Название: Trilogía de Candleford
Автор: Flora Thompson
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788416537761
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La abuela de Laura nunca había caminado los dieciséis kilómetros que recorría su marido los domingos por la noche para ir a pronunciar su sermón en una capilla de pueblo. No obstante, iba a la iglesia cada domingo a menos que lloviera o hiciera demasiado calor, o que tuviera frío o que considerara que alguna parte de su atuendo estaba demasiado ajada. Era muy particular con su ropa y le gustaba que todo lo que se ponía fuera bonito. En su dormitorio había cuadros y elementos decorativos, además de sus cojines de plumón y su edredón de seda.
Cuando visitaba la última casa, la mejor silla se colocaba junto al fuego especialmente para ella y el mejor té que podían comprar se servía ese día en la mesa. La madre de Laura no solía contarle a ella sus problemas como hacía con su padre. Y si alguna cosilla se le escapaba, su madre se limitaba a decir: «Todos los hombres necesitan que les doren un poco la píldora de vez en cuando».
También algunas mujeres, pensaba Laura, pues le resultaba fácil ver que su abuela siempre había sido la parte consentida y a la que le habían ahorrado los problemas y situaciones desagradables. Si el violín hubiera sido suyo nunca lo habrían vendido, y la familia entera habría hecho todo lo posible con tal de reunir dinero para comprarle un nuevo estuche.
Tras la muerte de su marido, ella se marchó a vivir con el mayor de sus hijos y la casa redonda compartió el mismo destino que la de la vieja Sally. En el lugar donde estaba ahora hay campos de cultivo. Los sacrificios de su marido y el romance con su esposa parecen no haber existido nunca, como «si se hubieran desvanecido sin dejar rastro».
Estos eran algunos de los hombres y mujeres a los que el párroco se refería como «nuestros mayores» y que los visitantes de ciudad solían catalogar como «un puñado de viejos catetos». En aquella época había algunas otras casas en la aldea que aún pertenecían a ancianos. La del maestro Ashley, por ejemplo, que, como Sally, era descendiente de los primeros ocupantes y aún conservaba la casa de sus ancestros y el mismo pedazo de tierra. Debió de ser uno de los últimos en utilizar el arado de pecho, una primitiva herramienta de labranza formada por una reja en un extremo sujeta a un eje de madera que terminaba en un travesaño que el trabajador apoyaba en su pecho para empujar el arado abriendo la tierra. En su parcela se alzaba el único ejemplo superviviente de una construcción a base de adobe y tojo que en otro tiempo había sido muy común en la región. Las paredes estaban construidas con ramas de tojo muy juntas y revocadas con una mezcla de arcilla y mortero. Se decía que los primeros que se asentaron en la zona construían sus casas con sus propias manos utilizando únicamente esos materiales.
Además había un par de matrimonios pobres que se aferraban desesperadamente a sus casas, pues era lo único que tenían, y vivían amenazados por el miedo a acabar en el asilo para desamparados. La ley de Indigentes asignaba una pequeña suma semanal a aquellos ancianos que ya no podían trabajar. Sin embargo, esa irrisoria cantidad nunca alcanzaba para vivir y, a menos que también contaran con la ayuda de unos hijos inusualmente prósperos, tarde o temprano llegaba el momento en que se veían obligados a abandonar su hogar. Cuando veinte años después comenzaron a concederse las pensiones de vejez, la vida de esos aldeanos que ya habían dejado de trabajar cambió por completo. Podían vivir sin angustia. De repente eran ricos e independientes y lo serían hasta el fin de sus días. Al principio a algunos les caían lágrimas de gratitud por las mejillas cada vez que iban a la oficina de Correos a retirar su asignación, y en cuanto la recibían exclamaban: «¡Dios bendiga a lord George! —pues no podían creer que alguien tan pródigo y poderoso pudiera ser un simple “señor”—. ¡Y Dios la bendiga a usted, señorita!», y siempre había flores de su jardín y fruta de sus árboles para la muchacha que se limitaba a hacer su trabajo entregándoles el dinero.
