Название: Eso no puede pasar aquí
Автор: Sinclair Lewis
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: A. Machado
isbn: 9788491140191
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MIENTRAS LLEVABA a su mujer a casa y subía Pleasant Hill hacia la residencia de Tasbrough, Doremus Jessup reflexionó sobre el patriotismo epidémico del general Edgeways. Sin embargo, al poco rato lo dejó para quedarse absorto en las colinas, como había sido su costumbre durante los cincuenta y tres años (de los sesenta que tenía) que había vivido en Fort Beulah, en el estado de Vermont.
Aunque oficialmente se trataba de una ciudad, Fort Beulah era un cómodo pueblo formado por edificios de ladrillo rojo antiguo, viejos talleres de granito y casas de listones blancos de madera o pizarra gris, con unos pocos bungalows petulantes, modernos y pequeños de color amarillo o marrón claro. Tenía poca industria: un pequeño molino de lana, una fábrica de puertas y otra de surtidores. El granito, que constituía su producción principal, provenía de las canteras a cuatro millas de distancia; en Fort Beulah mismo solo estaban las oficinas..., todo el dinero... y las precarias casuchas de la mayoría de los trabajadores de las canteras. Era una población de quizá diez mil almas, que vivían en unos veinte mil cuerpos; la proporción de posesión de almas quizá sea demasiado alta.
Solo había algo parecido a un rascacielos en el pueblo: el edificio Tasbrough de seis plantas, donde estaban situadas las oficinas de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, las del Dr. Fowler Greenhill (yerno de Doremus) y su socio el anciano Dr. Olmsted, así como las del abogado Mungo Kitterick, Harry Kindermann (representante de sirope de arce y productos lácteos) y otros treinta o cuarenta “samuráis” del pueblo.
Era una población relajada y somnolienta; una población que rezumaba seguridad y tradición y seguía creyendo en el Día de Acción de Gracias, el 4 de julio y el Día de los Caídos en la Guerra, y en la que el primero de mayo no era una ocasión para montar desfiles de trabajadores, sino para distribuir pequeñas cestas de flores.
Era una noche de mayo, de finales de mayo de 1936, con la luna casi llena. La casa de Doremus estaba a una milla del centro de Fort Beulah, en Pleasant Hill, un espolón que salía de la oscura e imponente masa del monte Terror como una mano extendida. En las crestas, muy por encima de él, podía adivinar los prados típicos de las tierras altas y la luna brillando entre los bosques de píceas, arces y álamos; por debajo, a medida que su automóvil iba subiendo, se veía el arroyo Ethan que fluía a través de los prados. Bosques profundos, imponentes baluartes montañosos, un aire puro como agua de manantial y apacibles casas de tablas de madera que recordaban a la guerra de 1812 y a la niñez de aquellos vermonteses errantes, como Stephen A. Douglas (el “pequeño gigante”), Hiram Powers, Thaddeus Stevens, Brigham Young y el presidente Chester Alan Arthur.
“No. Powers y Arthur eran unos debiluchos”, reflexionó Doremus. “Pero Douglas, Thad Stevens y Brigham, ese viejo semental...
¡Me pregunto si estamos criando algún paladín como aquellos resistentes diablos cascarrabias de antaño! ¿Se estarán criando en algún lugar de Nueva Inglaterra? ¿En algún lugar de América? ¿En algún lugar del mundo? Ellos sí que tenían agallas. Independencia. Hacían y pensaban lo que querían y todo el mundo podía irse al infierno. Los jóvenes de hoy en día... Bueno, los pilotos de aviones tienen bastante coraje. Los físicos, esos doctores de veinticinco años que violan el átomo inviolable, son auténticos pioneros. Pero la mayoría de los jóvenes actuales no tienen personalidad. Van a toda velocidad pero no se dirigen a ninguna parte. ¡Ni siquiera tienen suficiente imaginación como para querer ir a algún lugar! Consiguen su música moviendo un dial. Sacan sus frases de los cómics, en lugar de leer a Shakespeare, la Biblia, Veblen o el viejo Bill Sumner. ¡Fondones que solo comen papilla! ¡Como ese pedante cachorro, Malcolm Tasbrough, que anda rondando a Sissy! ¡Ah!”
