Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Название: Trilogía de Candleford

Автор: Flora Thompson

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537761

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СКАЧАТЬ y hablaban de sus hijos, de la subida de los precios o de los problemas con las criadas desde el punto de vista de las señoras.

      Algunas de las amas de casa más jóvenes que «siempre andaban juntas», lo que quería decir que se llevaban bien, se reunían de vez en cuando por las tardes en casa de alguna de ellas para beber té bien cargado sin leche y conversar. Estas reuniones nunca eran planificadas. Una vecina aparecía de repente en casa, después otra y otra más que estaba asomada a la puerta en la casa de enfrente, a la que recurrían tratando de solventar algún punto de una discusión. Entonces una decía: «¿No os apetecería un tééé?», y todas iban rápidamente a sus casas a por un puñado de hojas de té para completar una buena tetera.

      Las que se reunían de ese modo tenían menos de cuarenta. Las mayores no tenían el menor interés por ese tipo de saraos y tampoco disfrutaban con el comadreo, sus conversaciones eran más profundas y se expresaban de una manera que muchas de las otras, que habían trabajado fuera de la aldea sirviendo, consideraban zafia y algo rústica.

      Mientras se acomodaban por la habitación para disfrutar de una taza de té, algunas se sentaban con sus bebés en el regazo o, si estaban más creciditos, jugaban a cucú, trastrás con el delantal de sus madres, y otras remendaban o tejían algo. Era una estampa agradable de contemplar, las mujeres con sus delantales blancos y el cabello cuidadosamente trenzado y peinado con raya al medio. Sus mejores ropas las guardaban dobladas en un cajón de domingo a domingo, y el delantal blanco y siempre limpio era lo que la etiqueta indicaba para el resto de la semana.

      Aquella región de la campiña no destacaba especialmente por la belleza de sus mujeres, y eran comunes las bocas grandes, los pómulos altos y las narices respingonas, aunque casi todas tenían la mirada luminosa propia de las que se han criado en el campo, dientes blancos y fuertes, y la tez saludable y de buen color. Su estatura estaba por encima de la media de las mujeres de clase trabajadora urbana y, cuando el embarazo no se lo impedía eran ágiles y flexibles, si bien tendían a ser robustas.

      Esas reuniones para tomar el té constituían sin duda la hora de las mujeres por excelencia. Poco después los chiquillos regresarían de la escuela, y luego, los hombres con sus gritos, sus chistes vulgares y su ropa de pana apestando a tierra y sudor. Pero entretanto las esposas y madres eran libres de extender gentilmente sus dedos meñiques mientras bebían té a sorbitos y charlaban sobre la última moda —es decir, la que estuviera vigente en la aldea— o discutían sobre el argumento del último folletín que estaban leyendo.

      A la mayor parte de las mujeres jóvenes y también a algunas de las mayores les gustaba reservar un tiempo cada día para lo que ellas llamaban «su ratito de lectura», y su alimento intelectual estaba basado exclusivamente en el folletín. Varias vecinas de la aldea adquirían semanalmente una de esas publicaciones, que tan solo costaban un penique, y después iban pasando de mano en mano hasta que sus páginas quedaban tan gastadas por el uso que transparentaban. También llegaban copias de otros números desde los pueblos vecinos o eran enviados por las hijas que trabajaban fuera como sirvientas, por lo que siempre había una colección bastante amplia en circulación.

      Los folletines de finales de la década de los ochenta eran historias románticas en las que, por lo general, una pobre gobernanta terminaba casándose con un duque, o una dama de la nobleza se encaprichaba de un guardabosque que resultaba ser un duque o un conde, el cual, por diversos motivos, ocultaba su verdadera identidad. Hacia la mitad de la historia era imprescindible una descripción detallada de un baile, durante el cual la heroína, vestida con un sencillo pero elegante vestido blanco, atraía las miradas de todos los hombres del salón; o el guardabosque de turno, siempre dispuesto a servir, le hacía el amor a la hija de los propietarios de la casa en el invernadero. Las historias solían estar bellamente narradas y eran tan inofensivas como la leche azucarada diluida en agua. En cualquier caso, y aunque las devoraban, las mujeres consideraban la lectura de folletines un vicio que debían ocultar a sus maridos, por lo que únicamente lo compartían con otras devotas lectoras.

      Estas novelitas eran cuidadosamente guardadas fuera del alcance de los niños como hoy en día se hace, o se debería hacer, con las novelas modernas. No obstante, los que querían leerlas sabían dónde encontrarlas —en el estante más alto del armario o debajo de la cama— y las leían en secreto. Cualquier chiquillo de inteligencia normal de ocho o nueve años las consideraba empalagosas, pero a las mujeres les hacían mucho bien, pues, como ellas mismas decían, les servían para olvidarse de sí mismas.

      En tiempos pasados, las almas de los lectores de la aldea se nutrían de alimentos más fuertes, y las palabras y la imaginería bíblica todavía coloreaban el discurso de algunos de los vecinos más ancianos. Aunque nadie los leyera, todas las casas decentes de la aldea tenían una pequeña selección de libros, cuidadosamente colocados sobre la mesilla auxiliar junto al candil, el cepillo para la ropa y las fotografías familiares. Algunas de estas colecciones estaban formadas únicamente por la biblia de la familia y uno o dos devocionarios. Otras contenían algunos volúmenes extra, propiedad de los padres o adquiridos por unos pocos peniques junto a otros artículos en algún mercadillo, como El progreso del peregrino; Pamela, o la virtud recompensada, de Richardson; Anna Lee: doncella, esposa y madre, y antiguos libros de viajes y sermones. El mayor hallazgo de Laura fue un antiguo ejemplar muy gastado de los Viajes por Egipto y Nubia de Belzoni que una vecina usaba para mantener abierta la puerta de su alacena. Cuando pidió que le prestaran el libro se lo donaron generosamente, por lo que pudo disfrutar del inmenso placer de explorar el interior de las pirámides en compañía de su autor.

      Algunos de los libros importados conservaban el exlibris de su propietario original o una desvaída inscripción en chapa de cobre escrita a mano en la parte interior de la cubierta; mientras que la firma de sus nuevos dueños solía estar escrita con una caligrafía más descuidada y proclamaba, por ejemplo:

      A George Welby este libro pertenece, sí señor:

      concédaseme la gracia de mirar en su interior

      y no solo de mirar, sino también de comprender;

      pues mejor es la sabiduría que la casa y el buen comer,

      y cuando la tierra se pierde y el dinero se gastó,

      aún nos queda el saber, que es sin duda lo mejor.

      O también:

      George Welby es mi nombre,

      Inglaterra mi nación,

      en la Colina fijé mi residencia

      y es Cristo mi salvación.

      Cuando muerto esté y en la tumba

      mis huesos se pudran,

      coge este libro y en mí piensa

      para que yo del todo no desaparezca.

      Otra inscripción notable era esta advertencia:

      Este libro no robéis o vergüenza mereceréis,

      pues el nombre de su dueño en sus páginas encontraréis.

      En el último día el Señor os habrá de preguntar:

      «¿Dónde está ese libro que una vez os dio por robar?».

      Y si en respuesta afirmáis: «Decíroslo no sabría»,

      tened por seguro que Él al infierno os enviaría.

      Muchos de esos libros se intercambiaban libremente, pues por lo general sus dueños СКАЧАТЬ