El conde de montecristo. Alexandre Dumas
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Название: El conde de montecristo

Автор: Alexandre Dumas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378077877

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СКАЧАТЬ momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.

      Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.

      En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.

      Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar.

      En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.

      Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.

      -¿Dónde está el preso? -preguntó una voz.

      -Aquí -respondieron los gendarmes.

      -Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.

      -Id -dijeron los gendarmes a Dantés.

      Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.

      -He aquí vuestro cuarto para esta noche -le dijo- Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches.

      Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.

      Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente.

      Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.

      Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.

      Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.

      -¿Habéis dormido? -le preguntó el carcelero.

      -No lo sé -respondió Dantés.

      El carcelero le miró sorprendido.

      -¿Tenéis hambre? -prosiguió.

      -No lo sé -respondió de nuevo Dantés.

      -¿Queréis algo?

      -Quisiera ver al gobernador.

      El carcelero se encogió de hombros y se marchó.

      Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de repente.

      Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.

      Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.

      Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo e inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.

      A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.

      -¿Seréis ya más razonable? -le preguntó.

      Dantés no le respondía.

      -Vamos, valor -prosiguió aquél-. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.

      -Deseo ver al gobernador.

      -¡Ea!, ya os dije que es imposible -repuso el carcelero con impaciencia.

      -¿Por qué?

      -Porque el reglamento no lo permite a los presos.

      -¿Qué es lo que les permite, entonces?

      -Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.

      -Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.

      -Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo -prosiguió el carcelero-, no os traeré de comer.

      -Pues СКАЧАТЬ