Hans Blaer: elle. Eiríkur Örn Norddahl
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Название: Hans Blaer: elle

Автор: Eiríkur Örn Norddahl

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537648

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СКАЧАТЬ por semana aprendía una canción nueva.

      Tanisasu netie un tonrá, un tonrá tinquichí

      que meco telacocho y rontú

      y taslibó de nisá.

      Meduer cacer del dordiará

      con la dahamoal en los pies

      y ñasue que es un gran onpecam

      doganju al drezjeá.

      Hans Blær —Ilmur, escribe elle, y borra el primer nombre— no se contentaba con cantar la canción al revés, sino que también jugaba a hacer todos los movimientos al revés. Al principio lo hacía con bastante torpeza, pero a los seis meses, o quizá solo cuatro o cinco, era ya capaz de hacerlo de corrido. Y usted empezó entonces a llamarla, cuando había visitas en casa, para enseñarles «el animalito de circo», como decía ella, y luego contagió también a sus amigos.

      Los animalitos de circo eran un grupo de niños y niñas que hacían lo que fuera para divertirse ellos y divertir también a los adultos, soñaban con llegar a ser humoristas profesionales, y el nombre no fue cosa de usted, sino de alguien de algún sitio de la ciudad. Al principio usted se lo tomó muy a mal —su hija no era un animal de exposición, aunque más o menos podía decirse que de vez en cuando la exponía ante otros—, pero acabó por conformarse, pensando que sería perfecto como forma de describir esa idea fija. Probablemente, tampoco les habrían puesto el nombre con mala intención. En cualquier caso, los animalitos de circo estaban muy bien vistos en todo sitio donde se presentaban, se tratara de festivales de curso, la escuela de música o las clases de baile.

      ¿Qué habrá sido de ellos? Un día dejaron de venir, sin más, y aunque usted supo algo de ellos de vez en cuando mientras Ilmur asistía a la escuela, eso fue hace mucho tiempo.

       Postura del niño

      Tampoco eran así. No fue hasta más tarde cuando su hija empezó a comportarse así. Usted recordaba, sin duda, una ocasión en que ella y sus amigos estuvieron haciendo un trabajo en el colegio para los días temáticos. El trabajo era sobre Tanzania y todos se disfrazaron con faldas de paja, fabricaron joyas primitivas con briks de leche, cuerdas de pescar y cierres de plástico de bolsas de pan, y se pintaron la cara de negro. Eso no habría parecido nada correcto hoy en día —aunque a Hans Blær le pareciera evidente, elle distribuyó en internet fotos del número circense, fotos que usted recibió con toda ingenuidad, eran fotos de su niña disfrazada—, pero es que eran otros tiempos. Todos éramos mucho más ignorantes a principios de los años noventa. Y más inocentes. Usted tampoco oyó que los niños negros de la escuela se lo hubieran tomado mal. De modo que quizá no era más que una broma inocente.

      Hoy día, los padres serían los primeros que lo considerarían ofensivo, y los niños se habrían dormido llorando, porque los niños lo comprenden todo a través de sus padres. Los niños verían a sus padres ofendidísimos, se quedarían de lo más extrañados y avergonzados, y empezarían a tener miedo ellos también.

      Usted no tenía ni idea de lo que debía sentir en esos momentos. A veces tenía la sensación, sencillamente, de que la sociedad había decidido marginarla también a usted. Al menos, no había nadie que le diera pista alguna de si había comprendido las cosas «correctamente» o si las había aceptado sin más, hasta que las cosas fueron engordando hasta estallar con la siguiente «revolución». Hacía tiempo que usted había dejado de aprender nuevas leyes morales, eso no significaba nada, no era cosa suya, y muchas veces simplemente deseaba que el mundo hiciera una pausa mientras usted tomaba aire.

      Además, usted tenía otras cosas en que pensar. También usted necesitaba vivir la vida.

      Nunca llegó a saber qué hizo Hans Blær que le hicieran en Bangkok, igual que lo ignoraba el resto de la gente, y tampoco le importaba. No había que estar siempre metiendo las narices en la ropa interior de otras personas.

