La entreplanta. Nicholson Baker
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Название: La entreplanta

Автор: Nicholson Baker

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788412305982

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СКАЧАТЬ y en las salas de conferencias apenas usadas seguía la hebra lo bastante afelpada como para conservar las hermosas emes y uves que el personal de noche dejaba a medida que con las pasadas de sus varitas aspiradoras hacían que franjas de penachos limpios de polvo se orientaran en direcciones que absorbían y reflejaban la luz a intervalos. El prácticamente universal enmoquetado de las oficinas debió de acontecer en el transcurso de mi vida, a juzgar por las películas en blanco y negro y los cuadros de Hopper: desde la expansión del enmoquetado, lo único que se oye cuando las personas pasan son sus propios ruidos –el frufrú de sus impermeables, el tintineo de la calderilla, el crujido de sus zapatos, los eficaces resoplidillos que hacen para indicar, a nosotros y a ellos mismos, que están ocupados y que tienen un buen motivo para dirigirse adonde sea, además de la ráfaga cuasisónica de las abrumadoras y fallidas fragancias de las recepcionistas y los ahogos disimulados y las lenguas sacadas y las manos con pulseras llevadas al gaznate que las secretarias perfumadas con mejor gusto intercambian en su estela–. En cada oficina uno o dos individuos (Dave en la mía), que poseen estilos especiales de caminar a zapatazos, puede que aún se las apañen para que sus pisadas se oigan; pero, en general, ahora en el trabajo todos volamos al ras: una mejora enorme, como sabe cualquiera que haya visitado esas zonas de las oficinas que por diversos motivos todavía presentan baldosines de linóleo –cafeterías, salas para el correo, cuartos de ordenadores–. El linóleo resultaba soportable allá cuando la luz incandescente estaba ahí para contrarrestarlo con un brillo mitigador, pero la combinación de fluorescente y linóleo, la cual debió de extenderse durante varios años conforme ambas tendencias se solapaban, no es la más adecuada.

      Pocos minutos antes de las doce, paré de trabajar, tiré mis tapones para los oídos a la papelera y, con mayor cuidado, el remanente de mi café de la mañana –colocándolo en vertical dentro de los foques convergentes de la bolsa del cubo de la basura en la base del receptáculo en sí–. Grapé una copia a carbón de un memorando que alguien me había remitido a una copia de un memorando anterior que había redactado yo sobre la misma materia y en la parte de arriba escribí a mi director, con el mejor de mis garabatos informales, «Abe… ¿sigo machacando a esta gente o lo dejo?». Puse los papeles grapados en una de mis bandejas Eldon, inseguro de si reenviárselos o no a Abelardo. Luego me puse el zapato volteándolo con un toquecito en un lateral, enganchándolo con el pie y sacudiéndolo hasta que encajó. Todo esto lo completé a tientas con el pie; y al encorvarme sobre los papeles de mi escritorio para alcanzar el cordón desatado, experimenté una leve oleada de orgullo por ser capaz de atarme el cordón sin mirar. En ese momento, Dave, Sue y Steve, de camino al almuerzo, me saludaron con la mano al pasar por delante de mi oficina. Como estaba justo en mitad de atarme un zapato, no pude corresponder con desenfado al saludo, así que voceé un sorprendido, un sobrexcitado «¡Que vaya bien, muchachos!». Desaparecieron; tiré bien del cordón izquierdo y bingo, se rompió.

      La curva de incredulidad y resignación que en aquel momento soporté fue del tipo que en la vida provocan cierta clase de sucesos, interrupciones de las rutinas físicas, tales como:

      a) alcanzar el último escalón pero creyendo que todavía falta por subir otro escalón, dando un plantillazo contra el rellano;

      b) tirar del hilo rojo que se supone que abre de par en par el envoltorio de una tirita Band-Aid y liberarlo por completo de este sin desgarrarlo;

      Como consecuencia de la decepción por el cordón roto, irracionalmente, visualicé a Dave, Sue y Steve tal como acababa de verlos y pensé, «¡Alegres gilipollas!» ya que era probable que hubiese roto el cordón por transferir la energía social que había tenido que acopiar yo con el fin de soltarles un amigable «¡Que vaya bien!» desde mi posición agachada de atador-de-cordones a la fuerza que había empleado en tirar del cordón. Por supuesto, se habría roto igualmente antes o después. Era el cordón original, y los zapatos eran los mismos que mi padre me había comprado dos años atrás, justo después de que empezara en este trabajo, el primero tras acabar la facultad –por lo que dicha ruptura supuso una especie de hito sentimental–. Hice rodar hacia atrás mi silla para evaluar los daños, imaginando las sonrisas de mis tres compis de curro esfumándose de golpe si de verdad los hubiera llamado alegres gilipollas y lamentando aquel estallido de mala uva hacia ellos.

      Sin embargo, tan pronto puse la vista en los zapatos, me acordé de una cosa que tendría que haberme chocado en el instante mismo en que se había roto el cordón. El día anterior, mientras me preparaba para irme a trabajar, mi otro cordón, el derecho, también se había roto al tirar bien de él para atarlo, bajo circunstancias muy similares. Lo reparé con un nudo, justo como planeaba hacer con el izquierdo. Fue una sorpresa –algo más que una sorpresa– pensar que después de casi dos años mis cordones derecho e izquierdo pudiesen fallar con menos de dos días de diferencia. Al parecer mi rutina de atarme los cordones era tan invariable y robótica que durante aquellos centenares de mañanas había infligido a ambos cordones idénticos niveles de desgaste. Aquella cercana simultaneidad resultaba de lo más excitante –lograba que las variables СКАЧАТЬ