Название: Deuda de deseo
Автор: Caitlin Crews
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Bianca
isbn: 9788413752099
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Se había convertido en una mujer preciosa. Tenía una mirada llena de inteligencia y sensualidad, y hasta su cabello castaño, de mechas rubias, despertaba en él un profundo deseo. Además, habría tenido que estar ciego para no notar la elegante y embriagadora sinfonía de curvas que su ropa enfatizaba.
Cristiano nunca mantenía relaciones con sus empleadas. Era una cuestión de honor, pero también de sensatez laboral; dos virtudes de las que, desde su punto de vista, su padre había carecido.
Pero Julienne había presentado su dimisión.
Y estando allí, bajo la tenue luz del bar de Montecarlo, entre todo tipo de lujos, se preguntó por qué tenía que rechazar su oferta.
A decir verdad, su incomodidad con Julienne no había empezado aquella noche. Ella no lo sabía; pero, si él hubiera cometido el error de bajar la guardia en algún momento de los diez años transcurridos, esa situación se habría producido antes.
Ahora bien, ¿quería bajarla ahora?
Su razón no estaba segura de que fuera una buena idea. Pero su cuerpo era demasiado susceptible al calor de la mano de Julienne.
Mientras lo pensaba, se acordó del motivo por el que había ido a ese bar el día en que se conocieron. Mónaco le disgustaba intensamente. Había asociado la ciudad a los excesos de su padre, con quien acababa de mantener una fuerte discusión. Su padre fue cruel, y él le devolvió el favor a Giacomo Cassara. Pero, en cuanto se quedó a solas, entró en el bar, se sentó frente a esa misma barra y pidió la bebida favorita de su padre.
Llevaba allí un buen rato, mirando el brebaje que se había convertido en la maldición de Giacomo, cuando Julienne apareció a su lado.
Él estaba sumido en una batalla interna. El interminable conflicto que mantenía con su padre era una verdadera guerra de desgaste y, por muchas victorias que se apuntara, todas resultaban pírricas. De hecho, ya no estaba seguro de que su obsesión por estar a la altura de la ética de su abuelo tuviera ningún sentido, teniendo en cuenta que Giacomo Cassara hacía todo lo posible por subvertirla.
En cierto modo, se sentía como si se hubiera criado a la sombra de un ángel y un diablo y estuviera siempre entre los dos, atrapado.
Esa fue la batalla que Julienne Boucher interrumpió al acercarse a él, caminando a duras penas con unos zapatos de tacón de aguja a los que, evidentemente, no estaba acostumbrada; una batalla que le habría empujado a rechazar su oferta incluso al margen de sus opiniones personales, que le impedían hacer el amor con mujeres que no estuvieran deseosas de compartir su lecho.
Pero allí estaba, con un vestido excesivamente ajustado, forzando una sonrisa en su juvenil cara, ofreciéndose a él.
Cristiano no sintió el menor deseo de probar de su mercancía. En primer lugar, porque las adolescentes no le interesaban y, en segundo, porque no necesitaba pagar para acostarse con nadie. Pero, a pesar de ello, su negativa se hizo un poco de rogar. Fue como si el diablo de su padre le susurrara al oído que no contestara, que hiciera caso omiso, que se la quitara de encima y se concentrara en sus propios problemas.
Y quizá fue esa la razón de que hiciera lo contrario.
En otras circunstancias, se habría limitado a llevarse una mano al bolsillo y darle unas cuantas monedas. Efectivamente, los problemas de aquella jovencita no eran suyos. Pero el egoísmo de su demonio personal hizo que cambiara de opinión, aunque solo fuera para demostrar que él no era como su padre.
Si le hubiera dado la espalda, su hermana y ella se habrían quedado solas en un mundo lleno de canallas destructivos como Giacomo Cassara. Si las hubiera abandonado a su suerte, habrían tenido pocas posibilidades de sobrevivir.
La decisión que había tomado aquella noche cambió el destino de las dos jóvenes. Pero Cristiano sabía que había estado a punto de lavarse las manos y, cada vez que pensaba en ello, se acordaba de lo cerca que había estado de convertirse en su padre. Y todo, por no pagarles la comida, el alojamiento y la ropa, cuyo coste era absolutamente ridículo para un hombre tan rico como él.
Sin embargo, la Julienne que estaba ahora a su lado no era una chica desesperada que ofrecía su cuerpo a cambio de dinero, sino una mujer adulta y bien situada. Una mujer tan bella que, además, se podría haber acostado con cualquier hombre de Mónaco. Y no había elegido a cualquiera. Le había elegido a él.
–Bueno, ¿no me va a contestar? –preguntó ella, ladeando la cabeza.
–No puedo –dijo Cristiano–. No sé qué me estás ofreciendo exactamente.
–A mí. Me estoy ofreciendo a mí.
–Y yo le agradezco la oferta. Sobre todo, porque ya no implica un intercambio dudosamente legal –replicó–. Pero resulta que tengo normas.
–Lo sé. He trabajado para usted durante diez años. Si ahora descubriera que no tiene normas para todo, me preocuparía.
Cristiano se volvió a acordar de lo que había hecho aquella noche. Sí, había estado cerca de comportarse como su padre, pero había salvado a la chica. Y la consecuencia de sus actos estaba delante de él, en carne y hueso.
Julienne Boucher.
La persona más joven que había llegado a la vicepresidencia de Cassara Corporation en toda su historia, exceptuándole a él. La mujer más desinteresada de todas las que se le habían acercado en mucho tiempo, porque no estaba allí para echar mano a su cuenta bancaria.
Y había algo más.
El motivo de que volviera todos los años a aquel local.
La razón por la que pedía una copa y se quedaba en la barra en una especie de vigilia: para recordar que había estado a punto de dejar a una inocente en la estacada y convertirse en su padre.
Quizá había llegado el momento de olvidarlo.
–No estoy buscando ninguna relación –contestó con dureza–. Me gusta el sexo, sí, pero sin cargas emocionales.
Cristiano tuvo que resistirse al impulso de acariciarle el cuello y descender lentamente hasta su escote, apenas visible bajo la camisa de seda que llevaba. Se había excitado contra su voluntad, y se sentía tan atraído por ella como si llevara toda la vida esperando el momento de quitarle la ropa y penetrarla.
–No creo haberle dado razones para que me tome por una mujer particularmente emocional –declaró ella, manteniendo su aplomo a duras penas.
–Una sala de juntas no es un dormitorio.
–Desde luego que no. Si lo fuera, nos habríamos visto en una situación impúdica hace mucho tiempo.
A Cristiano le encantó la idea, y su mente empezó a imaginar todas las cosas que podían haber hecho en la oficina. Se llenó de imágenes tórridas, apasionadas, el tipo de imágenes que solía bloquear por miedo a bajar la guardia, dejarse llevar por el deseo y convertirse СКАЧАТЬ