La entreplanta. Nicholson Baker
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Название: La entreplanta

Автор: Nicholson Baker

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788412305982

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СКАЧАТЬ los cuales, al igual que la pareja de raíles bajo las ruedas del tren, los fuerzan a seguir un camino predeterminado, y de que se parecían a los brazos fonocaptores de los tocadiscos en que ambas máquinas, a grandes rasgos del mismo tamaño, hacen puntiagudo contacto con sus respectivos medios de almacenamiento de información. (En el caso del brazo fonocaptor, la aguja recupera la información, mientras que en el caso de la grapadora, la grapa la sujeta en tanto unidad –el pedido, los documentos del envío, la factura: pum, grapados, una unidad; la carta de reclamación, las copias de los cheques anulados y de los recibos, la carta de disculpas recibida: pum, grapada, una unidad; una secuencia de memorandos y télex que contiene la historia de alguna controversia interdepartamental: pum, grapada, una controversia–. En los antiguos problemas grapados, uno puede ver esas marquitas como de vacuna contra la tuberculosis en la esquina superior izquierda donde las grapas han sido retiradas y repuestas, retiradas y repuestas, conforme el problema –incluso los agujeros de grapa de dicho problema– se copiaba y se reexpedía a otros departamentos de cara a medidas, copias y grapado adicionales). Y entonces dio comienzo la gran era de lo cuadrado: el sistema BART era el ideal para los trenes, mientras que los tocadiscos de AR y de Bang & Olufsen se volvieron angulares –¡se acabaron esos bulbos de plástico color crema!–. Otra vez el personal de Bates y de Swingline se subieron al carro, librando a sus aparatos de toda curvatura atenuante y ofertando el negro antes que el pardo, de textura tan interesante. Y ahora, cómo no, los trenes de alta velocidad de Francia y Japón han regresado a los perfiles aerodinámicos que evocan las ciudades del futuro de las portadas de Popular Science en los cincuenta; y las grapadoras no tardarán en incorporar también un atemperado copete a lo pompadour. Por desgracia, el estilístico progreso del brazo fonocaptor se ha ralentizado, porque todos los compradores que apreciarían una puesta al día del realismo soviético en el diseño están comprando reproductores de CD: su inspiradora era se acabó.

      Capítulo Tres

      Progresos como aquel no volvieron a darse hasta después de cumplir los veinte. El cuarto de los ocho avances que he enumerado (para ponernos rápidamente al día, antes de regresar a los cordones rotos) llegó cuando aprendí en la facultad que L. se cepillaba la lengua además de los dientes. Siempre me había imaginado que cepillarse los dientes era una actividad que se ceñía estrictamente a los dientes, puede que a las encías –pero había tenido a veces dudas fugaces sobre si limpiar tan solo aquellas partes de la boca combatiera de verdad la fuente del mal aliento, que yo sostenía que era la lengua–. Desarrollé el hábito de fingir que tosía, ahuecando la mano delante de los labios para olisquearme el aliento; cuando los resultados me desagradaban, me comía un apio. Pero poco después de empezar a salir con L., ella, encogiéndose de hombros como si aquello fuese una cuestión de dominio público, me contó que se cepillaba la lengua todos los días, con su cepillo de dientes. Al principio me estremecí del asco, pero estaba muy impresionado. Hasta que no pasaron tres años no empecé a cepillarme la lengua yo también de manera regular. Para cuando se me rompió el cordón, me cepillaba de manera regular no solo la lengua sino también el cielo de la boca –y no exagero cuando digo que supone un gran cambio en mi vida.

      El quinto gran avance fue mi descubrimiento de un modo de aplicarme el desodorante por las mañanas vestido del todo, un incidente que describiré con mayor detalle más adelante, ya que sucedió la misma mañana en la que me convertí en un adulto. (En mi caso, la adultez en sí misma no supuso ningún avance, si bien fue una útil baliza).

