Название: Magdalena
Автор: Joaquín Vergara
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417845780
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Julián y Magdalena querían que el padrino fuera el amo del cortijo, don Eufrasio. Les parecía a ellos que aquel padrinazgo sería el culmen de la categoría social y el broche de oro de la próxima boda. Pero don Eufrasio no quiso aceptar, pretextando que ese día estaba de viaje: una excusa manida, que solían emplear con frecuencia los grandes señores cuando no les apetecía ir a un evento. Además, el hombre andaba mal de la próstata —por lo que tenía que ir al baño con una frecuencia inusual— y temía comprometerse. Se lo confesó a Julián por lo bajito, teniendo cuidado de que Magdalena no le oyera. Le daba vergüenza hablar de ciertas intimidades delante de una mujer.
Pero, en el fondo, tampoco le apetecía lucirse por el pueblo en el papel de padrino, por mucho que Julián llevara tantos años trabajando para él; de modo que se limitaría a hacerles un buen regalo en efectivo —tampoco se excedería mucho, porque no era, precisamente, un hombre generoso—.
Y la cosa quedó así: el padrino sería Julián; y la madrina, la señá Paca, la madre del novio.
Esta última era una matrona de rompe y rasga, bastante chapada a la antigua en sus costumbres y forma de pensar, casi a la vieja usanza del siglo XIX —aunque contrastando sus rancias ideas con cierto modernismo, del que ella se jactaba a veces—, que, como era de esperar, se había puesto las manos en la cabeza al conocer la elección de su hijo. Incluso se vieron obligados a llamar a don José, el médico del pueblo, cuando se enteró, porque sufrió una fuerte subida de tensión a causa de la «terrible sorpresa» que se había llevado, aunque no tuviera más opción que transigir: no era Gabriel ningún chiquillo para poderlo manejar a su antojo. Y la señora comprendía, además, que si se oponía, en lugar de conseguir su objetivo, la perjudicada sería ella.
De modo que, como primera medida, doña Paca, con su tensión arterial ya más normalizada y asumiendo lo inevitable, estuvo comprobando —mientras rebuscaba en los cajones de una cómoda panzuda que tenía en su dormitorio— el estado de sus velos de lujo, los que reservaba para los días festivos y solemnidades importantes. Vio con satisfacción que estaban en perfecto estado. Se pondría uno muy bonito, grande, de finísimo encaje, el más lujoso de todos. Y vestiría de negro, como siempre.
Contaba con un vestido apropiado para la ocasión, que solo se había puesto una vez. Y como no le gustaba derrochar, lo llevaría en la boda.
Para lucir mantilla y peina se encontraba muy mayor; y, además, siendo su hijo viudo no le parecía apropiado.
La verdad es que, aunque jamás había poseído un rostro hermoso, la señá Paca conservaba aún una elegante figura e indudable prestancia. Y su cabello cano, con reflejos azulados, lo llevaba siempre muy bien peinado, distribuido en artísticas ondas.
Doña Francisca de Asís de Guzmán y de Posadillo, viuda de De Calvete, como a ella le gustaba que la llamaran —aunque los «de» y el «y» se los había sacado de la manga—, solía presumir entre la gente del pueblo de ser una dama de rancio abolengo, y hasta se jactaba de tener unos parientes de título. Ella los llamaba «mis primos», aunque daba la casualidad de que nadie los había visto jamás, ni se sabía dónde vivían, ni si el título del que hablaba era real o solo producto de su imaginación.
Capítulo IV
LAS COSAS DE MAGDALENA
La vivienda de Magdalena y Julián, humilde y anticuada, con bastantes años sobre sus toscas paredes y carente de toda clase de comodidades, estaba orientada al oeste, por lo que al llegar los primeros fríos —y, sobre todo, los días más crudos del invierno— se agradecían las tardes de sol, cuando sus rayos, más o menos débiles, entraban por la amplia ventana del «cuerpo de casa», que hacía, además, las veces de comedor y cuarto de estar.
