Название: Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura
Автор: Georg Gänswein
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788432153457
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EN EL PREFACIO DE SU LIBRO Introducción al cristianismo, basado en una serie de clases a estudiantes de todos los departamentos de la Universidad de Tubinga en el curso 1967-1968, Joseph Ratzinger cuenta la vieja historia de Hans el Listo, quien, para hacer su camino más llevadero, intercambió un trozo de oro que tenía, que le resultaba entonces demasiado pesado, sucesivamente «por un caballo, una vaca, un ganso y una piedra de afilar, que finalmente arrojó al agua. No perdía mucho; al contrario: lo que ganaba a cambio, pensaba, era el precioso regalo de una libertad completa».
Para Ratzinger, era una metáfora de un modo de hacer teología: la de quien, por seguir las modas y, en última instancia, por comodidad, malinterpreta gradualmente las afirmaciones de la fe. Se diría que el mismo destino corrió el discurso impartido en la sala de conciertos de Friburgo el 25 de septiembre de 2011, durante su visita a Alemania. El objeto precioso que teníamos en nuestras manos nos parecía más bien una pesada piedra de afilar, una carga de la que había que deshacerse de inmediato.
Tan pronto como pronunció la última frase en la sala de conciertos, los comentaristas se empeñaron en asegurarse de lo que el papa Benedicto no había mencionado, lo que no había querido decir. Pero sus palabras no abogaban por una separación más fuerte entre Iglesia y Estado, ni aludían a los impuestos sobre el clero. Una de las valoraciones concluyó que se trataba de un «discurso espiritual». Con esta expresión quería mitigarse la naturaleza obviamente controvertida del discurso, que fue cualquier cosa menos plano e intrascendente, y desató finalmente una ola de discusiones y ensayos críticos.
Para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión, dijo el papa, «debe en toda ocasión tomar distancia de su entorno, “desmundanizarse” hasta cierto punto».
Con esta expresión, «desmundanización», que va ganando enteros como eslogan, el papa sorprendió a muchos oyentes, y a algunos incluso los desconcertó. Algunas voces se alzaron para expresar el temor de que el papa hubiese revocado el Concilio Vaticano II y su requisito de abrirse al mundo, dañando de ese modo el núcleo del cristianismo: Dios dirigiéndose al mundo mediante la Encarnación. ¿Quería acaso que la Iglesia volviese a ser una estructura ajena a la vida y que se mantuviese alejada de la suciedad y miseria del mundo?
Estas preguntas e inquietudes no se plantearon retóricamente. Afectaron a muchas personas. Pero erraron al interpretar la preocupación del papa Benedicto XVI, porque captaron solo una de las dos direcciones fundamentales a las que el papa aludió. La fe cristiana reconoce tanto el movimiento de Dios hacia el mundo, que alcanzó su culminación inigualable en la Encarnación de la Palabra de Dios en Jesucristo, como el necesario movimiento de distanciamiento del mundo, porque la fe no ha de conformarse a los estándares del mundo ni ha de quedar enredada en su trama.
El papa habló con toda claridad en Friburgo sobre la primera de las direcciones de la fe y la Iglesia:
La Iglesia está inmersa en el hecho de que el Salvador se dirige a las personas. Cuando es realmente ella misma, está siempre en movimiento, ha de ponerse en todo momento al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Y por eso tiene que abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, al que pertenece, y entregarse a ellas para hacer presente y continuar el sagrado intercambio que comenzó con la Encarnación.
Desde el punto de vista teológico del papa, el lado de la Iglesia que se vuelve hacia el mundo es consecuencia sobre todo del lugar que ocupa la Eucaristía como núcleo sacramental del cristianismo, y tiene su expresión en que no puede haber un límite definitivo entre la liturgia y la vida. El papa Benedicto lo subraya: «La caritas, el cuidado del otro, no es un sector adicional del cristianismo junto al culto; está más bien enraizado en él y forma parte de él. Lo horizontal y lo vertical están inseparablemente unidos en la Eucaristía, en el acto de compartir el pan».
