Название: El caballero escocés
Автор: Miranda Bouzo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413489056
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Era una noche fría para ser agosto y, aunque los fuegos de la chimenea se avivaban constantemente, Katherine sintió un escalofrío. Los estandartes colgados de las paredes, con los escudos de sus antepasados, se agitaron cuando la puerta principal se abrió de par en par para dejar pasar a un grupo de hombres. Una corriente helada recorrió el salón. Entre ellos distinguió a algunos jóvenes caballeros conocidos, muchos de ellos sucios por el polvo del camino. La guerra de la reina Elizabeth contra España parecía haber terminado hacía unas semanas, con la derrota de los barcos españoles frente a las costas de su amada Inglaterra. Muchos hombres volvían a sus casas, ricos y pobres, todos cansados de la lucha. En la fortaleza de Hay todos habían sido bien acogidos, como había pedido la reina en una misiva a todos sus castillos.
En otra ocasión Katherine los hubiera atendido ella misma, pero, consciente de que si se levantaba de aquella mesa su padre sin duda la castigaría, volvió a caer sobre la silla. Su padre no estaba muy contento después de la fría respuesta al hijo de Thomas, y le fruncía el ceño. Katherine observó las maltrechas caras de los soldados y cómo miraban la comida con un ansia comedida. Hizo una señal a las sirvientas y ellas les condujeron fuera del salón para adecentarse y después unirse al resto. No dejaría en las cocinas a ningún hombre que hubiera combatido por su país, por muchos caballeros y lores que se sentaran aquella noche en las mesas de Hay.
Sirvieron las piezas de caza en fuentes humeantes y el salón se llenó del delicioso olor a estofado, que hizo a los soldados girar la cabeza hacia sus platos. Un silencio turbador se hizo en la sala, el hambre azotaba Inglaterra.
El grupo que acababa de entrar siguió a las sirvientas con paso cansado, al final de la hilera que formaron, dos hombres quedaron rezagados. Katherine siguió con la mirada a aquellos monjes con la cabeza cubierta que caminaban con lentitud observándolo todo alrededor bajo su capucha. Uno de ellos debió de sentir que los observaba y se giró con arrogancia, quizá demasiada para un monje. Unos ojos azules se clavaron en los de Katherine, que quiso sonreírle para infundirle ánimos, pero la mirada orgullosa del hombre la sorprendió. Cuando tuvo valor para mirar de nuevo, aquel monje había desaparecido y, junto a él, el presentimiento de conocerlo.
Se retiraron las mesas del banquete y las sillas. En la galería superior, donde las cristaleras se reflejaban en el brillo de las antorchas, se colocaron los músicos. ¡Ahora tendría que bailar con aquellos hombres que no conocía! ¡Oírlos jactarse de sus actos de valentía en la guerra y creérselos!, cuando sabía que la mayoría no había estado en aquel mar de tormentas que había hecho vencer al ejército de su majestad.
—El hombre buscaba a un emisario de la reina, le quitamos todo cuanto traía, había unas cartas, milord, debía entregarlas a alguien en el castillo, pero aún no hemos descubierto a quién.
—¿Y dónde están ahora esas cartas?
Katherine se giró al escuchar a Thomas susurrar en el oído de su padre. El tono taimado de la voz del caballero la alertó.
—¿Unas cartas, padre?
Su padre palmeó su mano como si con ello hubiera respondido a su pregunta.
—Después, Thomas —ordenó al anciano consejero—. Katherine, ¿la fiesta es de tu gusto?
No les sacaría nada a pesar de que se ocupaba de gran parte de los asuntos del castillo y la administración, su padre la mantenía al margen de ciertas cuestiones, sobre todo de sus ideas políticas, contrarias desde siempre a la reina Elizabeth.
—¡Tienes que acompañarnos! —gritó su hermana, apareciendo a su espalda como un torbellino. Jean parecía acalorada, quizá había bebido más cerveza de la debida. Sus ojos brillaron con entusiasmo. Llevaba varios días de lo más extraña, exaltada quizá por la cantidad de invitados y algo más que se reservaba para sí misma y no quería contar—. Vamos todos a ver la lluvia de estrellas, no digas que no, Kathy, no seas aburrida.
—Sabes que no puedes salir del castillo después del anochecer, ¿y quiénes son todos?
Las pecas de la nariz de Jean se revolvieron en un mohín de rebeldía ante el aire protector de Katherine.
—Iremos con los guardias, padre ya ha dado permiso. Solo somos unas cuantas doncellas y los caballeros del castillo, algunos invitados… Por favor, Katherine, diviértete un poco…
—¿Qué insinúas? ¿Qué soy aburrida y sosa? —intentó inútilmente bromear.
—Sí, siempre estás seria, vamos, disfrutarás de la fiesta. Los mellizos y el pequeño John duermen, ¡vive un poco, por favor! No te hará mal reír y olvidar por unas horas tus obligaciones.
Katherine sonrió a su hermana, sus grandes ojos verdes estaban abiertos de par en par esperando una respuesta. ¿En qué momento se había vuelto tan seria y estirada? ¿Cómo había olvidado su curiosidad natural, sus ansias de ver el mundo y correr aventuras?
—Lo pensaré, ve con ellos, pero no te separes de la mirada de los guardias. ¡Promételo, Jean!
Sabía lo que vendría después, cuando la noche cayera y los nobles se mezclaran con la gente de las aldeas en el agitado mar de la bahía de Morecambe. Todo estaba permitido en una fiesta a la luz de las hogueras de la orilla. Antes de la muerte de su madre disfrutaba de aquella noche que los monjes habían camuflado en honor a un santo para evitar evocaciones a costumbres paganas, cuando las jóvenes se podían bañar junto a los hombres y, al terminar, las mujeres mayores preparaban un delicioso caldo para calentarse junto al fuego. En ocasiones había algún beso robado o una declaración de amor entre los más jóvenes de la aldea.
—Sería más divertido si vinieras…
Su hermana no se rendía nunca, era dulce a la par que obstinada, hermosa a la vez que seguía siendo un poco infantil, y Katherine se vio afirmando con la cabeza ante el azul cristalino de sus ojos.
—En un rato quizá vaya.
Una cosa era dejarse llevar por estúpidos entretenimientos y otra desatender a aquellos soldados y monjes que acababan de llegar a sus puertas, pensó. Es lo que habría hecho su madre si aún siguiera viva.
—¡Promételo! —susurró Jean en su oído con insistencia.
Su mano se deslizó sobre la de su hermana, como cuando eran pequeñas y agarraba cada una la muñeca de la otra en forma de promesa. Katherine no recordaba la última vez que habían hecho ese simple gesto infantil de cariño.
—¡Lo pensaré!
Jean dio un grito esperanzador bajo la mirada de censura del padre de ambas. Apenas su hermana volvió a su lugar en la mesa vio avanzar con paso decidió a Hugh de Rochester. Sus familias eran amigas y lo conocía desde niño. Año tras año había visto cómo aquel crío de cabellos negros y mirada azul se había convertido en un imbécil capaz de matar a una gallina por no inclinarse a su paso. Le producía tal desagrado su arrogancia que procuraba evitar estar a su lado mientras el resto de las mujeres lo perseguía sin descanso.
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