Название: La casa de las almas
Автор: Arthur Machen
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889920
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En el desayuno otra vez volvieron a discutir el tema del cuarto desocupado. La señora Darnell seguía reconociendo que el plan de amueblarlo le resultaba atractivo, mas no veía cómo era posible con diez libras y, como eran gente prudente, no les interesaba mermar sus ahorros. A Edward le pagaban bien: ganaba —contando el trabajo extra en semanas muy ajetreadas— ciento cuarenta libras al año, y Mary había heredado de un viejo tío, padrino suyo, trescientas libras, que habían sido invertidas con prudencia en hipotecas a cuatro y medio por ciento. Sus ingresos totales, entonces, contando el regalo de la tía Marian, eran de ciento cincuenta y ocho libras al año, y estaban libres de deudas, puesto que Darnell había comprado los muebles de la casa con el dinero que había ahorrado los cinco o seis años anteriores. En sus primeros años en la Ciudad sus ingresos, desde luego, eran menores, y en un principio había vivido con mucha libertad, sin pensar siquiera en ahorrar. Los teatros y las salas de conciertos lo atraían y rara vez pasaba una semana sin que asistiera, siempre en platea delantera, a uno u otro, y en ocasiones había comprado fotografías de actrices que le agradaban. Éstas las había quemado con solemnidad cuando se comprometió con Mary. Recordaba muy bien aquella noche; su corazón rebosaba de alegría y asombro, y la casera se había quejado con amargura del mugrero en la chimenea cuando regresó a casa de la Ciudad la noche siguiente. Aun así era dinero perdido, hasta donde podía recordar diez o doce chelines, y más le molestaba reflexionar que, si lo hubiera ahorrado, casi habría alcanzado para comprar un tapete “Oriente” de brillantes colores. Además, habían existido otros gastos en su juventud: había comprado puros de tres y hasta de cuatro centavos, los últimos rara vez, pero los primeros a menudo, a veces sueltos, a veces en atados de una docena por media corona. En una ocasión una pipa de espuma de mar lo obsesionó por seis semanas; el tabaquero la sacó de un cajón con cierto aire sigiloso cuando él fue a comprar un paquete de Lone Star. Ése era otro gasto inútil: comprar esos tabacos hechos en Estados Unidos; sus Lone Star, Long Judge, Old Hank, Sultry Clime y los demás, que costaban desde un chelín hasta uno con seis por un paquete de dos onzas, mientras que ahora conseguía un excelente aromático de hoja suelta por tres y medio centavos la onza. Sin embargo, el hábil comerciante, que lo tenía ubicado como comprador de bienes caros y de lujo, cabeceó con un aire de misterio y, abriendo la caja de súbito, exhibió la pipa ante los deslumbrados ojos de Darnell. La cazoleta estaba tallada con la imagen de una figura femenina, mostrando la cabeza y el torso, y la boquilla era del mejor ámbar; sólo doce con seis, dijo el hombre, y el puro ámbar, declaró, valía más que eso. Explicó que sentía que era delicado mostrar la pipa a cualquiera que no fuera un cliente habitual y que estaba dispuesto a venderla a menos del costo, “aunque pierda un poco”. Darnell se resistió un tiempo, si bien la pipa lo inquietaba, y finalmente la compró. Un rato le pareció divertido mostrársela a los compañeros jóvenes de la oficina, mas nunca jaló el humo muy bien y acabó por regalarla antes de casarse, pues dada la naturaleza del tallado habría sido imposible usarla en presencia de su esposa. Una vez, cuando estaba de vacaciones en Hastings, compró un bastón de ratán —una cosa inútil que le costó siete chelines— y reflexionó con pesar acerca de todas aquellas noches en las que había rechazado las simples chuletas fritas de su casera y se había ido a flâner5 por los restaurantes italianos de Upper Street, Islington —se hospedaba en Holloway—, consintiéndose con costosas delicias: escalopas con chícharos, estofado de res en salsa de tomate, filete con papas fritas, muy a menudo terminando el banquete con un pequeño trozo de gruyère, que costaba dos centavos. Una noche, después de recibir un aumento de salario, incluso se bebió una botella chica de Chianti y agregó las enormidades de licor Bénédictine, café y cigarros a un gasto ya de por sí escandaloso, y seis centavos al mesero, con lo que la cuenta había subido a cuatro chelines en vez del chelín que le hubiera bastado para una comida sana y abundante en casa. Ay, había muchos otros particulares en esta cuenta de sus extravagancias, y Darnell a menudo había lamentado su estilo de vida, pensando que, de haberse mostrado más cuidadoso, unas cinco o seis libras podrían haberse agregado a sus ingresos anuales.
