Название: Anna Karenina
Автор: León Tolstoi
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211379
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XXXIV
Vronsky, cuando se marchó de San Petersburgo, dejó su espléndido piso de la calle Morskaya a su amigo Petrizky.
Petrizky, un muchacho perteneciente a una familia muy modesta, la única fortuna que tenía eran sus deudas. Todas las noches se embriagaba y sus aventuras, ridículas o escandalosas, frecuentemente le costaban arrestos. A pesar de todo ello, todos los compañeros y los jefes le apreciaban.
Cuando llegó a su casa hacia las once, Vronsky vio un coche junto a la puerta que no le era completamente desconocido. Llamó y escuchó risas masculinas en la escalera, un acento femenino muy gracioso y la voz de Petrizky exclamando:
—¡Si se trata de uno de esos miserables, no le dejes entrar!
Vronsky entró sin anunciarse, tratando de no hacer ruido, y caminó hacia el salón. Una amiga de Petrizky, la baronesa Chillton, una rubia de rostro sonrosado y acento parisiense, vestida en aquel momento con un traje de satén lila, estaba preparando el café sobre una mesita. Trajeado de paisano, Petrizky, y de uniforme el capitán Kamerovsky, estaban junto a ella.
—¡Vaya, Vronsky, tú aquí! —exclamó Petrizky, mientras saltaba de su silla—. El señor dueño cae repentinamente en su casa... Vamos Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva. ¡Qué grata sorpresa! Y, ¿qué me dices de este adorno nuevo de tu salón? Tengo confianza en que te va a gustar —dijo, señalando a la Baronesa—. Imagino que ya se conocen...
—¡Vaya si nos conocemos! —dijo, con una sonrisa, Vronsky, mientras estrechaba la mano de la Baronesa—. Somos viejos amigos.
—Me marcho —dijo ella—. Usted vuelve de viaje y... Si le molesto, me voy.
—Amiga mía, usted está en su casa, en su casa... Hola, Kamerovsky —agregó Vronsky, estrechando la mano del capitán con cierta frialdad.
—¿Se da usted cuenta lo amable que es? —dijo la Baronesa a Petrizky—. Usted sería incapaz de hablar con tanta amabilidad.
—Ya lo creo. Pero después de comer, sí.
—Pero no tiene gracia después de comer. Ea, mientras usted se arregla prepararé el café —dijo la Baronesa, tomando asiento y manipulando la cafetera nueva con mucho cuidado.
—Pedro: dame el café; pondré más —dijo a Petrizky.
Le llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de esconder la relación que tenía con él.
—Le mimas mucho. ¡Mira que ponerle más café!
—No, no le mimo... ¿Y su esposa? —dijo de repente la Baronesa, interrumpiendo la charla de Vronsky con sus amigos—. ¿No sabe que le hemos casado mientras estaba fuera? ¿No trajo consigo a su mujer?
—No, Baronesa. Soy un bohemio, nací y moriré siéndolo.
—Y hace bien. ¡Vamos, deme esa mano!
Y sin dejar de mirar a Vronsky, la Baronesa empezó a explicarle, bromeando, su último proyecto de vida y le pidió consejos.
—Y si él no quiere consentir en el divorcio ¿qué voy a hacer? («él» era su esposo). Tengo la intención de llevar el asunto a los Tribunales. ¿Y usted qué opina? Kamerovsky, eche un vistazo al café; ¿se da cuenta?, ya se ha derramado... ¿No ve que estoy hablando de asuntos muy serios? Tengo que recuperar mis bienes, porque ese señor —dijo con tono despectivo—, con la excusa de que le soy infiel, se quedó con mis riquezas.
Vronsky se divertía mucho escuchándola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en broma y medio en serio, como hacía habitualmente con ese tipo de mujeres.
Las personas del ambiente en que se movía Vronsky suelen dividir a la gente en dos clases: la primera está integrada por estúpidos, ridículos e imbéciles, que imaginan que los maridos les deben ser fiel a sus mujeres, las muchachas puras, las casadas honorables, los hombres dueños de sí, firmes y decididos. Estos idiotas opinan que se debe educar a los hijos, pagar las deudas, ganarse la vida y cometer otras boberías similares. La segunda clase, a la que los hombres del mundo de Vronsky presumen de pertenecer, únicamente da valor a la generosidad, la elegancia, el buen humor y la audacia, burlándose de todo lo demás y entregándose sin reserva a sus pasiones.
No obstante, influido en este momento por el ambiente de Moscú, tan diferente, Vronsky, de momento, estaba fuera de su centro en esa atmósfera, y la encontraba muy frívola y superficialmente alegre. Sin embargo, rápidamente entró en su vida acostumbrada, de una manera tan fácil como si metiese los pies en sus zapatos usados.
El café jamás se llegó a beber. Se salió de la cafetera, se derramó en la alfombra, ensució el traje de la Baronesa y salpicó a todos, pero cumplió con su objetivo: provocar la risa colectiva y la alegría.
—¡Muy bien, muy bien, hasta pronto! Me marcho, porque si no voy a tener sobre mi conciencia la culpa de que usted cometa el delito más aborrecible que puede cometer un individuo correcto: no lavarse. ¿De manera que me recomienda que coja a ese hombre por el cuello y...?
—Exactamente; pero tratando de que sus pequeñas manos estén cerca de sus labios. De esa manera, él las besará y las cosas acabarán a gusto de todo el mundo —respondió Vronsky.
—Bien, nos vemos a la noche. En el teatro Francés, ¿no?
Kamerovsky también se puso en pie. Y, sin esperar a que saliese, Vronsky le dio la mano y se marchó al cuarto de aseo.
Al tiempo que se arreglaba, Petrizky empezó a explicarle su situación. Ya no tenía dinero, su padre no le quería dar más y tampoco pagar sus deudas; el sastre se negaba a hacerle ropa y otro sastre había asumido la misma actitud. Para colmo de males, el Coronel lo iba a expulsar del regimiento si seguía dando esos escándalos, y la Baronesa, con sus ofrecimientos de dinero, se ponía pesada como el plomo... Tenía planeada la conquista de otra belleza, un tipo totalmente oriental...
—Es, querido, una especie de Rebeca. Ya te la voy a enseñar...
Después, había una rencilla con Berkchev, que se proponía enviarle los padrinos, aunque se podía asegurar que no iba a hacer nada. Resumidamente, todo marchaba muy bien y era sumamente divertido.
Petrizky, antes de que Vronsky pudiera reflexionar en aquellas cosas, pasó a relatarle las noticias del día.
Vronsky, al escucharle, al encontrarse en ese ambiente tan conocido, en su propio piso, donde habitaba hacía tres años, sintió que se sumergía otra vez en la vida alegre y despreocupada de San Petersburgo, y lo sintió con mucha satisfacción.
—¿Será posible? —preguntó, mientras aflojaba el grifo del lavabo, que dejó caer sobre su cuello rojizo y vigoroso un chorro de agua—. ¿Será posible —dijo nuevamente con tono de incredulidad— que Laura haya abandonado a Fertingov por Mileev? Y él, ¿qué está haciendo? ¿Sigue tan estúpido y tan satisfecho de sí mismo como siempre? Escucha, a propósito, ¿qué pasa con Buzulkov?
—¿Buzulkov? ¡Si supieras lo que le sucede! Tú conoces su afición al baile. No se pierde ni uno solo de los de la Corte. ¿Sabes que actualmente se llevan unos cascos más ligeros...? Sí, ¡mucho más! Pues bien: él se encontraba allí con su uniforme de gala... ¿Me oyes?
—Te oigo, te oigo СКАЧАТЬ