Destinos cruzados. Кэрол Мортимер
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Название: Destinos cruzados

Автор: Кэрол Мортимер

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Julia

isbn: 9788413751252

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СКАЧАТЬ había quedado sin trabajo otra vez. Todo lo que había hecho después de acabar la Escuela de Interpretación era un papelito mínimo en una película y una obra de teatro que habían bajado de cartel después de tres semanas.

      —Yo que tú, no me dormiría ahí —le dijo el hombre burlonamente, interrumpiendo su soledad una vez más e indicándole con ello que no se había ido.

      —Mire, le agradezco el consejo —le espetó con sarcasmo—. Pero haré lo que me venga en… —se quedó muda cuando finalmente giró la cabeza para mirar a su verdugo. ¡No! ¡No podía ser! ¡Ese hombre era…—. ¡Usted! ¡Yo…! —su exclamación de sorpresa se hundió en un remolino de agua, ya que, al girarse bruscamente para mirarlo de frente, la colchoneta se volcó, arrojándola al agua.

      ¡Ese hombre! ¡Lo conocía! No, no lo conocía, lo que pasaba era que… Cielos, el sabor del agua era horrible. Y parecía que se la estaba tragando toda, era… Tenía que subir a la superficie. Se estaba hundiendo hasta el fondo y…

      De repente, hubo un movimiento en el agua a su lado y la fuerza de un brazo alrededor de su cintura que la arrastraba rudamente a la superficie. Habría podido comenzar a nadar entonces, pero ese brazo parecía de acero, obligándola a ponerse de espaldas mientras la llevaba hacia el borde de la piscina y la empujaba sin ceremonias, sacándola del agua. Cuando iba a abrir la boca para protestar, la giró boca abajo y le comenzó a dar golpes en la espalda.

      —¡Basta! —logró gritar sin aliento, haciendo aspavientos con los brazos mientras intentaba detener los dolorosos puñetazos en la espalda—. ¡Me está haciendo daño! —gritó impotente.

      —¡Haciéndole daño! —repitió él rudamente, dándole la vuelta y poniéndola de espaldas, una rodilla a cada lado de su cuerpo mientras el agua que le chorreaba del cuerpo le caía a ella encima—. ¡Me gustaría darle una azotaina! —exclamó, con la cara contraída por el enfado—. ¿Eres tonta, meterte en una piscina sola cuando ni siquiera puedes nadar? Retiro lo que dije de la sirena. ¡Pareces una ballena encallada en la playa en este momento!

      Ella abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar. Ese hombre parecía capaz de llevar a cabo su amenaza de darle unas palmadas. Lo cual no era sorprendente, ya que se había tirado al agua totalmente vestido para salvarla. No, no debía reírse, porque entonces sí que él le daría la azotaina. Ese no era el momento de verle el lado gracioso, tendría que esperar.

      —¡Qué delicado de su parte! —dijo ella con ironía—. Contrariamente a lo que usted pueda pensar, sé nadar. Muy bien, por cierto —lo que pasaba era que la había sorprendido tanto la identidad de ese hombre que se había olvidado de nadar.

      Gideon Byrne. El director de cine ganador de un Oscar. Ella misma lo había visto por la tele levantarse para recibir la estatuilla y dar un breve discurso de agradecimiento. Alto y moreno, con ojos gris metálico, tenía una presencia que hubiese sido magnética en una película o en el escenario, pero había elegido usar su talento detrás de las cámaras. Se hallaba tan lejos de ella en el mundo del cine como el sol se hallaba de la luna, ¡y ella lo había estado tratando como si no fuese más que un intruso irritante!

      —Entonces, supongo que en esta ocasión has perdido el sentido de la dirección, porque te dirigías al fondo de la piscina, no a la superficie! —se mofó disgustado, levantándose para sentarse al borde de la piscina mientras se pasaba la mano por el cabello mojado.