Al acercarse el verano, en cambio, el calor empezaba a hacerse insoportable. Sobre todo por las tardes. Y no digamos si se encontraban en plena canícula. En tal caso, la casa se convertía en un horno.
Hacía pocos meses que había comenzado el año 1950.
Todavía, se notaban los últimos coletazos de la posguerra, pero, quizás, empezaba a vislumbrarse algo distinto: daba la impresión de que se iba entrando en una nueva etapa, en la que se notaba algún leve indicio de una prosperidad de la que se había carecido durante mucho tiempo.
Hasta el aire parecía llegar más fresco aquel año, como renovado, e incluso se diría que se respiraba un ambiente más optimista, de una relativa modernidad, en el que se iban avistando nuevos horizontes. ¡No había que olvidar que habíamos llegado a la segunda mitad del siglo XX! Aunque en los pueblos pequeños, adormecidos en su rutina diaria, en su permanente modorra, no se notaran apenas los cambios del progreso.
Magdalena —muy alterada y nerviosa ante la perspectiva de la próxima boda de su hija—, como primera medida, empezó a plantearse los atuendos que deberían llevar su familia y ella ese día. ¡Sobre todo, ella!
No le importaba gastar la mayor parte de sus exiguos ahorros en tal acontecimiento: y, si era preciso, podría recurrir a su cuñado Frasquito, el marido de su hermana Dolores —que, además de poseer una bondad fuera de serie, tenía fama de ser muy generoso—, para pedirle dinero prestado. Y si él, en vez de prestárselo, se lo regalaba, ¡pues muchísimo mejor!
Frasquito y Dolores eran un matrimonio acomodado, dueños de una pequeña tienda de comestibles en la que él entró —siendo casi un niño— como dependiente, y que, después, por las vicisitudes de la vida, pasó a sus manos. El negocio, aunque modesto, les daba para ir viviendo y para que les sobrara algo. Como no tenían hijos y el hombre era tan desprendido, su cuñada, cuando se encontraba en algún apuro, veía en él su tabla de salvación.
Pero volviendo a los «problemas» acuciantes de Magdalena, el primero que se le presentaba era el volumen de su pecho: aquella pechera enorme, descomunal, ya un poco caída a fuerza de amamantar, que habría que intentar subir a su sitio con un armazón adecuado.
Aprovechó que Gabriel y Pepona iban a la capital para acompañarles y visitar una buena corsetería.
—Señora —le dijo la dependienta, esbozando una sonrisita en la que Magdalena creyó percibir un punto de ironía—, su talla… en este momento no la tenemos. No es frecuente que vengan señoras «tan bien dotadas» como usted. Pero, desde luego, podemos hacerle un sujetador a medida.
Se lo entregaron al cabo de dos semanas. Magdalena se lo probó y, al verse delante del espejo y saberse tan rejuvenecida y exuberante, quedó muy satisfecha con el resultado.
Estaba deseando ver la reacción de su marido.
Cuando Julián la vio aparecer con la nueva prenda ajustada a su cuerpo estaba tomando un café muy caliente, casi hirviendo, como siempre solía hacer, y por poco se quema de la impresión que se llevó al ver a su mujer de aquella guisa. En primer lugar se atragantó; y, a continuación, estalló en carcajadas:
—Pero, chiquilla, ¿esto qué es? ¿Tú te has mirado bien al espejo? A mí me da mucha fatiga de que te presentes así delante de la gente, con esos pechos en la boca, como si fueras una mocita. ¡Y con el pedazo de mostrador que tienes! ¿Qué van a pensar de ti? ¿Y de mí, que soy tu esposo y te lo consiento…?
Antoñillo, uno de los hijos pequeños, entró en ese momento a desayunar y se quedó absorto.
—Madre, СКАЧАТЬ