Название: Tea Rooms
Автор: Luisa Carnés
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788416537365
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La dependienta las despacha con parsimonia.
—¿Qué desea?
—Dos suizos.
—Dos suizos.
—Hasta mañana.
—Adiós.
—¿Qué desea?
—Tres brioches.
—Hasta mañana.
—Adiós.
Matilde acabó su tarea. Ahora limpia un cajón. Después, otro.
Van llegando las empleadas. Se acercan al mostrador abotonándose los uniformes y alisándose los cabellos con las manos.
—Hola, Antonia.
—Buenos días, Antonia. Miradas curiosas a la «nueva».
—Oye, Antonia: ahora los he visto. ¡Qué poca vergüenza! Han venido juntos en el Metro y al llegar a la Ópera se han separado. Ella viene por un lado y él por otro. Verás… ¿No te dije?, ahí está. Fíjate.
Entra una mujer alta y delgada. Al verla, las muchachas disuelven el corro.
—Buenos días.
—Hola, buenos días.
—¿Ésta es la nueva?
—Sí. Me trajo una tarjeta de don Fermín…
—Está bien.
Se aleja despacio, a cambiarse de ropa.
Antonia le dice a Matilde:
—Es la encargada.
—Creí que la encargada era usted.
—¡Uy! Ojalá fuese Antoñina la encargada, ¿verdá, Trini?
—¡Ya lo creo!
Al acabar el trabajo, a Matilde le duelen los hombros. Después hay que desempolvar los frascos de los caramelos y los escaparates, y, por último, colocar los pasteles en las bandejas, retirando antes los averiados del día anterior, y establecer pequeñas pirámides de bollos sobre anchas bandejas de madera, cuidando mucho de poner sobre los frescos los «viejos», para venderlos primero, y llenar los vanos en las bandejitas de los bombones.
Hecho lo cual, ya no habría que hacer otra cosa que esperar la llegada de los clientes. Pero el ojo de la encargada —vigía y capitán al propio tiempo— no deja de atisbar desde el mostrador de enfrente cada acto, cada gesto de las empleadas. Aun cuando la limpieza ordinaria se haya efectuado, la «buena dependienta» nunca debe permanecer ociosa. «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está de más».
Matilde aprende a cortar el papel en línea recta, con un cuchillo de borde obtuso —el papel se corta en cuatro tamaños distintos—. Y aprende a empaquetar y a hacer el nudo corredizo —de ahogado— alrededor de los paquetes; ese difícil nudo, cuya perfección acredita la pericia de la «buena dependienta».
Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces: la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa detrás de la caja registradora. El local es «de lo más selecto de Madrid» y exige de sus empleados la máxima corrección. El comedimiento y aire distinguido de sus dependientes acreditan un establecimiento tanto como la pureza de sus productos. Las muchachas han de ir y venir detrás del mostrador, erguidas y sonrientes. «¿Qué desea la señora?». Ni una broma con los camareros, ni una frase de mal gusto. «Esta es una casa distinguida». Esto de la distinción lo ha oído Matilde muchas veces, en boca de la encargada, durante las tres horas que lleva actuando en el salón. De las cuales ha sacado una consecuencia: «El cliente siempre tiene razón». Y otra: «Al cliente hay que sonreírle siempre y engañarle cuando haya ocasión». Y esto, sólo en lo relativo al público. Que es de lo más heterogéneo. El público da color y marca cada hora del establecimiento. Al principio se multiplican en él las sirvientas, con sus cestas de hule; la modista, la mecanógrafa, el empleado, que adquieren su bollo de hojaldre; más tarde, el mozo de almacén, el botones, el continental. («Oiga, un pastel»). Luego, la vieja repintada y sus niñas cursis, las beatas, al regreso de la iglesia; la dueña de la pensión modesta, que hace su pedido de tartas de las más económicas; la dueña de casa, que adquiere sus flanes o su nata. A la tarde, después del frugal almuerzo —Ópera-Cuatro Caminos, Cuatro Caminos-Ópera—, una hora de calma, que se aprovecha para pasarle un paño a los mostradores, a las vitrinas, etc., y de nuevo el desfile: las parejas de novios que comen un pastelillo en pie, mirándose a la cara; los grupos de muchachas que eligen alocadamente sus pastelillos, de pescado o ternera; los jóvenes que devoran el dulce con grosería, que ellos titulan «naturalismo»; los que, por el contrario, se violentan por demostrar su distinción y acaban, invariablemente, obscureciendo su americana con una lágrima de chocolate o de grosella. Y queda todavía el señor jubilado, que se toma su merienda y se va lentamente siempre por el mismo camino; y la cliente que hizo su encargo por teléfono, y el funcionario que adquiere el postre de la noche.
La noche. Duelen las plantas de los pies, y los muslos y el índice de la mano izquierda, producto de la experiencia del nudo corredizo, y se tiene un peso enorme encima de los párpados. ¿Cuántas horas? Diez. Diez horas.
El reloj resuena nueve veces. Y una nueva empleada —ojos despiertos, cabello húmedo, impecable, como si acabara de arreglarse, de despertar (¿qué hora es?):
—Son las nueve. Yo hago el turno de la noche.
La noche.
Diez horas, cansancio, tres pesetas.
Fuera hace calor.
A la puerta, un viejo pregona los diarios nocturnos.
El público que sale de los cines y teatros emite comentarios en voz alta.
Diez horas, cansancio, tres pesetas.
5
El único salón público del establecimiento es amplio y está decorado con mal gusto. Las mesas de cristal, las perchas de níquel y el pavimento encerado, relucen.
De cinco en adelante el salón es invadido por un público semiselecto, compuesto casi exclusivamente de parejas de novios y grupos de muchachas.
El público «bien» de los días hábiles difiere notoriamente del público de los días festivos. Los días de fiesta el salón permanece lleno hasta bien entrada la noche, y en esos días todo es aprovechable —los pasteles averiados, los dulces demasiado secos—. Los matrimonios domingueros parecen disfrutar de un paladar nada exquisito. La menuda prole tampoco distingue estas deficiencias. Además, la celeridad lo justifica todo. Los mozos corren de un lado para otro del local, manteniendo el raro equilibrio de su bandeja en alto; las dependientas preparan los platos de a «seis» pasteles, deprisa, sin hablar entre sí; la encargada taladra los tickets a los camareros y vigila desde su caja registradora. El resto de la semana el público es más atildado y exigente. A pesar de lo cual las dependientas СКАЧАТЬ