Название: Trilogía de Candleford
Автор: Flora Thompson
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788416537761
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A veces familias enteras se echaban a la carretera con sus bártulos, su ropa y una tetera, y pedían comida por el camino y dormían en almiares y cunetas o bajo techo siempre que era posible. Una noche, cuando regresaba a casa después de trabajar, el padre de Laura creyó escuchar un murmullo en la cuneta, al borde de la carretera. Cuando se acercó para ver de qué se trataba se topó con una hilera de caras blancas que lo observaban. Eran un padre y una madre y sus tres o cuatro hijos. En aquella penumbra solo era posible ver sus rostros, como un juego de monedas de plata en un estuche negro, ordenadas de mayor a menor desde un florín hasta la de tres peniques. Aunque estaban a finales de verano, la noche no era fría. «¡Gracias a Dios!», exclamó más tarde la madre de Laura y Edmund al escuchar la historia. Pues, de haber sido una noche fría de verdad, su marido se los habría llevado a todos a casa. Ya había llevado antes a algún vagabundo al que había sentado a la mesa a comer con la familia, para disgusto de su esposa, que siempre había considerado cuando menos peculiares las ideas de su marido acerca de la hospitalidad y la hermandad entre los hombres.
En la región no había chamarileros ni vendedores ambulantes. Sin embargo, hubo una vez en que durante varios meses, el propietario de una pequeña tienda de muebles de un pueblo cercano comenzó a visitar la aldea con idea de vender sus productos a plazos. En su primera visita a Colina de las Alondras no vendió nada. Pero la segunda vez una de las mujeres, más atrevida que el resto, le compró un aguamanil con su soporte de madera y una tina de zinc. De inmediato el lote se puso de moda y ninguna de las mujeres era capaz de creer que hasta ese momento hubiera podido vivir sin esos utensilios en el dormitorio. El cubo y la palangana con agua en la alacena, junto a la chimenea o fuera de casa era más que de sobra. Pero ¿y si alguien se pusiera enfermo y el doctor tuviera que lavarse las manos en una palangana encima de la mesa de la cocina? ¿O si llegaran de visita esos parientes de la ciudad que tienen un auténtico fregadero con agua corriente? Se morirían de vergüenza por no poder ofrecerles un aguamanil decente para lavarse las manos. En cuanto a la tina de zinc, parecía incluso más necesaria. Aquella de madera que Madre solía usar no era más que «un trasto viejo y feo». Y hasta el momento no les había resultado demasiado pesada, pero ahora, cada vez que veía la nueva y reluciente tina de la vecina, tenía la sensación de que la suya pesaba una tonelada.
No hubo de transcurrir mucho tiempo hasta que prácticamente todas las casas tuvieron su tina y su lavamanos. Algunas madres con hijos pequeños incluso se animaron a encargar además una rejilla para la chimenea. Después comenzaron los pagos quincenales. El pago acordado era en seis cuotas y con las primeras no hubo problemas. Sin embargo, no era fácil reunir esos dieciocho peniques. A principios de semana se apartaban algunos peniques de la paga, pero a medida que avanzaban los plazos siempre surgía algún imprevisto. De modo que cada vez pagaban menos —primero un chelín, luego seis peniques—, hasta que algunos se rindieron y quedaron a deber.
Mes tras mes el vendedor se presentaba en la aldea y recaudaba lo que podía. Sin embargo, no intentó vender nada más, pues pronto se dio cuenta de que aquella gente no estaba en condiciones de poder pagarle. Era un hombre de buen corazón que escuchaba pacientemente sus miserias y nunca los presionó ni amenazó con denunciarlos. Quizá las deudas acumuladas no eran para él tan importantes como los aldeanos creían, o quizá se sentía culpable por haberlos convencido para comprar cosas que no podían permitirse. En cualquier caso, siguió visitando la aldea hasta recaudar todo lo que creyó posible y después desapareció.
