Название: Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje
Автор: Elizabeth Lane
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ómnibus Deseo
isbn: 9788413751689
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Megan arrancó un pedacito del pan y lo masticó en silencio.
–Sé que he perdido peso, pero resulta doloroso sentarse frente a un plato lleno de comida cuando la gente a tu alrededor se muere de hambre.
Cal entornó los ojos.
–¿A eso se debe todo este cambio de vida, a un sentimiento de culpa?
Ella se encogió de hombros.
–Durante el tiempo que estuve casada con Nick creía que lo tenía todo: una casa grande, coches, fiestas… –tomó un sorbo de vino–. Cuando todo se derrumbó y supe que el estilo de vida que llevábamos estaba quitándole el pan de la boca a mucha gente, sentí náuseas. De modo que sí, puedes llamarlo culpa. Llámalo como quieras. No me arrepiento de la decisión que tomé.
Cal se tensó, delatando una ira apenas contenida.
–¿La decisión de marcharte sin decirme nada?, ¿sin decirle nada a nadie?
–Sí –Megan lo miró a los ojos–. Nick dejó tras de sí un buen lío. Y si no me hubiese marchado, seguiría en San Francisco, recogiendo los platos rotos.
–¿Me lo vas a contar a mí, que he tenido que hacerme cargo?
–Yo tampoco habría podido hacer mucho para ayudar. La casa estaba hipotecada, cosa que no supe hasta que el banco me llamó después de la muerte de Nick. Les dije que se la quedaran. Y los coches estaban a nombre de Nick, no a mi nombre. Supongo que tu compañía se quedaría con ellos, junto con los muebles y las obras de arte. Yo empaqueté la mayor parte de mi ropa y mis zapatos y los doné a la beneficencia, y mis joyas las vendí para conseguir dinero para el viaje. Solo efectivo, porque sabía que los pagos que hiciese con mis tarjetas de crédito podrían ser rastreados.
–¿Rastreados por mí?
–Sí, pero también por los reporteros, que no dejaban de acosarme, y por la policía, que parecía creer que les daría respuestas distintas cuando me interrogaran por enésima vez.
–Si te hubieras quedado yo podría haber hecho que las cosas fueran más fáciles para los dos, Megan.
Ella sacudió la cabeza.
–Sabía que ni la policía, ni los medios, ni tú me dejaríais tranquila, y lo que había dicho era la verdad; no tenía nada más que decir. Tenía la esperanza de que pensarías que había muerto. Y en cierto modo así fue.
El camarero regresó en ese momento con los platos de ambos. El solomillo estaba increíblemente tierno, pero la ansiedad le había quitado a Megan el apetito. Tomó algunos bocados, mirando de tanto en tanto a Cal, como un ratón que mordisquea nervioso el trozo de queso en una trampa.
Cal había envejecido de un modo sutil en esos dos años. Las facciones se le habían endurecido ligeramente, y su cabello rubio oscuro mostraba ya algunas canas. Era evidente que a él también le habían dolido la traición y el suicidio de Nick y, como ella, estaba lidiando con el dolor a su manera.
–Me estaba preguntando… cuando te presentaste como voluntaria en Zimbabue, en la clínica para enfermos de SIDA, si el director del proyecto sabía quién eras.
–No, era africano, y Zimbabue está muy lejos de San Francisco. En mi pasaporte seguía teniendo mi apellido de soltera, y estaban muy necesitados de una enfermera como para hacer demasiadas preguntas.
–¿Y cuando te enviaron a otros destinos?
–Una vez entré en la lista permanente de voluntarios, prácticamente podía ir donde quisiera. Al principio no me atrevía a permanecer en un sitio mucho tiempo, así que me moví mucho de un sitio a otro. Luego me fui dando cuenta de que parecía que no tenía por qué preocuparme.
–¿Y cuando estuviste en Darfur? ¿Qué ocurrió allí?
Aquella pregunta la sacudió por dentro. Un vago recuerdo se le revolvió en el interior, silencioso y frío como una serpiente, pero lo reprimió.
–Estuviste allí once meses –insistió él–, y te enviaron aquí para que te repusieras; algo debió de pasar.
Megan se encogió de hombros y bajó la vista al mantel para disimular el malestar que le provocaba aquel tema.
–No es nada; solo necesito descansar, eso es todo. Estaré lista para volver dentro de un par de semanas.
–No es eso lo que dijo el doctor Musa. Me dijo que tienes ataques de ansiedad, y que no quieres hablar de lo que pasó.
Megan, que ya no podía aguantar más, estalló de pura indignación.
–No tenía derecho a decirte nada de eso, y tú no tenías derecho a preguntarle.
–La fundación que dirijo es la que paga su salario, y eso me da todo el derecho a preguntar –los ojos grises de Cal se clavaron en ella–. El doctor Musa cree que tienes estrés postraumático. Fuera lo que fuera lo que te pasó, Megan, no vas a volver allí hasta que seas capaz de enfrentarte a ello, así que para empezar podrías contármelo.
Estaba presionándola demasiado, acorralándola. La ansiedad estaba apoderándose de ella. Presintiendo lo que estaba a punto de ocurrir, se obligó a soltar el tenedor, que cayó ruidosamente sobre el plato.
–No lo recuerdo –le espetó con voz desgarrada–. Es igual, solo necesito algo de tiempo para reponerme. Y ahora, si no te importa, tengo que volver a la clínica.
La voz se le quebró al pronunciar esas últimas palabras, y al ver que estaba perdiendo el control sobre sí misma se levantó, dejó la servilleta en la mesa, tomó su bolso y salió a toda prisa del restaurante.
Tenía que haber un lavabo de señoras cerca, donde pudiera estar a solas hasta que el corazón dejara de latirle como un loco. La experiencia le había enseñado a reconocer los síntomas cuando estaba a punto de tener un ataque de ansiedad. Sin embargo, excepto atiborrarse a tranquilizantes, poco control tenía sobre el terror irracional que estaba apoderándose de ella.
Al llegar al vestíbulo miró a su alrededor, en busca de un cartel que indicase dónde estaban los lavabos. Miró hacia la recepción, pero el recepcionista estaba ocupado. «Es igual», se dijo, podía encontrarlo sola. ¿Pero dónde estaba?, se preguntó impaciente, con los latidos resonándole en los oídos. ¿Dónde? ¿Dónde?
Cal, que no se esperaba esa reacción, se había quedado inmóvil por un momento, patidifuso, pero luego se levantó y fue tras ella. No había llegado muy lejos; la encontró en el vestíbulo, mirando en una y otra dirección con los ojos muy abiertos, como un animal acorralado.
Sin decir nada, la asió por los hombros y la hizo volverse hacia él. Megan se resistió, pero solo a duras penas. Estaba temblando.
–Déjame –masculló–, estoy bien.
–No, no estás bien. Vamos.
Cal la llevó hasta una puerta por la que se salía a un patio interior. A cubierto de la cortina de agua que seguía cayendo, Cal la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. La notaba tensa, y podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra su pecho y la ligera СКАЧАТЬ