      Ella se dio cuenta de su propio aspecto desarreglado: el cabello rubio, una masa enredada que le caía por los hombros y la espalda, el biquini, apenas cubriéndola. Se puso de pie con un fluido movimiento, acercándose a la tumbona donde había dejado su albornoz al bajar. Al cubrirse con él, entró en calor inmediatamente y se sintió más dispuesta a lidiar con la situación.

      —Lo siento mucho, señor Byrne —se disculpó—, yo…

      —¿Sabes quién soy? —le espetó rudamente y le lanzó una mirada fría y acusadora.

      —Por supuesto —reconoció ella con naturalidad—, ¿acaso no lo sabe todo el mundo? —añadió alegremente al ver que él la seguía mirando con enfado.

      Después de su éxito el año pasado, se habían publicado fotos y artículos de él en todos los periódicos. Lo cierto era que siempre salía con cara de enfado en las fotos, haciéndola pensar que era porque no le gustaba que le sacasen fotos, pero no era tan diferente en la realidad, se dio cuenta con ironía. Quizás nunca sonreía, después de todo…

      —Que yo sepa, no —descartó con frialdad, poniéndose de pie.

      Llevaba vaqueros negros y una camisa de color gris pálido, de seda, si no se equivocaba. Y tenía las dos prendas pegadas al cuerpo con el agua que las empapaba, revelando lo masculino que era, con hombros anchos y poderosos, estómago plano y caderas estrechas. Estaría incomodísimo, y todo por pensar que se estaba ahogando.

      —Subestima su fama, señor Byrne —le respondió sin darle demasiada importancia—. Creo que tendría que quitarse esa ropa mojada —sugirió, con una mueca de culpabilidad—, antes de que pille una pulmonía.

      —No lo creo posible con este calor —dijo, pero comenzó a desabrocharse la camisa, desvelando el oscuro vello que le cubría el ancho pecho al quitársela y tirarla al suelo antes de desabrocharse los vaqueros, obviamente con intención de hacer lo mismo con ellos.

      Por más que tuviese veintidós años y no fuese totalmente ingenua en lo que a hombres se refería, no estaba acostumbrada a que los desconocidos se desnudasen frente a ella.

      —Ejem, creo que tío Edgar dejó uno de sus albornoces en el vestuario —se dio la vuelta incómoda—. Iré e ver —dijo, alejándose con prisa, las mejillas ruborizadas de la vergüenza mientras Gideon Byrne seguía quitándose los vaqueros. Era cierto que llevaba calzoncillos negros debajo, pero eso no era ninguna garantía de que se los fuese a dejar puestos.

      Gideon Byrne, pensó nerviosa mientras corría hacia los vestuarios, intentando recordar exactamente lo que había leído sobre él en los periódicos el año anterior. Treinta y ocho, cabello castaño oscuro, ojos grises, soltero, el único hijo del hacía años fallecido actor John Byrne…

      Pero ninguno de esos datos la habría preparado para el hombre de carne y hueso. ¿Cómo podrían los periódicos describir el aura de energía que lo rodeaba, o el cinismo que teñía cada una de sus palabras?

      Bueno, al menos había logrado encontrar la cura contra el desfase horario: ¡una dosis de Gideon Byrne y todo el cansancio de su viaje había desaparecido!

      El tío Edgar no le había mencionado que tenía un invitado tan famoso alojado allí cuando la fue a buscar al aeropuerto, ni tampoco en la casa luego. Habría estado más preparada. Sin embargo, no se hallaba más preparada para la belleza de su cuerpo viril cuando volvió con el albornoz, aunque, gracias a Dios, él no se había quitado los calzoncillos.

      Supuso que mediría más de un metro ochenta y cinco, ya que parecía que le sacaba bastante, y ella medía uno setenta y cinco. Su musculoso cuerpo estaba profundamente bronceado y cubierto por un leve vello oscuro que se hacía más espeso en el pecho. ¡Era guapísimo!

      —Gracias.

      —Perdón —murmuró incómoda, metiendo las manos en los bolsillos de su albornoz en cuanto él agarró el que le alargaba para cubrir su casi completa desnudez.

      —¿Tío Edgar? —levantó las cejas interrogantes СКАЧАТЬ