Algo más divertido sucedió con los barriles de cerveza. En esa época y en esa parte del país los vendedores de cerveza ambulantes, conocidos localmente como «viajantes», recogían encargos en las granjas, en las casas adineradas y también en las fondas. Ningún viajante curtido visitaba las casas de los jornaleros, hasta que apareció por la región un vendedor joven y entusiasta ansioso por cubrir su cuota de ventas, al que se le ocurrió la brillante idea de recorrer la aldea de puerta en puerta ofreciendo su mercancía.
¿No sería espléndido, les decía a las mujeres, tener su propio barril de treinta litros de buena cerveza en Navidad y que bastara con entrar en la alacena para llenar un buen vaso de cerveza para sus maridos y amigos? La cerveza salía mucho más barata por barriles que al precio al que se consumía en la taberna. A largo plazo ahorrarían un buen dinero y qué bien quedarían cada vez que sirvieran a las visitas una buena jarra de espumeante cerveza. En cuanto al pago, solían enviar sus recibos trimestralmente, de modo que tendrían mucho tiempo para ahorrar.
Y en efecto, las mujeres estuvieron de acuerdo en que sería espléndido tener en casa su propio barril, e incluso los hombres, cuando conocieron la oferta al llegar a casa, quedaron impresionados por la diferencia de precio al comprar la pipa de treinta litros. Algunos hicieron cuentas sobre el papel y quedaron satisfechos, pues de todos modos en Navidad siempre se gastaban unos chelines de más. Últimamente las mujeres parecían algo más fatigadas de lo habitual y un buen vaso de cerveza en el momento adecuado sentaba mejor que cualquier medicina. También podían contar con un aporte de dinero extra si alguna de las hijas que trabajaban fuera enviaba a tiempo un giro postal, por lo que la idea de encargar el barril no resultaba a fin de cuentas demasiado disparatada.
Otros ni siquiera se molestaron en hacer cálculos y, fascinados por la idea, lo encargaron con total despreocupación. Después de todo, como había dicho el viajante, la Navidad solo llegaba una vez al año, y este año sería toda una celebración. Por supuesto, siempre había algún aguafiestas como el padre de Laura, que dijo sardónicamente: «No estarán tan contentos cuando llegue la hora de pagar».
Los barriles llegaron y se abrieron y la cerveza fluyó alegremente. Cuando las pipas se vaciaron el transportista se presentó en la aldea con su delantal de cuero y las cargó en su carromato tirado por robustos caballos. Pero nadie había ido guardando más que unas pocas monedas de cobre en latas de cacao y mostaza que ocultaban en lugares secretos de sus casas con vistas a pagar lo que debían. Cuando llegó el día de saldar la deuda, solamente tres de los compradores tenían el dinero preparado. No obstante, les concedieron más tiempo. El mes que viene estaría bien, pero ¡cuidado!, entonces tendrían que pagar. La mayoría de las mujeres intentaron de veras reunir el dinero, aunque por supuesto sin éxito. El viajante se presentó en la aldea en reiteradas ocasiones con una actitud cada vez más amenazadora hasta que, transcurridos varios meses, el cervecero decidió denunciar lo sucedido en el juzgado municipal, donde el juez, después de conocer las circunstancias de la venta y los ingresos de los compradores, ordenó que todos pagaran dos peniques semanales hasta liquidar lo debido. Y así concluyó la emocionante experiencia de las familias de la aldea, que llegaron a tener en casa su propio barril de cerveza.
Los buhoneros o comerciantes que en el pasado recorrían de forma habitual el paisaje de la campiña apenas se veían en la década de los ochenta. La gente había empezado a comprar su ropa en la villa, donde la moda era más reciente y a precios más asequibles. Sin embargo, un último superviviente del otrora numeroso clan seguía visitando la aldea de manera irregular y bastante espaciada.
Abandonaba la carretera principal y descendía dando tumbos por el estrecho camino de la aldea. Era un anciano de cabello y barba blancos, aún fuerte y rubicundo, aunque caminaba completamente encorvado bajo el enorme peso de la mercancía que llevaba sobre los hombros, protegida por una lona de color negro.
—¿Quiere comprar algo hoy? —iba preguntando de casa en casa.
Y ante la menor posibilidad de vender algo dejaba su carga en el suelo y abría la lona ante la puerta de la СКАЧАТЬ