facultativo de lo más moderno, un sabio—apresurose a añadir Miranda viendo el gesto aburrido del prohombre, que temía el relato de la enfermedad—. Te aseguro que Vélez de Rada es un prodigio... Materialista cerrado, eso sí....

      —Como todos los médicos...—Y Colmenar se encogió de hombros—. ¿Y... qué tal? ¿Haces muchas conquistas en León? ¿Son blandas de corazón las leonesitas?

      —¡Bah! gazmoñillas—pronunció Miranda, que en confianza y reserva se permitía su poco de irreligiosidad—. Tráenlas los jesuitas embobadas con cofradías y novenas, y andan comiéndose los santos.... Sociedad, poca; cada uno en su casa y Dios en la de todos. No deja, por otra parte, de convenirme, puesto que he menester descanso y método....

      Colmenar oía baja la vista, contando los arabescos de la tupida alfombra.

      Alzó al fin СКАЧАТЬ