Название: Crimen y castigo
Автор: Fiódor Dostoyevski
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211355
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En el instante de llevar a cabo el crimen, el delincuente se encontraba afectado de una pérdida de raciocinio y de voluntad, a los que reemplazaba una especie de falta de conciencia infantil, realmente monstruosa, justamente en el instante en que la sensatez y la prudencia le eran más necesarias. Este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad los atribuía a una enfermedad que evolucionaba poco a poco, llegaba a su máxima intensidad poco antes de la consumación del crimen, permanecía en un estado estacionario durante su realización y hasta después de un tiempo (el plazo dependía de la persona), y finalizaba como finalizan todas las enfermedades.
Raskolnikof se preguntaba si esta enfermedad era la que originaba el crimen o si, por su misma naturaleza, el crimen llevaba consigo fenómenos que se podrían confundir con los síntomas patológicos. Sin embargo, no era capaz de solucionar este problema.
Después de razonar de esta manera, se dijo que él se encontraba protegido de semejantes perturbaciones morbosas y que mantendría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la realización del proyecto, por la simple razón de que este proyecto no era un crimen. No mostraremos las diversas reflexiones que lo condujeron a esta conclusión. Solamente comentaremos que los problemas puramente materiales, la parte práctica de la cuestión, le angustiaba muy poco.
“Sería suficiente —pensaba— con que mantenga toda mi lucidez y toda mi fuerza de voluntad en el instante de ejecutar la empresa. Entonces es cuando se tendrá que analizar incluso los detalles más mínimos”.
Pero este instante no llegaba jamás, por la simple razón de que Raskolnikof se sentía incapaz de tomar una decisión definitiva. De esa forma, cuando sonó la hora de actuar, todo le pareció asombroso, inesperado como un producto del azar, de la casualidad.
Antes de que finalizara de descender la escalera, ya un detalle intrascendente lo había desconcertado. Cuando llegó al rellano donde se encontraba la cocina de la dueña de la casa, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, vio furtivamente al interior y se preguntó si, aunque Nastasia no estuviera allí, la patrona no se encontraría en la cocina. Y aunque no se encontrara en la cocina, sino en su cuarto, ¿la puerta la tendría bien cerrada? Si no era así, podría verlo en el instante en que él cogiera el hacha.
Después de estas suposiciones se quedó inmóvil cuando vio que Nastasia se encontraba en la cocina y, además, trabajando. Estaba sacando ropa de un cesto y la tendía en una cuerda. Cuando apareció Raskolnikof, la criada se volvió y lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Él pasó simulando no haber notado nada. No había ninguna duda: se quedó sin hacha. Lo afligió hondamente este contratiempo.
“¿De dónde me saqué yo —se preguntaba al tiempo que descendía los últimos escalones— que era seguro que a esta hora Nastasia se habría ido?”. Estaba desanimado; incluso sentía mucha humillación. Su furia lo llevaba a mofarse de sí mismo. En él hervía una rabia sorda, salvaje.
Cuando llegó a la entrada se detuvo muy indeciso. No lo seducía la idea de ir a caminar sin rumbo, y todavía menos la de regresar a su cuarto. “¡Haber perdido una oportunidad tan maravillosa!”, susurró, aun paralizado y vacilante, ante la sombría garita del portero, cuya puerta se encontraba abierta. De repente sintió un estremecimiento. A dos pasos de él, en el interior de la garita, debajo de un banco que estaba a la izquierda, un objeto resplandecía... Raskolnikof miró alrededor de él. Nadie. Se aproximó a la puerta caminando de puntillas, bajó los dos escalones del umbral y, con voz débil y muy baja, llamó al portero.
“No se encuentra. Pero no debe estar muy lejos, ya que dejó abierta la puerta”.
Se abalanzó sobre el hacha (ya que el objeto resplandeciente era un hacha), la extrajo de debajo del banco, donde se encontraba entre dos leños. De inmediato la colgó en el nudo corredizo, metió las manos en los bolsillos del sobretodo y abandonó la garita. Nadie lo vio.
