Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov
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Название: Kara y Yara en la tormenta de la historia

Автор: Alek Popov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537921

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СКАЧАТЬ las mandemos de vuelta. Si la policía les pregunta, dirán que se han perdido en el monte y que no han visto a nadie. Provienen de una familia acaudalada y nadie se dedicará a torturarlas.

      —Entonces resulta que las chicas tienen la culpa de que los camaradas se hayan quedado mirándolas, ¿es eso? —Extra Nina se había espabilado de pronto.

      Después de la adormecedora autocrítica de Bótev, Medved no esperaba una oposición tan activa.

      —No sé si lo sabéis, camaradas, pero en comparación con otros destacamentos, el nuestro es el que menos mujeres tiene —prosiguió Extra Nina—. En la práctica, solo una. Mientras que en el de Antón Ivánov hay nada menos que catorce.

      —Bueno, los de Antón Ivánov son harina de otro costal —repuso el Enterrador—; ¡tienen hasta una ametralladora!

      El comandante le lanzó una mirada escalofriante. El destacamento de Antón Ivánov operaba en el monte Ródope bajo la dirección del legendario Ded (Gueorgui Likin). Ded también había llegado en un submarino de la URSS, pero, a diferencia de Medved, ya dirigía una unidad completamente real de cuatro destacamentos con más de doscientos partisanos considerablemente mejor equipados e ideológicamente preparados que los valientes herederos del grupo Patarinska.

      —Pues yo he oído que ya tienen una segunda ametralladora con mil cartuchos —añadió Lenin.

      —¡Tonterías! —dijo Medved, incapaz de contenerse más—. ¿Dónde lo has oído? ¿Acaso lo han dicho en Radio Moscú?

      —Si no tenemos ametralladoras, al menos vamos a…, eso, reforzar la sección femenina —dijo el tío Metodi con un tono tan ansioso que provocó una risotada malsana.

      —¡Tú limítate a cuidar de tu Penka! —exclamó Medved con la boca torcida en un gesto de desdén.

      —Nosotros, los miembros de la Unión Nacional Agraria, estamos a favor —se posicionó un hombre enjuto y con rostro de labrador, tostado por el sol, que hasta el momento había estado callado.

      —¿A favor de qué?

      —De reforzar la sección femenina. —La respuesta fue clara y la acompañó una mano levantada.

      En un profundo e inconsciente impulso democrático, codificado en la propia naturaleza humana, todos, a excepción de Medved y Extra Nina, levantaron las manos y votaron sin que se hubiera establecido el procedimiento de la votación. Medved buscó con la mirada a Bótev, con la esperanza de que se lanzara a otra autocrítica, pero comprobó con amargura que él también había alzado la mano.

      —Creo que la decisión está por completo en línea con la llamada del Partido a la masificación del movimiento partisano y a la movilización de la juventud estudiantil —concluyó Extra Nina, que también levantó la mano.

      «Primero abandonan las armas y ahora imponen la democracia», pensó Medved alarmado. La influencia nociva de las muchachas ya tenía resultados evidentes. A saber qué otros peligros escondían…

      —En lo relativo al irresponsable abandono de las armas —proclamó el comandante con voz llana—, impongo un castigo disciplinario a todo el destacamento, incluidos aquellos que han permitido semejante conducta frívola por parte de sus camaradas. Para la cena se servirá la ración habitual de las últimas dos semanas. El guiso quedará para la comida de mañana. Ha terminado la reunión.

      ***

      La noticia de que la cena había sufrido cambios radicales tuvo una profunda repercusión en el espíritu de los partisanos. Delante de la cocina, desde la que seguía brotando el aroma de las alubias cocidas, se formó una cola melancólica. Con cierto pudor, el Arbusto entregaba a cada uno una rebanada de pan poco hecho cubierta con un trozo de tocino y una cebolla. Gabriela y Mónica también hicieron cola, se llevaron sus raciones y se sentaron en el corro de hombres malhumorados. Mientras masticaban apáticos, los partisanos no perdían de vista sus maltrechos fusiles, amontonados a sus pies. El sol había desaparecido detrás de las cumbres y sobre la pradera cayó una sombra densa y oscura, como si un dinosaurio enorme hubiera echado sus posaderas sobre ella. El bosque empezó a susurrar, se oyeron las voces del búho y del mochuelo.

      Las muchachas observaban con interés su modesta cena. Con su navaja suiza multiusos, Mónica había pelado y partido con cuidado la cebolla en rodajas regulares. Gabriela dio un mordisco al tocino, cerró los ojos e hizo un gesto de aprobación.

      La comida popular estaba sabrosa.

      —¡Que aproveche! —dijo alguien con sarcasmo.

      Las chicas no terminaban de entender qué inconveniente veían los camaradas en esa combinación tan apetitosa, pero notaban que su enfado de alguna manera iba dirigido también contra ellas. De pronto una se dio una palmada en la frente:

      —¡Pero si tenemos sándwiches!

      Abrieron sus mochilas y sacaron varios paquetes envueltos en finas servilletas de color rosa estampadas con conejos de Pascua. Los desenvolvieron y se los ofrecieron a los camaradas. Los sándwiches eran pequeños, triangulares, elaborados a la inglesa. La rebanada superior era de pan blanco, y la inferior, de pan negro. Entre ellas había una hoja de lechuga, un pepinillo, jamón de York o salchichón húngaro untados con mostaza bávara y una loncha de queso amarillo con agujeros. Los había de rosbif y rábano picante. También de paté y pimiento. Cada bocadillo estaba asegurado con un palillo de dientes para que no se abriera.

      —¿Pero qué es esto? —exclamó el Enterrador, que retiró con cuidado el palillo y miró entre las rebanadas. Tomó el queso, dobló la lengua como si fuera un canutillo y metió la loncha dentro—. ¡Menudo queso!

      —¡Venga ya! —El Clavo le dio un empujón.

      —Es emmental —explicó Mónica tímidamente.

      Los sándwiches pasaban de mano en mano: los partisanos los admiraban, llenos de asombro.

      —¡Venga, comed ya! —los alentó Dicho—. ¿Es que nunca habéis visto pan con salchichón?

      Tijón enseguida se metió uno en la boca, pero se atragantó con el palillo.

      —Te dije que sobraban los palillos —le susurró Gabriela a su hermana.

      Al poco quedaban solo las servilletas.

      —Este emmental es muy dulzón —señaló con indiferencia el Clavo.

      Un chico de aspecto simplón y con la cara llena de marcas de viruela rompió de pronto a llorar.

      —¿Por qué lloras? —le preguntó Dicho.

      —Yo nunca…, ¡nunca, nunca! —repetía Tinko, del pueblo de Golets, y las lágrimas se escurrían por sus pómulos.

      Probablemente la mostaza había trastornado sus sentidos, que no estaban acostumbrados a sabores tan exóticos, o quizá había otra razón existencial más profunda que no era capaz de expresar.

      Medved estaba sentado fuera del corro, sumido en sus propios pensamientos sombríos. Era como si un recuerdo terrible lo hubiera alcanzado, envolviéndolo y encerrándolo en una coraza de plomo impenetrable. En momentos así nadie, excepto Extra Nina, se atrevía a hablarle.

      —Tú, camarada, СКАЧАТЬ