Libertad de expresión: un ideal en disputa. Owen Fiss
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СКАЧАТЬ implica siempre más expresión? Si los manifestantes ya han logrado llegar con su perspectiva al debate público y sus conciudadanos están discutiendo acerca de lo que los manifestantes proponen, ¿no han ejercido ya su derecho a la libertad de expresión? ¿Es imprescindible que se sigan manifestando como parte de su ejercicio de la libertad de expresarse? Imponer límites a la prolongación por más tiempo del corte de las calles o establecer topes a la donación de dinero a una campaña electoral, ¿implica que esos manifestantes y esos aportantes están siendo censurados? Las manifestaciones que bloquean rutas tienen sentido como medio para visibilizar una posición y hacerse oír, pero si pudiéramos visualizarlo en un gráfico de coordenadas, ese vector ascendente de expresión llega en algún momento a un punto de meseta a partir del cual la manifestación deja de ser una expresión que fuera silenciada y que lucha por hacerse oír para convertirse en la repetición sin fin de la misma idea que deja de perseguir el objeto de introducir una perspectiva, una idea o información. Ya no sería una mera expresión y pasaría a convertirse en uso de fuerza y presión —que como tal podría estar permitida basada en otro derecho, pero no por ser ejercicio de la libertad de expresión—. Lo mismo sucede con el aportante a la campaña electoral. Una cierta cantidad de dinero aportado a la campaña electoral de un candidato puede ser muy útil para poner a ese candidato y sus ideas y propuestas en el debate público, pero hay un punto en que la cantidad de dinero aportada ya no se asocia con la intención de darle visibilidad a una idea o propuesta y empieza a parecerse a una maniobra de imposición de esa idea por la fuerza del poder del dinero, a un punto tal que ya no justifica seguir viendo la donación partidaria como expresión y comienza a asemejarse a una presión o desplazamiento de otras voces con menos poder económico.

      Este argumento que presento aquí podría tener un problema: supone que los individuos que reciben una perspectiva expresada “con más fuerza” —traducida como más cantidad de minutos en televisión o más presencia en las redes sociales, por ejemplo— van a tomar decisiones menos autónomas. En otras palabras, supone que el proceso de formación de preferencias individuales puede ser manipulado y, en consecuencia, supone que las personas no somos capaces de actuar autónomamente en ciertas circunstancias. De algún modo, este argumento presume que, dadas esas circunstancias, los seres humanos no somos autónomos, y esto es justamente lo que la tesis tradicional de la libertad de expresión encuentra problemático en la tesis de la libertad de expresión derivada de una concepción de la democracia deliberativa. En respuesta a esa posible crítica, sugiero revisitar los argumentos que ofrecí más arriba sobre interferencias estatales paternalistas con la autonomía y los que presento en la siguiente sección sobre formación de preferencias.

      Sunstein sostiene que los ciudadanos formamos nuestras preferencias políticas con base en las opciones que conocemos. Si conocemos menos opciones, formaremos nuestras preferencias a partir de un conjunto limitado de posibilidades. La tradicional prohibición de la censura se justifica en la necesidad de que ninguna opción de idea, información o argumento nos sea vedada, pues eso nos impediría formar nuestras propias ideas en libertad. Si bien los autores de la corriente progresista o liberal ofrecen este argumento en relación con la formación de las preferencias políticas, este también es aplicable a la formación de todo tipo de preferencias, incluso aquellas que se vinculan con el diseño e implementación del plan de vida individual de la persona. La visión de Balkin sobre el desarrollo de la cultura democrática y su relación con la libertad de expresión en un sentido amplio refleja este punto33. Nuestro rechazo a los gobiernos autocráticos o autoritarios que censuran perspectivas es justamente un rechazo no solo a la imposición de límites a la libertad de los que se expresan, sino también a la imposición implícita de un límite a la libertad de aquellos que necesitamos conocer ese punto de vista para formar nuestra preferencia política.