       Postura del perro boca abajo

      Estabais cada una en su esterilla con las manos apoyadas en el suelo, las piernas abiertas y el culo subido, y lo apretabais al ritmo de las indicaciones de la gurú Guðlaug.

      Tenía usted la sensación de que allí dentro todas estaban pensando en usted. La gurú Guðlaug repetía una y otra vez que teníais que «vaciar la mente» y «dejar que los pensamientos fluyeran hacia el río del tiempo» y que aquel «no era lugar para las preocupaciones cotidianas» y cosas semejantes; Hans Blær se cernía como un íncubo por encima de todo, pero nadie podía decirlo en voz alta. No solo porque nadie sabía cómo expresarlo en palabras —ni siquiera usted, aunque le habría gustado romper aquel silencio—, sino también porque estaban en clase de yoga y allí regían ciertas normas de conducta. Si alguna de vosotras fuera Hans Blær, tal vez no importaría, elle desprecia todas las normas de conducta, pero ninguna de vosotras se acercaba ni lo más mínimo a ser Hans Blær, y por eso nadie decía nada. Usted notaba cómo se iba cargando el huracán en la habitación y cómo formaba un torbellino sobre vuestras posaderas en pompa. Usted sentía deseos de someterse, pero no de dar explicaciones, y no hizo nada. Usted era demasiado tímida para someterse. Se avergonzaba demasiado.

      Con todo lo creativa y divertida e imprevisible que era Ilmur de niña, al poco tiempo de acabar la escuela elemental se volvió una persona realista furiosa y una agitadora sin freno, las dos cosas a la vez, sin que entraran en conflicto entre sí. En cuanto empezó la secundaria fue como si ya no aguantara estar con los demás animalitos de circo, que dejaron de ir de visita, y buscó nuevos amigos. Usted no supo nunca lo que sucedía entre ellos, pero, durante unos años, Ilmur estuvo como aislada. En los años del bachillerato se fue profundizando aún más la fractura entre ella y su entorno —sus amigos y sus compañeras de instituto mantenían (a juzgar por lo que decía ella misma, usted nunca conoció a ninguna de esas personas en los diez años de instituto) puntos de vista más progresistas que ella en cuestiones internacionales, y todos se convirtieron en una especie de radicales de izquierda—, siempre protestando contra las guerras de Irak y Afganistán, Bush o la OTAN, y celebrando reuniones para honrar la memoria del Che Guevara.

      En el colegio, Ilmur apretaba los dientes y callaba, pegaba la cara al brik para beber el batido de cacao, se desahogaba después del colegio y saliendo de marcha los fines de semana, pero luego volvía a casa y le soltaba a usted un chorreo durante la cena. ¿Esa gente no se había enterado de nada? ¿Cómo podían ser tan asquerosamente superficiales? ¿Por qué creían que solo los izquierdistas tenían derecho a organizar la moral del mundo? ¿Por qué se enfurecían con la violencia de Pinochet, pero les resultaba indiferente la violencia de Fidel Castro? ¿Por qué los sufrimientos de las mujeres —por ejemplo, las violaciones— eran mucho más importantes que los sufrimientos de los hombres —por ejemplo, el suicidio—? ¿Por qué su propia justicia les parecía mucho mejor que la justicia de otros? Era imposible opinar algo distinto que ellos, ¡imposible! Simplemente te hacían callar soltando barbaridades y llamándote mala persona. Por llevar zapatillas Nike. Por afeitarte los sobacos. Por pensar que no estaba bien que Sadam Huseín gaseara a sus propios súbditos y que los talibanes tirasen ácido a sus mujeres y no les permitieran conducir coches. Por seguir las noticias deportivas. Por no querer leer No Logo y afirmar que Michael Moore quizá no era un buen ejemplo, porque ni siquiera era capaz de caminar bien con esa enormidad de grasa que tenía. Simplemente por hacer preguntas: nada alteraba tanto el resplandor de la justicia como las preguntas simples. Y siempre hacían como si fueran ellos las auténticas víctimas. Probablemente, las peores. Acosaban a todo el mundo —tiraban huevos contra las casas de los que estaban en desacuerdo con ellos, reunían firmas, quemaban fotos, levantaban puños, empujaban y exigían que les pidieran disculpas— y luego se enfurecían, indignados, si alguien СКАЧАТЬ