No hay llamada alguna a declinar la responsabilidad que la Iglesia tiene con el mundo y ni siquiera hay alusiones a una huida del mundo en el pensamiento teológico del papa Benedicto. Por otra parte, quien ha destacado tan decididamente el vínculo con el mundo de la fe y la Iglesia tiene no solo el derecho, sino además el deber de prevenir ante el peligro de una adaptación autosuficiente de la Iglesia a las sugerencias del mundo, y tiene también el deber de recordar el juicio bíblico que afirma que la Iglesia está en el mundo, pero no es de este mundo. Esta advertencia busca una vez más mejorar la comprensión de la misión de la Iglesia: «Cuando la Iglesia se hace menos mundana, su testimonio misionero brilla con más fuerza. Una vez liberada de sus cargas y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede llegar con más efectividad y de un modo verdaderamente cristiano al mundo entero, puede entonces abrirse verdaderamente al mundo».
Dicho esto, también debería ser evidente que es erróneo sospechar que con su programa de «desmundanización», el papa Benedicto XVI se remonte a la época anterior al Concilio Vaticano II. Antes bien, puede aprovechar las perspectivas esenciales que se desarrollaron en dicho concilio, por ejemplo, la llamada a una Iglesia que acoja a los pobres y la demanda de que renuncie voluntariamente a los privilegios mundanos para fortalecer así su credibilidad. Merece la pena recordar en este punto que el segundo capítulo de la constitución dogmática Lumen Gentium, que describe a la Iglesia como Pueblo de Dios, fue incluido sobre todo para resaltar deliberadamente la dimensión escatológica de la Iglesia. Porque la imagen del Pueblo de Dios apunta al carácter transitorio de la Iglesia en la historia: su permanencia solo se mantendrá mientras viaje a través de este tiempo mundano. Así pues, esta imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios también pone de manifiesto su disposición a distanciarse una y otra vez de su enraizamiento histórico en las configuraciones políticas y sociales del pasado, y su intención de afrontar nuevos desafíos.
Los cristianos viven en el mundo y son llamados a servir al mundo y a trabajar en él. Pero no han de conformarse al mundo. Por esta razón se producirán inevitablemente fricciones entre la esfera del mundo y la esfera de la cristiandad, algunas de las cuales pueden llegar al odio hacia quienes en los tiempos actuales no dejan sencillamente que la corriente del mundo se los lleve por delante. Para evitar este odio, los cristianos y la Iglesia experimentan una y otra vez la tentación de conformarse al mundo y querer ser como el resto. Tenemos un célebre e infame ejemplo en la institución del reino en el pueblo de Israel.
Resulta que el reino, del cual emergerá el Mesías, no fue originalmente planeado ni querido por Dios. Su establecimiento debe más bien entenderse como la expresión de una desmesurada rebelión del pueblo de Israel contra Yahvé, como una señal de su apostasía de la verdadera voluntad de Dios y como consecuencia de un exceso de adaptación de Israel al mundo. Tras alcanzar la Tierra Prometida, el pueblo no tenía gobernantes, sino jueces que no podían impartir justicia por sí mismos; solo se les permitía aplicar la ley de Dios, porque solo Dios era rey en el pueblo judío. Israel llegó a ser su propio reino solo por su empeño en adaptarse al mundo que lo rodeaba. Se volvió celoso de los pueblos de su entorno; todos tenían su rey, e Israel quiso ser como ellos. En vano el profeta Samuel le dijo al pueblo que si exigía un rey perdería su libertad y sufriría la servidumbre. La realeza en Israel es, por tanto, la expresión drástica de su rebelión contra la exclusiva realeza de Dios. Fue una verdadera contravención de su elección divina que el pueblo se negase a escuchar a Samuel: «No importa. Queremos que haya un rey sobre nosotros. Así seremos como todos los otros pueblos. Nuestro rey nos gobernará, irá al frente y conducirá nuestras guerras» (1 Samuel 8, 19-20).
Hoy en día, los cristianos ya no queremos reyes. Pero ¿no es verdad que queremos ser demasiadas veces como los otros? Querer ser como otros pueblos es una tentación fundamental de la Iglesia actual. Es especialmente eficaz allá donde el esencial término conciliar «Pueblo de Dios» se entiende cada vez menos desde una perspectiva bíblica, y cada vez más desde un punto de vista sociológico.
La historia del Antiguo Testamento sobre el establecimiento del reino en Israel y su honda inclinación a ser como los demás es una advertencia permanente para СКАЧАТЬ