      En los últimos años, salvo algunas contadas excepciones, las democracias liberales, y en particular las de América Latina, no han recurrido abiertamente a la censura de ideas, información, perspectivas o argumentos, sino que han echado mano a mecanismos encubiertos de silenciamiento, activados tanto por el gobierno como por particulares. Desde el lado del gobierno, por ejemplo, un caso que se repite en la región y en algunos países de Europa del Este, es el recurso a la distribución de la publicidad oficial —la compra de espacios para publicidad por parte del propio estado— como mecanismo silenciador de expresiones críticas del propio gobierno. Este problema se agudiza y es particularmente grave desde el punto de vista del autogobierno en aquellos contextos en los que hay poca o nula actividad económica en una determinada jurisdicción, un municipio, provincia o estado subnacional —como sucede en Argentina o México, donde la publicidad oficial es la forma predominante que utiliza la mayoría de los medios de comunicación, sobre todo los medianos o pequeños, para financiarse—. La casi completa discrecionalidad del gobierno para cerrar contratos de publicidad con periodistas o medios de comunicación, encubierta bajo la forma de una decisión basada en una supuesta eficiencia comunicacional al establecer dónde es mejor comprar espacios publicitarios y por cuánto dinero, conduce a que este poder de asignación de recursos públicos se vuelva un eficaz mecanismo de silenciamiento. Se compra publicidad en los medios amigos y se retira o no se compra en los medios críticos. Cuando los medios no pueden recurrir a fondos privados de empresas que compren publicidad, quizá por baja o inexistente actividad económica, el poder de manipulación del Estado sobre la prensa es total. Los medios críticos deben dejar de serlo o cesar su actividad. Así lo entendieron las cortes supremas de Argentina34 y México35 y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos36. La censura no solo puede operar de forma directa —por medio de prohibiciones—, sino que puede ser indirecta, por medio de mecanismos, en este caso económicos, que fuercen la autocensura o el silenciamiento de medios críticos que prefieren callar antes de ver cerrar sus oficinas. Esas voces silenciadas por la acción estatal limitan las opciones que los ciudadanos tienen para formar en libertad sus preferencias y así lograr el autogobierno.

      Una dinámica similar se puede dar con acciones de particulares. Si los anunciantes son pocos, entonces sus aportes se tornan imprescindibles para solventar los costos de un medio de comunicación y adquieren un enorme poder para silenciar o manipular la expresión que llega al debate público. La discusión sobre la capacidad de las redes sociales y el poder de plataformas como Facebook o Google para silenciar voces37 y la posible atribución estatal para poner límites a sus decisiones respecto del contenido que circula por ellas atañen precisamente a este crucial problema y al futuro de la democracia, sobre todo en su variante deliberativa38. Empresas petroleras que no desean que se debatan cuestiones relacionadas con el medio ambiente o anunciantes que comulgan con una religión y no compran espacios de publicidad en medios que permitan la expresión de una agenda que contradice sus creencias son otros ejemplos recurrentes en el mismo sentido. Una vez más, estos actores pueden limitar la exteriorización de opciones de ideas, información, argumentos y perspectivas que podrían ayudar a los ciudadanos a ser más libres al momento de formar sus preferencias. El caso de los anunciantes privados, sin embargo, es más complejo que el del Estado cuando ejerce su facultad de comprar espacios publicitarios. No es posible obligar a los particulares, individuos o instituciones, a comprar publicidad o a continuar haciéndolo, pero la ausencia de anunciantes en medios que desean poner en conocimiento del público ideas diferentes a las que estos últimos apoyarían podría justificar algún tipo de política pública que haga posible esas expresiones —medios estatales de comunicación, subsidios a productoras, entre otros— sobre la base de una necesaria relación robusta entre democracia y libertad de expresión.

      En suma, el proceso de formación de preferencias supone la autonomía de las personas, pero podría haber razones paternalistas para evitar las distorsiones de esos procesos que afectan esa autonomía haciendo que los individuos tomen decisiones contra su propio plan de vida por falta de información o por contar con información falsa. Una vez más, parece haber algunos puntos de contacto entre la teoría democrática de la libertad de expresión y la populista, СКАЧАТЬ