“¿No sería horroroso si ese estirado de Edgeways y Gimmitch (esa Mae West de la política) tuvieran razón y realmente necesitáramos todos esos trucos militares, y quizá una estúpida guerra (para conquistar cualquier país húmedo y caluroso que no querríamos ni regalado), para inyectarles algo de entereza y vigor a estas marionetas a las que llamamos hijos nuestros? ¡Ah!”
“Pero, ¡diablos! ¡Estos montes! Como las murallas de un castillo. Y este aire... ¡Que se queden con sus Cotswolds, sus montañas Harz y sus montañas Rocosas! Doremus Jessup: ¡todo un patriota topográfico! Y además soy un...”
“Dormouse, ¿te importaría conducir por el carril derecho de la carretera? ¡Al menos en las curvas!”, rogó su esposa apaciblemente1.
Un pequeño valle de las tierras altas y neblina bajo la luna; un velo de niebla sobre las flores de los manzanos y los pesados ramilletes de un antiguo arbusto de lilas situado junto a las ruinas de una granja... Imágenes grabadas durante estos sesenta años y pico.
El Sr. Francis Tasbrough era el presidente, director general y principal propietario de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, en West Beulah, a cuatro millas de Fort Beulah. Era rico, persuasivo y constantemente tenía problemas con los trabajadores. Vivía en una casa georgiana de ladrillo en Pleasant Hill, un poco más allá de la de Doremus Jessup; dentro albergaba un bar privado tan lujoso como el de cualquier director de publicidad de empresa de automóviles en el próspero barrio de Grosse Point (Detroit). No era el ambiente tradicional propio de Nueva Inglaterra ni el de la zona católica de Boston. Frank presumía de que, aunque su familia había vivido en Nueva Inglaterra durante seis generaciones, él no era un yanqui estricto, excepto en su eficacia y su arte para vender: todo un ejecutivo empresarial panamericano.
Era un hombre alto con bigote rubio y una voz enérgica pero monótona. Tenía cincuenta y cuatro años, seis menos que Doremus Jessup. Cuando era un niño de cuatro años, Doremus le había protegido de las consecuencias derivadas de su mala costumbre, especialmente detestable, que consistía en golpear a los otros chicos pequeños en la cabeza con objetos, todo tipo de objetos, desde palos y camiones de juguete hasta fiambreras y excrementos secos de vaca.
Esta noche, después de la cena de los rotarios, estaban reunidos en su bar privado el propio Frank, Doremus Jessup, el molinero Medary Cole, el director de escuelas Emil Staubmeyer, R. C. Crowley (Roscoe Conkling Crowley, el banquero más importante de Fort Beulah) y, aunque resulte sorprendente, el reverendo Falck, el pastor episcopaliano de Tasbrough, con sus manos de anciano tan delicadas como la porcelana, su pelo salvaje, blanco y suave como la seda, y su rostro espiritual que denotaba haber llevado una buena vida. El Sr. Falck provenía de una sólida familia neoyorquina y había estudiado en Edimburgo y Oxford, así como en el Seminario Teológico General de Nueva York. Aparte del propio Doremus, no había nadie en el valle de Beulah que se refugiara con más satisfacción en las montañas.
El bar había sido decorado profesionalmente por un joven caballero neoyorquino que era interiorista y tenía la peculiar costumbre de quedarse de pie, con la palma de la mano apoyada en la cadera. Contaba con una barra de acero inoxidable, ilustraciones enmarcadas de La Vie Parisienne, mesas plateadas de metal y sillas de aluminio cromado, con cojines de cuero escarlata.
Todos ellos, excepto Tasbrough, Medary Cole (un trepador social para el que los favores de Frank Tasbrough eran como miel e higos maduros) y el “profesor” Emil Staubmeyer, se sentían incómodos en esta elegante jaula de loros, pero a ninguno, incluido el Sr. Falck, parecía desagradarle la soda, el excelente whisky escocés ni los sándwiches de sardinas de Frank.
“Me pregunto si a Thad Stevens le hubiera gustado esto”, pensó Doremus. “Habría gruñido como un viejo lince acorralado. ¡Pero seguro que no habría dicho ni mu acerca del whisky!”
“Doremus”, preguntó Tasbrough, “¿por qué no lo entiendes de una vez? Todos estos años te has divertido mucho criticando. Siempre contra el СКАЧАТЬ