La casa de las almas. Arthur Machen
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Название: La casa de las almas

Автор: Arthur Machen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9786079889920

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СКАЧАТЬ se sentaron en el parque, pero al parecer el domingo pasado fueron a tomar el té con la madre de él en Putney. Me gustaría decirle a esa vieja lo que en verdad pienso de ella.

      —¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Se portó mal con la muchacha?

      —No; ahí está la cosa. Antes de esto había sido muy desagradable en varias ocasiones. La primera vez que el joven llevó a Alice a verla, en marzo, la pobre salió llorando; me lo contó ella misma. Es más, dijo que nunca quería volver a ver a la vieja señora Murry, y yo le dije a Alice que, si no estaba exagerando las cosas, difícilmente podía culparla por sentirse así.

      —¿Por qué? ¿Qué la hizo llorar?

      —Bueno, parece ser que la anciana, que vive en una cabaña bastante chica en alguna callejuela de Putney, se sentía tan señorial que casi ni hablaba. Pidió prestada una niña de casa de alguna familia vecina y se las ingenió para vestirla imitando a una sirvienta, y Alice dice que no podía haber nada más ridículo que ver a esa pulga abriendo la puerta, con su vestido negro y su cofia y mandil blancos, cuando apenas si podía girar la manija. George, como se llama el joven, ya le había dicho a Alice que era una casita diminuta y que la cocina era cómoda, aunque muy sencilla y anticuada. Pero en vez de irse directo a la parte de atrás y sentarse frente a un buen fuego en la vieja banca de respaldo alto que se trajeron del campo, la niña les preguntó sus nombres (¿habías oído semejante tontería?) y los hizo pasar a un saloncito apretujado, donde la vieja señora Murry estaba sentada “como duquesa” junto a una chimenea llena de papel de colores y el cuarto frío como hielo. Y era tan regia que apenas si le hablaba a Alice.

      —Eso debe haber sido muy desagradable.

      —Ay, la pobre muchacha se la pasó fatal. Empezó diciéndole: “Mucho gusto, señorita Dill. Conozco tan poca gente que esté en el servicio doméstico”. Alice imita su manera afectada de hablar, pero yo no puedo. Y luego se puso a hablar de su familia, que llevaban quinientos años cultivando sus propias tierras… ¡qué cuentos! George ya le había contado todo a Alice: habían tenido una vieja cabaña con un buen tramo de jardín y dos campos en alguna parte de Essex, y esa vieja hablaba casi como si hubieran sido de la aristocracia rural y presumía que el rector, el doctor Fulano, iba a visitarlos muy a menudo, y que el hacendado don Mengano siempre pasaba a verlos, como si no lo hicieran por bondad. Alice me contó que tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse en la cara de la señora Murry, pues su joven ya le había contado todo sobre ese lugar y lo pequeño que era, y de lo bueno que había sido el hacendado al comprarlo cuando murió el viejo Murry, y George era niño y su mamá no podía mantener las cosas a flote. Sin embargo, la vieja ridícula “se daba muchas ínfulas”, como dices, y el joven se fue poniendo más y más incómodo, sobre todo cuando ella empezó a hablar de que hay que casarse en la misma clase social y de lo infelices que había sabido que eran varios jóvenes que habían contraído nupcias por debajo de su nivel, lanzándole a Alice miradas penetrantes al hablar. Y luego pasó una cosa muy graciosa: Alice había notado que George miraba alrededor un tanto desconcertado, como si no alcanzara a entender algo, y por fin estalló y le preguntó a su madre si había estado comprando los adornos de los vecinos, pues recordaba los dos floreros verdes de cristal cortado en la repisa de la chimenea que eran de la señora Ellis y las flores de cera de la casa de la señorita Turvey. Él siguió hablando, pero su madre volteó a verlo muy molesta y desacomodó unos libros, que él tuvo que recoger. Alice entendió a la perfección que les había pedido las cosas prestadas a las vecinas, como le habían prestado a la niña, para verse más elegante. Y luego tomaron el té, más bien agua tibia, dijo Alice, y pan muy delgado con mantequilla, y unas galletas importadas asquerosas de la pastelería suiza en la calle principal: pura espuma agria y grasa rancia, según Alice. Y luego la señora Murry empezó otra vez a presumir de su familia y a desdeñar a Alice sin dejarla hablar, hasta que la muchacha se fue, bastante furiosa y también muy triste. No me extraña. ¿A ti?