“Quien me ayuda no es mi inteligencia, sino el demonio”, pensó con una rara sonrisa.
Esta dichosa casualidad lo animó sorpresivamente. Cuando se encontró en la calle, comenzó a caminar tranquilamente, sin apuros, con la finalidad de no levantar sospechas. Veía apenas a los transeúntes y, por supuesto, en ninguno fijaba su mirada; quería pasar lo más inadvertido posible.
De repente recordó que su sombrero atraía las miradas de la personas.
“¡Pero qué imbécil he sido! Tenía dinero anteayer: me pude comprar una gorra”.
Y agregó una maldición que le brotó de lo más profundo.
Casualmente, su mirada se dirigió al interior de una tienda y miró un reloj que indicaba las siete y diez minutos. No podía perder tiempo. No obstante, tenía que dar un rodeo, ya que deseaba entrar por la parte posterior de la casa.
Cuando recientemente pensaba en la circunstancia en que se encontraba en ese instante, se imaginaba que se sentiría aterrorizado. Pero en este momento veía que no era de esa manera: no sentía temor alguno. Por su cabeza desfilaban ideas, breves, fugitivas, que no tenían nada que ver con su plan. Al pasar frente a los jardines Iusupof pensó que en sus plazas debían construirse fuentes monumentales para refrescar el ambiente, e inmediatamente comenzó a suponer que si el Jardín de Verano se prolongara hasta el Campo de Marte, e incluso se uniera al parque Miguel, con ello la ciudad ganaría mucho. Después se hizo una pregunta muy interesante: ¿por qué las personas que viven en las grandes poblaciones tienen la predisposición, incluso cuando no las obliga la necesidad, a habitar en los barrios que no poseen jardines y fuentes, sucios, llenos de basuras y en consecuencia, pestilentes? Entonces vinieron a su memoria sus paseos por la plaza del Mercado y regresó a la realidad momentáneamente.
“¡A uno se le ocurren unas cosas tan absurdas! Es preferible no pensar en nada”.
No obstante, inmediatamente, como en un rayo de lucidez, se dijo:
“Sin duda, así les sucede a los condenados a morir: cuando los conducen al sitio de la ejecución, a todo lo que miran en su camino se aferran mentalmente”.
Sin embargo, rechazó este pensamiento de inmediato.
Ya se encontraba muy cerca. Ya podía ver la casa. Allí se encontraba su gran puerta cochera...
Un reloj dio una campanada en ese momento.
“No es posible. ¿Ya son las siete y media? Va adelantado ese reloj.
Pero en esta ocasión también tuvo mucha suerte. Como si el asunto fuera premeditado, en el instante en que él llegó frente a la casa por la gran puerta iba entrando un carro lleno de heno. Raskolnikof se aproximó a su lado derecho y logró entrar sin que lo viera nadie. Al otro lado del coche estaban unas personas que peleaban: escuchó sus voces. Sin embargo, él no vio a nadie ni nadie lo vio. Se encontraban abiertas varias de las ventanas que daban al gran patio, pero él no alzó la mirada: no se arriesgó... A la derecha de la puerta estaba la escalera que llevaba a casa de Aleña Ivanovna. Raskolnikof caminó hacia ella y se paró, con la mano en el corazón, como si deseara detener sus latidos. En el nudo corredizo aseguró el hacha, afinó el oído y comenzó a ascender, lentamente, de manera sigilosa. No se encontraba nadie allí. Estaban cerradas las puertas. Pero cuando llegó al segundo piso se dio cuenta de que una estaba completamente abierta. Pertenecía a un apartamento deshabitado, en el que unos pintores estaban trabajando. Ellos ni siquiera miraron a Raskolnikof. Pero él se detuvo un instante y pensó: “Aunque sobre este hay dos pisos, habría sido mejor que esos individuos no estuvieran aquí”.
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