Y la cuestión del cuarto desocupado lo hizo revivir este arrepentimiento en grado exagerado. Se convenció de que las cinco libras extra le hubieran dado un margen suficiente para el desembolso que deseaba hacer, aunque esto era, sin duda, un error de su parte. No obstante, veía con claridad que, bajo las condiciones actuales, no debía haber deducciones de la muy pequeña cantidad de dinero que tenían ahorrado. La renta de la casa eran treinta y cinco, y las tasas e impuestos sumaban otras diez libras: casi una cuarta parte de sus ingresos se iban en vivienda. Mary hacía lo posible por ahorrar en las cuentas de la casa, pero la carne siempre era cara y ella sospechaba que la sirvienta sacaba rebanadas subrepticias de los cortes y se los comía a medianoche en su cuarto con pan y melaza, pues la chica tenía apetitos desordenados y excéntricos. El señor Darnell ya no pensaba en restaurantes baratos ni caros; se llevaba su almuerzo a la Ciudad y después llegaba a merendar con su esposa: chuletas, un poco de filete, o carne fría de la cena del domingo. La señora Darnell comía pan y mermelada y bebía un poco de leche a mediodía. No obstante, con la máxima economía, el esfuerzo por vivir con lo que contaban y ahorrar para contingencias futuras resultaba enorme. Habían decidido aguantar sin un cambio de aires por lo menos tres años, puesto que la luna de miel en Walton-on-the-Naze había costado bastante, y fue a partir de esto que, de manera un tanto ilógica, habían apartado las diez libras, declarando que si no tendrían vacaciones, gastarían el dinero en algo útil.
Y fue esta consideración de utilidad la que al final resultó fatal para el plan de Darnell. Habían calculado y recalculado el gasto de la cama y la ropa de cama, el linóleo y los adornos, y con grandes esfuerzos el costo total había llegado a tomar la forma de “algo un poco arriba de diez libras” cuando Mary dijo de repente:
—Pero, Edward, después de todo en realidad no queremos amueblar ese cuarto. Quiero decir que no es necesario. Y si lo hiciéramos, podría llevar a una serie de gastos sin fin. La gente se enteraría y sin duda trataría de hacerse invitar. Ya sabes que tenemos familiares en provincia, y te aseguro que empezarían con las indirectas, al menos los Malling.
Darnell vio la fuerza de su argumento y cedió, aunque se sentía amargamente desilusionado.
—Hubiera sido muy lindo, ¿no crees? —dijo con un suspiro.
—No te preocupes, querido —dijo Mary, que lo notó bastante cabizbajo—. Hay que pensar en otro plan que también sea algo lindo y útil.
Ella a menudo le hablaba en ese tono de madre bondadosa, aunque era tres años menor que él.
—Y ahora —dijo ella—, tengo que arreglarme para ir a la iglesia. ¿Vas a venir?
Darnell dijo que creía que no. Por lo común acompañaba a su esposa al servicio matutino, pero ese día sentía cierta amargura en el corazón y prefería quedarse tranquilo bajo la sombra del gran árbol de moras que se erguía en el centro de su jardín: una reliquia de los prados espaciosos que alguna vez se extendieron, tersos, verdes y dulces, por donde ahora las lúgubres calles se arremolinaban en un laberinto imposible.
De manera que Mary fue sola y con calma a la iglesia. Saint Paul estaba en una calle vecina, y su diseño gótico hubiera interesado al observador curioso por la historia de ese extraño resurgimiento. Era obvio que en lo mecánico no había nada errado. El estilo elegido era “geométricamente decorado” y la tracería en las ventanas parecía correcta. La nave, los pasillos, el espacioso presbiterio estaban proporcionados de manera razonable y, hablando en serio, la única característica que estaba mal era la sustitución de la mampara del presbiterio con su altillo por un “murete del presbiterio” СКАЧАТЬ