Название: Crimen y castigo
Автор: Fiódor Dostoyevski
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211355
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Raskolnikof estaba jadeando. Durante un instante estuvo dudando. “¿No será mejor que me marche?”. Pero ni siquiera respondió a esta pregunta. Colocó el oído a la puerta y no escuchó nada: reinaba un silencio sepulcral en el departamento de Aleña Ivanovna. Entonces, su atención se desvió hacia la escalera: se mantuvo un instante paralizado, atento al más mínimo ruido que pudiera proceder de abajo...
Después miró hacia todas partes y comprobó que el hacha se encontraba en su lugar. Inmediatamente se preguntó: “¿No estaré excesivamente pálido..., excesivamente perturbado? ¡Esa anciana es tan desconfiada! Quizá me convendría aguardar hasta serenarme un poco”. Pero lejos de normalizarse, los latidos de su corazón cada vez eran más fuertes... Ya no pudo controlarse: extendió la mano lentamente hacia el cordón de la campanilla lentamente y tiró de él. Luego de un instante insistió con fuerza.
Nadie respondió, pero no llamó de nuevo: además de no llevar a nada, habría sido una actitud muy torpe. Era indudable que la anciana se encontraba en casa, pero era desconfiada y seguro estaba sola. Comenzaba a conocer sus hábitos...
Nuevamente colocó el oído en la puerta y... ¿Sería que en esos instantes sus sentidos se habían agudizado (algo improbable) o el ruido que escuchó fue totalmente perceptible? De lo que estuvo seguro es de que sintió que una mano se apoyaba en el pestillo, al tiempo que rozaba la puerta el borde de un vestido. Era notorio que al otro lado de la puerta, una persona hacía lo mismo que él estaba haciendo por el lado externo. Raskolnikof movió los pies y rezongó unas frases para no dar la impresión de que deseaba ocultarse. Después, por tercera ocasión, tiró del cordón de la campanilla, sin furia alguna, discretamente, con la finalidad de no dejar evidenciar la más mínima impaciencia. En él este instante dejaría un recuerdo que nunca podría borrar. Y cuando, más adelante, acudía a su mente con perfecta claridad, no entendía cómo pudo desarrollar tanta astucia en ese instante en que su inteligencia parecía apagarse y su cuerpo inmovilizarse... Después de un momento escuchó que alguien estaba descorriendo el pasador.
Capítulo VII
Raskolnikof, igual que cuando estuvo allí anteriormente, se dio cuenta de que se entreabría la puerta y que en la angosta rendija aparecían dos ojos penetrantes que, desde la oscuridad, lo veían desconfiadamente.
El muchacho en este instante, perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que casi echó todo por la borda.
Sintiendo temor de que la anciana, aterrorizada ante la idea de encontrarse a solas con un individuo cuya apariencia no tenía nada de tranquilizadora, tratara de cerrar la puerta mediante un fuerte tirón, Raskolnikof lo impidió. La usurera quedó inmóvil, sin embargo, no soltó el pestillo, pese a que faltó muy poco para que se cayera. Luego, dándose cuenta de que la anciana se mantenía tercamente en el umbral para no dejarlo pasar, él se fue directo a ella. Aterrada, Aleña Ivanovna dio un brinco atrás y trató de decir algo. Pero no logró pronunciar una sola palabra y, con los ojos muy abiertos, se quedó mirando al muchacho.
—Aleña Ivanovna, muy buenas tardes —comenzó a decir en el tono más indiferente posible. Pero fueron inútiles todos sus esfuerzos: las manos le temblaban, hablaba con voz entrecortada—. Aquí le traigo..., le traigo... algo para empeñar... Pero vamos a entrar: deseo que la mire a la luz.
Y, sin esperar a que la anciana lo invitara, entró en el apartamento. Ella, soltando la lengua, corrió detrás de él.
—¡Escuche! ¿Usted quién es? ¿Qué quiere?
—Usted ya me conoce, Aleña Ivanovna. Yo soy Raskolnikof... Tome, aquí tiene eso de lo que le hablé el otro día cuando vine a verla.
Le daba el pequeño paquete. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero cambió de opinión de inmediato. Alzó los ojos y los fijó en el intruso. Lo miró penetrantemente, con un gesto de recelo y enojo. Transcurrió un minuto. Raskolnikof incluso pensó adivinar un rayo de burla en esos pequeños ojos, como si la anciana lo hubiese descubierto todo.
Se dio cuenta de que estaba perdiendo la serenidad, que tenía temor, tanto, que habría escapado si se hubiese prolongado medio minuto más ese mudo escrutinio.
—¿Por qué me mira de esa manera, como si no me conociera? —dijo Raskolnikof de repente, enojado también—. Si este objeto le conviene, lo toma; si no, iré a otro lugar. No voy a perder el tiempo.
Esto lo dijo sin lograr dominarse, muy a pesar suyo, pero su actitud decidida pareció espantar la desconfianza de Aleña Ivanovna.
—¡Es que lo presentaste de una forma!
Y, viendo el pequeño paquete, preguntó:
—¿Qué me traes aquí?
—Es una pitillera de plata. La última vez que estuve aquí le hablé de ella.
Aleña Ivanovna extendió la mano.
—Pero, ¿qué te sucede? Las manos te tiemblan, estás lívido. ¿Estas enfermo?
—Sí, tengo algo de fiebre —contestó Raskolnikof con voz agitada. Y agregó, con un notorio esfuerzo—: ¿Cómo no voy a estar lívido si no he comido?
Lo abandonaban nuevamente las fuerzas, pero su respuesta pareció franca. La vieja le quitó el pequeño paquete de las manos.
—Pero ¿y esto qué es? —preguntó de nuevo, tanteándolo y dirigiendo otra vez una prolongada y penetrante mirada a Raskolnikof.
—Es una pitillera... de plata... Mírela.
—Pero esto no parece que sea de plata... ¡La has atado muy bien!
Se aproximó a la lámpara (pese al calor agobiante, todas las ventanas se encontraban cerradas) y comenzó a luchar por desanudar el envoltorio, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él por el momento.
El joven se desabrochó el sobretodo y extrajo el hacha del nudo corredizo, pero, empuñándola con la mano derecha, la dejó debajo del abrigo. Sentía una enorme debilidad y un entumecimiento progresivo en ambas manos. Estaba temiendo que se le cayera el hacha. De repente, la cabeza comenzó a darle vueltas.
—Pero ¿cómo diablos ataste esto? ¡Vaya un auténtico enredo! —dijo la anciana, volteando un poco la cabeza hacia el muchacho.
No podía perder ni un segundo. Extrajo el hacha de debajo del sobretodo, la alzó con ambas manos y, con un movimiento casi automático, sin violencia, dejó que cayera sobre la cabeza de la anciana.
Raskolnikof pensó que las fuerzas lo abandonaron para siempre, pero se dio cuenta de que las recobraba después de haber dado el hachazo.
Como era habitual, la anciana no llevaba nada en la cabeza. Grises, ralos, empapados en aceite, sus cabellos se unían en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que se mantenía fija en la nuca gracias a un pedazo de peine de asta. El hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza, porque era de baja estatura. La anciana gritó débilmente y perdió el equilibrio. Solamente tuvo tiempo para sujetarse la cabeza con las manos. Todavía en una de ellas tenía el pequeño paquete. Con todas sus fuerzas, Raskolnikof le dio dos nuevos hachazos en el mismo lugar y la sangre brotó a borbotones, como de una vasija que se hubiera roto. El СКАЧАТЬ