Название: Mientras el cielo esté vacío
Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789587206760
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¡Vete y no regreses nunca! Escuchó mientras corría hacia la sabana inmensa. Desde entonces, el eco de su voz se repetía siempre y cada vez golpeaba su corazón. Aquella tarde erró por las calles, aunque sabía que podían reconocerlo y denunciarlo como uno de los heridos en el último combate entre los paramilitares y la guerrilla; y sin embargo, no le importó. Su pierna sangraba copiosamente y tenía que curarse. Salió del pueblo y se dirigió hacia un escondite que habían descubierto unos días antes y quizá no fuera revisado otra vez por el ejército; y allí, tendido sobre el suelo, se vendó la herida. Luego de algunos días de padecimiento, fue rescatado por sus compañeros que regresaban al campamento de la montaña. Su espíritu se había vuelto taciturno y melancólico y en las noches, los reproches y las imágenes que se agolpaban en su mente no lo dejaban dormir. Se volvió más callado que de costumbre y tenía ataques de rabia sorpresivos que dirigía contra sus compañeros.
El deseo de venganza y la ira lo asechaban. El fusil lo incitaba, lo ponía nervioso y esa tensión disponía su cuerpo a la guerra, al asesinato. Pidió entonces que lo enviaran a combatir. Salió con una patrulla y en su marcha encontraron a un grupo que conocían porque había desplazado y asesinado a muchas personas. Hubo muchos muertos y heridos, y por unos días su ánimo se mantuvo exaltado, hasta que de nuevo regresó la necesidad de entrar en acción. Así pasaron varios meses, pero cada hora transcurrida era un fardo de nostalgia por su madre. Se preguntaba qué sería de ella ahora que se encontraba sola y sin esperanza. Entonces, solicitó un permiso para ir a visitarla.
En el amanecer frente al mercado, con el grito de rechazo de su madre como un martillo en la cabeza, Nilton buscó al niño que había sido y al miedo que tanto lo había atormentado, pero ya no estaban, habían muerto. Se paseaba entre los animales que estaban descargando para la venta y acarició la cabeza de un caballo. Ser como tú, olvidarse de pensar y tener el alma oculta detrás de los ojos, lejos de la furia arrolladora, de la satisfacción secreta de humillar y del triunfo de la muerte. Correr por las llanuras y no temerle a la noche ni a sus murmullos acusadores. Tampoco pertenezco a la comunidad humana, se decía a sí mismo, mientras emprendía el regreso a la casa.
No me importan los asesinatos que he cometido. Un hombre de verdad debe retener el pensamiento con un suspiro profundo y actuar. Los hombres siempre se han matado y seguirán haciéndolo, la venganza hace parte de ese juego. Les cobré todas sus deudas: la muerte de mis hermanos, las humillaciones. De eso estoy orgulloso, me siento liberado, algo que vagaba sin sosiego por mi cuerpo, encontró su lugar. Esa cosa oscura y perturbadora desapareció con sus muertes. Pero el peso que lo acongojaba no abandonaba su ánimo y aunque mil veces disculpara los asesinatos y pensara que solo lo abrumaba la violencia contra Elena, un vértigo constante denunciaba que tampoco frente a ellos se encontraba en paz.
La mañana era brillante y el viento agitaba con fuerza las ramas de los árboles trayendo fragmentos de música y olores de ñame cocinado y bollos. Conocía cada piedra del camino, cada árbol, cada una de las casas, y sabía muchas historias de sus habitantes; sin embargo, se sentía por fuera del pueblo, extraño. Él ya era otro y no reconocía estos pasos como los mismos que diera en su infancia de camino a la escuela. Todo se lo había llevado Elena.
Un hombre enfermo por la cólera es una bestia peligrosa, la más peligrosa sobre la tierra: tiene un lenguaje para engañar y la inteligencia para calcular. Sabe esperar y en cada momento la venganza se perfecciona y el cálculo se refina. En esa espera la posibilidad de amar se va estrangulando hasta morir. Nilton había matado el amor en Elena y con ello se había excluido de la humanidad; nada sostenía ya sus actos, solo permanecía una furia que se calmaba momentáneamente. No sabía cómo un ser humano apartado y reducido a la venganza y al odio, vuelve a nacer; cómo se pide ser aceptado y acogido en una mirada, ser perdonado. El perdón de quien ha recibido la ofensa: que un cura o un juez perdonaran lo que no han sufrido es fácil. Ellos podían perdonarlo, ¿y Elena? Era de ella únicamente de quien debía llegar el perdón para sentir de nuevo la vida en el corazón, como una manta contra el frío de existir por fuera de la comunidad humana.
