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      –¿La secretaria de Max piensa que quiero utilizarlo?

      –Está encantada porque lo está humanizando –comentó Sebastian–. No se me ocurre otra palabra para describirlo.

      –No sabe de qué está hablando –se quejó ella.

      –¿No?

      –No, no lo sabe, señor Savas. Y no debería imaginar cosas que no son –se dio la vuelta y siguió pintando. ¡Estaba furiosa con él!

      –Entonces, ¿qué voy a tener que hacer para echarla, señorita Robson? –insistió él–. ¿Cuál es su precio?

      Neely no le hizo caso. El sol casi se había puesto. Tenía que encender la luz si quería seguir viendo lo que estaba haciendo. Aunque, ¿qué más daba? Si aquélla era la casa de Sebastian Savas, y no la suya, ¿para qué se estaba molestando en pintarla?

      ¡Porque sí era suya!

      Ella la había pintado, la había cuidado, se había ocupado de ella cuando Frank se había ido a vivir con Cath. ¡Le había prometido que se la vendería!

      Tal vez debiese haber aceptado la oferta de Max.

      Cuando por fin le había quedado claro que ella no iba a renunciar a su independencia, le había dicho que podía ayudarla a financiar la casa flotante.

      Ella se había negado. Era demasiado testaruda y orgullosa como para aceptar.

      Si el Hombre de Hielo se enteraba de lo que Max le había ofrecido, se pondría furioso. Porque Sebastian pensaba que lo sabía todo. Era un cretino presuntuoso.

      Ni siquiera quería su casa flotante. Estaba segura. Quería darle un uso en ese momento, aunque Neely no sabía cuál, pero terminaría volviendo a su ático.

      Dejó la brocha y se giró para mirarlo de nuevo.

      –¿Cuál es su precio, señor Savas?

      –¿Mi precio? –dijo él sorprendido.

      Pero entonces la recorrió con la mirada, desde los pies descalzos hasta la cabeza, respondiendo a su pregunta con ella.

      Neely se ruborizó y deseó abofetearlo, aunque la culpa había sido suya por preguntar.

      Entonces, lo vio sacudir la cabeza.

      –No tiene nada que yo quiera, señorita Robson.

      Ella volvió a desear abofetearlo.

      Pero, antes de que le diese tiempo a reaccionar, Cody y Harm entraron corriendo.

      –¡Ya estamos aquí! –exclamó el chico–. Harm se ha metido en el barro y necesito una toalla y…

      A Harm le encantaban los extraños, corrió entusiasmado hacia Sebastian Savas y se lanzó sobre él. ¡Y ambos fueron a parar al agua!

      A Neely le habría encantado poder quedarse allí, riéndose, pero sólo deseó que Sebastian supiese nadar. Lo más probable era que le pusiese una demanda de todas maneras.

      Bajó la escalera y él salió a la superficie.

      –¿Está bien?

      Neely deseó oírlo gritar o amenazarla, o algo. No le hubiese importado que intentase estrangular a su perro.

      Pero no lo hizo. Dio un par de brazadas para llegar al borde de la casa y salió del agua. Sin decir ni una palabra.

      Ella lo observó y esperó a que empezase a echar humo. Estaba en su derecho. Dos de los gatitos se habían asomado de manera peligrosa a la barandilla y Harm chapoteaba contento.

      Se apartó del camino de Sebastian y tomó a los gatitos, los dejó en el salón y volvió a poner la caja tapando la puerta.

      –Le dije que no moviese la caja –le dijo a Sebastian–. Esto… lo siento –añadió. Aunque habría sonado más convincente si no se lo hubiese dicho sonriendo.

      Sebastian se volvió a mirar a Harm, que estaba intentando volver a tierra firme.

      –Yo iré a por él –se ofreció Cody. Y salió corriendo antes de que alguien le echase la culpa de lo que había pasado.

      Aunque Neely no estaba enfadada con él. Y Sebastian todavía no había dicho nada.

      A ella le sorprendió que, hasta empapado, siguiese pareciendo imperturbable. Aquel hombre era inhumano.

      –¿Ése era su perro?

      –Sí –contestó ella, riendo con nerviosismo.

      –¿Y lo hace a menudo?

      –¿Tirar a la gente al agua? Con más frecuencia de lo que a mí me gustaría. Aunque casi siempre me lo hace a mí, así que he aprendido a no ponerme al lado de la barandilla cuando está contento. Todavía es un cachorro. Sólo tiene un año. Lo siento –repitió.

      –No, no lo siente –dijo él mirándola a los ojos.

      Y Neely volvió a sentir lo mismo que la primera vez que habían discutido. Irritación, por supuesto, pero algo más, algo caliente y eléctrico y muy, muy intenso que había entre ambos.

      Le entraron ganas de tirarse al agua, pero tomó aire e intentó tranquilizarse.

      –Tiene razón. No lo siento.

      Y volvieron a quedarse así, mirándose a los ojos, hasta que volvió Cody con Harm.

      –Ya lo tengo. Al menos, ya no está lleno de barro –comentó el chico mirando a Neely, aunque se puso muy serio al volver la vista a Sebastian.

      –Tengo deberes –dijo–. De matemáticas. Muchos. Tengo que irme –y salió por la puerta antes de que a ninguno de los dos le diese tiempo a volver a hablar.

      Durante el silencio que siguió a su marcha, Harm se sacudió y mojó a Neely casi tanto como estaba Sebastian. Ella se llevó al perro a la cocina y se puso a secarlo.

      Sebastian la siguió, todavía empapado.

      –No pienso marcharme –le advirtió.

      Neely levantó la vista.

      –Ni yo.

      –Esta casa es mía.

      –Y yo tengo alquilada una habitación en ella durante seis meses.

      –Le he ofrecido un lugar mejor al que ir.

      –Claro que sí. ¿Con un perro y cinco gatitos, dos conejos y un cobaya?

      Él apretó la mandíbula. La observó.

      Neely se encogió de hombros.

      –Voy a quedarme, señor Savas. Y si no le gusta, peor para usted.