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el ojo. Supongo que debes de tener dinero de sobra, dice el viejo. Como no tienes hijos… ¿Quiere que le preste, verdad?, digo. Él ríe. Dice que no con la cabeza. Yo, no, contesta. Pero a tu amigo Geoff podría interesarle. Tiene deudas. Compras a plazos. Hipoteca. Dos hijos. No tardará en ir a pedirte limosna a la puerta de casa. A menos que vuelva a trabajar, dice el joven. El viejo asiente con la cabeza. Volverá, dice. Por eso quiere que haya una votación. ¿Y tú?, pregunta el joven. ¿Quieres que haya una votación? Claro que quiere, comenta el viejo. A nuestro Martin le encanta la democracia. Votó a los tories el año pasado. Vaya, qué sorpresa, dice el joven sonriendo. Y aquí estamos, tres buenos tories charlando en una comisaría de policía. No voté, digo. El viejo ríe en mis narices. Mentiroso, dice. No miento. Sí que mientes. No miento. Mientes, dice. Debes de mentir, porque me han dicho que no te acuse. Me han dicho que te suelte. Ahora miente usted, digo. Él niega con la cabeza. Miente, repito. Sé que miente. Quédate si te apetece, dice él. Me da igual. Me levanto despacio. Él asiente con la cabeza. Pete Cox te espera fuera, dice. Él te llevará a casa. Me dirijo a la puerta. Sonríen. Me dicen adiós con la mano. No sé qué estás haciendo, dice el joven, pero sigue así. Pete me lleva a casa. Me deja en la puerta. No le invito a entrar. Creo que se puede armar una gorda. Abro la puerta. La casa está en silencio. Entro en la cocina. Cath no está. Día 36. No se puede hablar con ella. O grita y monta un número o se queda tumbada en la cama llorando. Los piquetes son un alivio, y eso es mucho decir esta semana. El de Babbington fue un piquete de masas. Dos o tres mil personas. Un empujón tremendo. Crr, crr. Un montón de detenciones. Sonrían. Las cámaras otra vez preparadas. Pete nos dijo que nos quedáramos atrás después de lo que había pasado el fin de semana. Hoy toca en Agecroft, en Lancashire. Mañana iremos a Sheffield a la gran reunión. No hay rastro de Geoff. Pete dice que lo pusieron en libertad bajo fianza, pero que no puede entrar en Nottingham. Su mujer se subió por las paredes. Pobre desgraciado. Cuando llegamos a Agecroft hay unos seiscientos. No parece que haya tantos policías, pero se llevan a cualquiera que insulte o grite esquirol… Palabras y conducta amenazantes. A las once y media empiezan a aparecer los del turno de tarde. El inspector deja que seis chicos se acerquen a la verja y les digan que paren de trabajar. No para ni Dios. Como en Nottingham. A todo el mundo le toca los cojones. Entonces empiezan los empujones. El plan consiste en formar un muro humano que cruce la carretera. Al principio tenemos suerte, pero luego la poli se organiza y no hay nada que hacer. Unos cuantos puñetazos. Unas cuantas detenciones. Los esquiroles entran. Unos chicos insultan a un equipo de cámaras de itn cuando vuelven a los coches. A partir de mañana será distinto. Día 37. Sirenas y gritos todo el día… Arthur Scargill, Arthur Scargill, siempre te apoyaremos. Siempre… te… apoyaremos. Se suponía que solo tenían que venir cuatro hombres de cada mina de carbón de la cuenca de Yorkshire. Ni hablar. Hoy, no… No votaremos. No nos venderemos… Es el momento de ver quién es quién. Cuatro mil tíos alrededor del bloque de pisos de St. James… La Guardia Roja […]
La sexta semana
lunes 9-domingo 15 de abril de 1984
Cabrones. La cara oculta de una luna chunga y jodida. El Mecánico conduce a través de la noche. De norte a sur. Cabronazos. Los perros en la parte trasera. Llega a Worcester al amanecer. Aparca delante del bungaló. Recorre el camino de entrada. Aporrea la puerta…
No levanta el dedo del timbre.
—¿Quién es? ¿Qué quieres? —grita alguien desde dentro.
—Quiero hablar con Vince.
—No está aquí.
—¿Dónde está?
Se oyen susurros detrás de la puerta.
—¿Quién es? —pregunta alguien.
—Su amigo, David Johnson. Tengo que hablar con él. Es importante.
La puerta se abre. Su mujer y su hijo adolescente miran fijamente. Sacuden la cabeza.
—¿Dónde está? —vuelve a preguntar el Mecánico.
—Se ha ido —dice su mujer—. Nos ha dejado.
—¿Adónde?
Ella niega con la cabeza.
—Pregúntale a Joyce Collins —contesta.
El Mecánico asiente con la cabeza.
—Gracias —dice.
Ella cierra la puerta de golpe.
El Mecánico vuelve por el camino de entrada. Sube al coche. Se dirige a Detectives Diamond. Aparca entre los taxis. Enciende la radio. Espera…
Agarra el volante con las manos…
Fuerte.
A las ocho y media, Joyce para en su Fiat. Baja del vehículo. Abre la oficina. Entra. Enciende las luces.
El Mecánico apaga la radio. Baja del coche. Deja atrás los taxis. Entra en la oficina…
Joyce está llenando un hervidor eléctrico en el fregadero del fondo.
El Mecánico no llama.
—¿Dónde está? —dice.
Ella se da la vuelta. Se le cae el hervidor en el fregadero. Rompe a llorar.
—¿Dónde está, cielo?
—No lo sé —contesta ella llorando—. Se ha ido.
El Mecánico la rodea con el brazo. Se sienta detrás de una de las mesas.
—¿Cuándo? —pregunta.
Ella tiene los codos apoyados en la mesa. La cabeza entre las manos.
—La semana pasada —dice.
—¿Qué pasó, cielo?
Ella desliza las manos por su cara.
—Vinieron unos hombres —dice.
—¿Se lo llevaron?
—No —responde ella.
—¿Huyó?
Ella asiente con la cabeza. Lo mira.
—Es por lo de Shrewsbury, ¿verdad? —dice.
El Mecánico se lleva un dedo a los labios. Se acerca a las tomas de los teléfonos y los desconecta. Se aproxima a los ficheros y registra los archivos. Encuentra los tres archivos que le interesan. Se acerca a las mesas y registra los cajones. Encuentra dos llaveros, un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas. Se aproxima a la ventana. Mira a un lado y otro de la calle. Señala la puerta…
Ella asiente con la cabeza. Se seca los ojos. Sale.
El Mecánico se pone detrás de la mesa de Vince Taylor. Enciende un cigarrillo. Lo lanza al cubo de basura. Ve cómo arde. Recoge el bolso de Joyce. Sale. Le da a Joyce su bolso.
—¿Adónde vamos? —pregunta ella.
El Mecánico se lleva otra vez un dedo a los labios. Ella asiente otra vez con la cabeza.
Pasan por delante de los taxis. Suben a su
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