A Elena también la había excluido del amor. Ahora, pensaba Nilton tendido en el suelo mirando el atardecer, ellos permanecían atados por el odio que crece, enfermos de cólera. No imaginaba que luego del acto brutal que había cometido contra ella, Elena tomara otro rumbo distinto y pudiera construir una vida amorosa que preservara las imágenes que la mantuvieran atada a la vida.
Una lechuza ululaba insistente en el árbol donde se encontraba recostado; era como un augurio. Sabía que dormía con los ojos abiertos y cazaba en la noche, que era certera e implacable con sus víctimas, como él. Ella, como él, sabía de la oscuridad, pero él sabía otra cosa: el peso con el que cae un hombre.
Entonces, pensó que ese acto había sido su grito equívoco que destruyó en Elena lo más puro de sí mismo. La vida que palpitaba en ella y que le ofrecía en cada gesto lo había herido; no soportó su belleza y triunfó la violencia que había convertido su corazón en algo oscuro. Ya no podía hablar consigo mismo; los seres que había destruido con sus manos se encontraban allí, donde antes surgían las reflexiones. Y ahora ¿qué era él? ¿Un ser humano? ¿Un monstruo?
Nilton quiso nombrar su búsqueda, decir perdón, pero los labios apenas temblaron. Exclusión. Era un hombre íngrimo, aislado en la oscuridad de las palabras imposibles, de ella…Entonces recordó los ojos asustados de Elena, la mirada de total repulsión de su madre, y se quebró frente a la cobardía de su huida. Sentía que esa niña era él mismo y lo invadía un dolor como la herida de un cuchillo que penetrara la conciencia. ¿Cuál había sido su error como hombre? ¿Odiar de sí mismo la mansedumbre que desataba la bestia enfurecida en sus amigos? ¿O su error había sido descubrir la belleza, esa que Elena le había mostrado en su manera de relacionarse con la vida, y que preservaba pese al dolor y a la orfandad?
Nilton quiso atesorar esa belleza, un don que llegó a su alma cuando había perdido la capacidad de asombro. La flor puesta al lado del vaso de limonada y el dulce que Elena le había traído del colegio, se le hicieron invivibles. Cuando Elena, llena de admiración se le acercó, su sangre comenzó a hervir y una profunda emoción se apoderó de él: quería tomar la belleza para sí. Entonces arruinó a Elena, la dejó moribunda, inmersa en un mundo violento. Había asesinado aquello que se le ofrecía y esa era la confirmación, la certeza de que estaba expulsado de la vida.
Él había visto e ignorado la mirada suplicante de los hombres. En los ojos de sus víctimas había miedo, clamor, e incluso expresiones de arrepentimiento, nunca desilusión; por el curso de sus acciones no podían esperar algo diferente. Esa otra mirada que se hundía hacia el desencanto, agónica, solo la había visto en los ojos de Elena. Ella sí lo había mirado con decepción. Sabía que con ese acto se había destruido a sí mismo y a ella la había hundido en el pantano de la exclusión. Para ellos ya no existía la salvación que solo otorga el amor.
Comprendía que cada asesinato había sido su propia muerte, que había retrocedido hasta el umbral de la vida. No tenía a nadie que le ayudara a dar el salto desde el llamado y la mirada para que pudiera elevarse de nuevo sobre la naturaleza. Había alcanzado el miedo que acerca a los humanos, pero ellos ya no estaban, los había destruido. Entonces, gritó su oscuridad. Pero su grito solo conmocionó las sombras. Temía regresar al rancho, pero la necesidad de ser abrazado en medio del destrozo que sentía, lo fustigó. Abatido, sabía el daño que le había causado a su madre y no se sentía con la fuerza necesaria para mirarla a los ojos y pedirle perdón. Entró a la casa con pasos vacilantes y la encontró en la cocina, evitó su mirada, se sirvió un café negro, y salió. Avergonzado, comprendió que debía irse y dejarles el lugar a Elena y a Noemi, aunque sospechaba que ellas se movían ahora por un filo temible, una pendiente resbaladiza: la búsqueda de los hijos asesinados de Noemi, y la investigación sobre la verdad de lo ocurrido en El Salado. Percibió una composición de colores y sonidos; el aire de la mañana traía una luz brillante y esparcía el llamado de los animales. СКАЧАТЬ