5. Commoner’s rights, derechos de uso de las tierras comunales anteriores a su parcelación y privatización para crear grandes campos de cultivo.
6. En español en el original.
VI
La generación hostigada
Cuando Laura era niña, hubo una época en que la aldea le parecía una fortaleza. Una tarde ventosa y gris del mes de marzo, al contemplarla desde la distancia en plena ascensión y con un furioso céfiro en contra mientras volvía de la escuela, vio desde una nueva perspectiva aquel puñado de austeros muros y tejados inclinados en lo alto de la loma, con los grajos merodeando entre los setos y las nubes arrastrándose por el cielo a gran velocidad, el humo saliendo de las chimeneas y la ropa colgada en los tendederos agitada por el viento.
—¡Es una fortaleza! ¡Es una fortaleza! —gritó mientras corría camino arriba, antes de empezar a improvisar con su vocecita desafinada el himno del día del Ejército de Salvación—: ¡Proteged el fuerte, que ya llego!
Pero lo cierto es que aquella imagen, fruto de las ensoñaciones de una niña, ocultaba un sentido más profundo, pues la aldea vivía en efecto en una suerte de estado de sitio, y su principal enemigo era la Carestía. Aun así, como suele suceder durante un asedio largo pero no demasiado violento, sus habitantes se habían acostumbrado a las duras condiciones de vida y eran capaces de atrapar al vuelo cualquier pequeño placer que se pusiera a su alcance, e incluso en algunas ocasiones lograban reír en las situaciones más difíciles.
Pasar de las casas de los más ancianos a las de la generación hostigada significa dar un paso hacia un nuevo capítulo de la historia de la aldea. Todo el atractivo y la acogedora sencillez del antiguo estilo habían desaparecido. Eran casas de gente pobre enriquecidas por la llegada de los hijos, hijos sanos y fuertes que, en cuestión de pocos años, estarían preparados para tomar parte en el funcionamiento del mundo y abastecer con su sangre vigorosa y sana la futura población de las ciudades. Entretanto, no obstante, sus padres hacían todo lo necesario para alimentarlos y vestirlos decentemente.
En sus hogares, los sólidos y prácticos muebles de sus antepasados habían dejado sitio a los baratos y feos productos de los inicios de la era industrial. Una mesa de pino con el tablero tan gastado que parecía pulido tras años de ser frotado diariamente a conciencia; un juego de cuatro o cinco sillas estilo Windsor con el barniz desconchado; una mesilla auxiliar para colocar las fotografías familiares y algunas figuras decorativas, y varios taburetes para sentarse junto al fuego, más las camas de la planta de arriba, constituían la colección a la que sus dueños se solían referir como «nuestros humildes muebles».
Si el padre tenía una silla favorita en la que se sentaba al concluir su jornada de trabajo, no sería más que una réplica más grande y con reposabrazos de las robustas sillas Windsor de otros tiempos. El reloj, si lo había, era un producto barato y normalmente importado, que terminaba sus días sobre la repisa de la chimenea y a menudo no daba la hora puntualmente ni durante doce horas seguidas. Los que no tenían uno en casa dependían del reloj de bolsillo del marido para levantarse por las mañanas, que obviamente después se iba con él al trabajo, algo que constituiría sin duda un serio inconveniente para la mayoría de las mujeres, aunque en el caso de las cotillas era la excusa perfecta para acercarse a la puerta de su vecina y empezar a chismorrear.
Los escasos y humildes enseres de cocina, platos, etcétera, no eran lo bastante buenos como para ser exhibidos, de modo que entre comidas se guardaban en la despensa. Las bandejas de estaño y los platos decorativos habían ido desapareciendo. Todavía era posible encontrar algunos, tirados aquí y allá, alrededor de los huertos y las pocilgas. De vez en cuando aparecía por la aldea un hojalatero que los recogía, los pedía como limosna u ofrecía por ellos algunas monedillas para después fundirlos y sacarles algo СКАЧАТЬ