      —Desde luego no suena muy divertido —dijo Darnell, mirando a su esposa con ojos soñadores.

      No había puesto mucha atención al tema de su relato, pero le encantaba oír una voz que a sus oídos era encantamiento, tonos que evocaban ante él la visión de un mundo mágico.

      —¿Y la madre del joven siempre ha sido así? —preguntó él tras una larga pausa, deseando que la música continuara.

      —Siempre, hasta hace muy poco; hasta el domingo pasado, de hecho. Claro que Alice habló con George Murry de inmediato y le dijo, como una chica sensata, que no le parecía que jamás funcionara que un matrimonio viviera con la madre del marido, “sobre todo”, prosiguió, “porque puedo ver que no le caí muy bien a tu mamá”. Él le dijo, en su estilo de siempre, que así era su mamá y que en realidad no lo decía en serio y demás, pero Alice no se acercó en mucho tiempo y más bien le dio a entender, según creo, que quizá tendría que elegir entre su madre y ella. Y así anduvieron las cosas toda la primavera y el verano, y luego, justo antes del “feriado bancario” de agosto, George volvió a hablar del tema con Alice y le dijo lo mucho que lamentaba pensar en cualquier molestia que hubiera pasado, y que quería que su mamá y ella se llevaran bien, y que su mamá sólo era un poco rara y anticuada pero que le había hablado muy bien de ella cuando estaban a solas. Para hacer el cuento corto, Alice dijo que quizá iría con ellos el lunes, que tenían pensado ir a Hampton Court… la muchacha se la pasaba hablando de Hampton Court y deseaba ir a verlo. Recuerdas que fue un día hermoso, ¿verdad?

      —Déjame ver —dijo Darnell, distraído—. Ah, sí, claro… me quedé el día entero sentado bajo el árbol de moras, y ahí servimos las comidas: fue todo un día de campo. Las orugas fueron una molestia, pero disfruté mucho de esa ocasión —sus oídos estaban encantados, arrebatados por la grave y celestial melodía, como de canción antigua, o más bien del primer mundo recién creado donde toda habla era canto y toda palabra, un sacramento de poderío que le hablaba no a la mente, sino al corazón. Volvió a reclinarse en su silla y preguntó:

      —Bueno, ¿y qué les pasó?

      —Querido, ¿pues creerás que la despreciable vieja se portó peor que nunca? Se vieron, como habían acordado, en el puente de Kew, y se desplazaron, con enorme dificultad, en uno de esos carros que llaman charabanes, y Alice pensó que se iba a divertir muchísimo. Nada de eso. Apenas se habían dado los “buenos días” cuando la vieja señora Murry empezó a hablar de los Jardines de Kew y lo bonitos que debían ser, y que era mucho más práctico que ir hasta Hampton sin necesidad de gastar nada, sólo la molestia de cruzar el puente caminando. Después siguió diciendo, mientras esperaban el charabán, que siempre había oído decir que no había nada que ver en Hampton más que un montón de cuadros indecentes y mugrientos, y algunos que no eran aptos para ninguna mujer decente, mucho menos para una joven, y se preguntaba por qué la reina permitía que se exhibieran semejantes cosas, que llenaban de toda clase de ideas las cabezas ya de por sí ligeras de las muchachas. Y al decir esto la vieja odiosa miró tan feo a Alice que, como me contó después, le habría dado una bofetada si no hubiera sido una mujer mayor y la mamá de George. Luego se puso a hablar otra vez de Kew, diciendo lo maravillosos que eran los invernaderos, con palmeras y toda clase de maravillas, y una azucena del tamaño de una mesa de centro y la vista hacia el otro lado del río. George se portó muy bien, me contó Alice. Al principio estaba desconcertado, pues la anciana le había prometido fielmente que sería lo más linda del mundo, pero luego le dijo, amable pero firme: “Bueno, madre, pues habrá que ir a Kew otro día, porque a Alice le hace ilusión ir a Hampton el día de hoy, ¡y yo también lo quiero ver!”. Lo único que hizo la señora Murry fue resoplar y mirar a la muchacha con expresión avinagrada, y justo en eso llegó el charabán y tuvieron que subirse y encontrar lugar. La señora Murry se fue mascullando todo el camino hasta Hampton Court. Alice no podía entender muy bien lo que decía, aunque de pronto le parecía escuchar fragmentos de frases como: “Triste hacerse vieja con hijos sinvergüenzas” y “Honrarás a tu padre y a tu madre” y “Quédate en la repisa, le dijo СКАЧАТЬ