Название: Tea Rooms
Автор: Luisa Carnés
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788416537365
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Matilde constituye una de esas raras y preciosas desviaciones del acervo común. Matilde no habla, no comenta. Observa. Se adapta. Corta el papel de envolver, coloca el género, atiende a los clientes y los pedidos del salón con la mayor pericia. Consciente en todo momento de su obligación, pero fría.
—Al cliente hay que halagarle un poquitín, querida. Un «señor» o «señora» a tiempo tienen una gran influencia sobre el cliente vanidoso. La buena dependienta debe tener esto muy en cuenta. Es usted demasiado seca con el público. No basta con servir correctamente al cliente, hay que saber halagar un tantico su vanidad.
—¿Tiene usted alguna otra queja de mi trabajo?
—Yo no he dicho que esté descontenta de su trabajo; solamente que es usted demasiado orgullosa.
—No creo que se me pueda exigir otra cosa.
Este breve diálogo sostenido con Matilde ha impuesto a la encargada de la personalidad de «la nueva». Las otras empleadas censuran subrepticiamente; pero Matilde dice las cosas de un modo que no admite réplica. Sin desentonos de voz, sin titubeos. Sus palabras categóricas, sencillas, han establecido una fría laguna entre Matilde y su jefa inmediata. En cuanto a las otras dependientas, varía mucho la situación. Todas ellas son muchachas sencillas, ignorantes y cordiales. Particularmente Antonia. Antonia es la veterana de las empleadas. Antonia es excesivamente gruesa, camina con pasos de pato y tiene unas manos redondas, blandas y coloradas. Antonia es viuda, pero su estado es un secreto para todos los de la casa. La dirección no admite mujeres casadas en el establecimiento, y durante sus diez primeros años de actuación en él, Antonia hubo de ocultar su situación civil como algo vergonzoso. La viudez la redimió de tan violenta esclavitud y la invistió de un aspecto resignado y bobalicón. Desde los primeros instantes Antonia ha demostrado hacia Matilde una especial ternura, que ha culminado en la confidencia de su secreto : «Sólo a ti se te pueden contar estas cosas; las demás son tan locas… Tú tienes una cosa especial…». La «cosa especial» que Antonia atribuye a Matilde es el sello de magnífica serenidad de la criatura marcada por largos años de una vida difícil; de la criatura desarrollada en la mayor miseria, cuyo cerebro no está absolutamente hueco. «Crea usted, Antonia, que lo natural es que yo sea así, y no de otra manera». De ordinario, Matilde y Antonia coinciden en uno de los turnos, precisamente en las primeras horas de la tarde, cuando el silencio y el calor son más absolutos en el local.
A las dos, un camarero sirve el almuerzo a la encargada, sobre una de las mesitas del salón. Ella come muy despacio, deleitándose en cada plato, en cada sorbo de cerveza fría.
Mientras tanto, el camarero —el único camarero del turno— cabecea soñoliento sobre un velador o relee un periódico.
En el mostrador de los fiambres, Paca —treinta años escuálidos y feos— manipula preparando los sandwichs y los botellines de leche para la frigorífica, y frotando el cinc del pequeño tablero donde se preparan los bocadillos y los pasteles de nata y fresa.
Los ventiladores zumban sordamente.
Al través de las puertas y escaparates, velados con crespones obscuros, cruzan perezosas figuras.
El sol cae de plano sobre la portada fronteriza, en la que ríe la caricatura —cuatro metros blanco-rojos— de Janet Gaynor. Los toldos, de lona ocre, amparan los titulares de los comercios. Un empleado de la Sociedad de Tranvías engrasa los raíles relucientes. Cruza un hombre vestido de blanco, empujando el tenderete ambulante de los helados económicos.
Lentamente, la encargada descorteza un plátano.
Antonia, sentada en la única silla reservada a la dependencia femenina, rellena las casillas de la hoja de pedidos.
Matilde ordena las bandejas de pasteles, retira las vacías y las lleva a la cocina. Luego se sitúa al lado de Antonia y permanece en pie, de cara a la mesa que ocupa la encargada.
—Mira a ver si hay bastantes bombones en las bandejas, Matilde, y rellénalas, no «vaya» a decir algo.
Antonia habla sin dejar de escribir. Es preciso no estar ociosa. Unos ojos claros, feos, vigilan oblicuamente.
Matilde revisa las bandejas de los bombones.
La encargada se hurga los dientes con un palillo mentolizado:
—¡Qué calor!
—Yo estoy empapada en sudor.
De ordinario, en las primeras horas de la tarde no ocurre nada sensacional. El sopor agobia y sobre los párpados pone plomo el calor.
Los ventiladores zumban, etc.
Hasta que la puerta se abre e irrumpen en el local una pandilla de actores cinematográficos, que hacen tertulia en una mesa próxima al mostrador de los pasteles.
Entonces la encargada gruñe al camarero que dormita:
—Vamos; ya tendrá tiempo de dormir.
7
Esperanza sale envuelta en su bata, cuyo primitivo color no puede adivinarse, y se aleja muy deprisa hacia unas oficinas de la Gran Vía, donde hace limpieza diaria. A prudente distancia del salón de té saca del bolsillo de su bata un papel arrugado y del papel unos recortes de jamón cocido, que engulle precipitadamente. Cuando puede, recoge de la máquina los residuos de la noche anterior. Siempre que la encargada no ande alrededor, porque «esa tía pellejo está en todo». «Es lo que va una a sacar en limpio.» Y en las oficinas, también. Allí hay papel y sobres en cantidad y ocasión de guardar alguna cosa; después, СКАЧАТЬ