      Mi segundo apartamento después de la facultad fue el escenario del sexto avance. La habitación tenía el suelo de tarima. Alguien del trabajo (Sue) me dijo que se sentía alicaída, pero que se iba a ir a casa a limpiar el apartamento, porque eso siempre la animaba. Yo pensé, ¡qué extraño, qué manierista, qué interesantemente contrario a mis propios principios y prácticas, limpiar adrede tu apartamento para alterar tu humor! Unas semanas más tarde, llegué a casa un domingo por la tarde después de haberme quedado a dormir en el apartamento de L. Estaba extremadamente contento, y tras varios minutos leyendo, me levanté con el propósito de limpiar mi habitación. (Vivía en una casa con otras cuatro personas, de ahí que tuviese una sola habitación que fuese de verdad mía). Recogí prendas de ropa y tiré a la basura varios papeles; luego me pregunté qué sería lo que personas como L., o la mujer alicaída del trabajo, hacían después. Barrían. En el armario de la cocina encontré una escoba prácticamente nueva (no uno de esos diseños actuales con barbas sintéticas cortadas en diagonal de modo uniforme, sino una igualita a los modelos con los que me había criado, con ramitas doradas y como plisadas unidas a un mango azul por un alambre plateado enrollado a la perfección) que había comprado uno de mis compañeros de piso. Me puse manos a la obra, con el recuerdo de toda una cadena de descubrimientos subsidiarios de la niñez, como utilizar una de las pecheras de cartón de las camisas de mi padre a modo de recogedor, y abrazando la escoba con la axila a fin de barrer el polvo con una mano hasta el cartón; y descubrí que el acto de barrer alrededor de las patas de la silla y de las ruedecitas del mueble del estéreo y de las esquinas de la librería, perfilándolas con las pasadas en curva de mi escoba, como si estuviese poniendo cada pata de la silla y cada ruedecita y cada jamba entre comillas, hacía que viera aquellos elementos familiares de mi cuarto con renovada receptividad. El teléfono sonó justo mientras estaba barriendo una última pila de polvo, monedas y viejos tapones de los oídos –el momento en el que la habitación estaba de lo más limpia, porque la pila que acababa de juntar seguía allí como testimonio–. Era L. Le dije que estaba barriendo mi cuarto y que aun así me sentía muy contento, ¡eso de barrer me ponía extremadamente contento! Ella dijo que también acababa de barrer su apartamento. Dijo que para ella lo mejor era barrer el polvo hasta el recogedor, y que esas líneas grises como hechas con regla de residuo superfino, una tras otra, fuesen disminuyendo de grosor hacia la invisibilidad, pero sin jamás desaparecer del todo, según ibas retirando el recogedor. Tomé el hecho de que hubiésemos decidido de manera independiente barrer nuestros apartamentos aquella tarde de domingo después de haber pasado juntos el fin de semana como la prueba más sólida de que estábamos hechos el uno para el otro. Y de ahí en adelante cuando leía las cosas que sostuvo Samuel Johnson sobre lo mortífero del esparcimiento y los edificantes efectos de la industria, siempre asentía con la cabeza y pensaba en las escobas.

      El avance número siete, que sucedió no mucho después del domingo de escobas, vino ocasionado por haber encargado un sello de caucho con mi nombre y mi dirección a una tienda de material de oficina, para así no tener que escribir una y otra vez mis señas cuando pagaba las facturas. Aquel día había llevado algunas cosas a la tintorería, y el día anterior había llevado a un lejano suburbio varias sillas que L. había heredado de una tía para que unos ciegos les repararan las partes de mimbre; también había escrito a mis abuelos, y había encargado una transcripción de uno de los programas de MacNeil y Lehrer en el que uno de los entrevistados había dicho cosas que representaban con particular claridad un modo de pensar con el cual yo discrepaba, y había solicitado a Penguin, tal como sugerían en la contra de todos sus libros de bolsillo, una «lista completa de títulos disponibles»; dos días antes había llevado mis zapatos СКАЧАТЬ