Название: El conde de montecristo
Автор: Alexandre Dumas
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378077877
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-Os lo prometo, señor.
Era como si el juez rogase y el preso concediese.
-Ya comprendéis -añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama-; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.
-Os lo prometo, señor -dijo Dantés.
-¡Bien! ¡Bien! -añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.
-¿No teníais más carta que ésa? -le preguntó.
-No, señor, era la única.
-Juradlo.
-Lo juro -dijo Dantés extendiendo la mano.
Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.
Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.
-Seguidle -dijo Villefort a Dantés.
Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.
Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:
-¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?
De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.
-Eso es, sí… -dijo-. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.
Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.
Capítulo 8 El castillo de If
Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.
Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.
Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.
Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.
Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.
Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.
A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estancia.
Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.
Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.
-¿Venís a buscarme? -inquirió.
-Sí -respondió uno de los gendarmes.
-¿De parte del sustituto del procurador del rey?
-Eso es lo que creo.
-Estoy pronto a seguiros -lijo entonces Dantés.
Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.
En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.
-¿Es para mí ese carruaje? -preguntó Dantés.
-Para vos -respondió un gendarme-, subid.
Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.
El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que ésta se movía, transportándole a un sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis. Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.
El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.
-¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? -murmuró para sus adentros.
Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados como un camino preparado para él desde el carruaje al puerto.
Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con СКАЧАТЬ