Название: El arte del amor
Автор: Miranda Bouzo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413750071
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—No lo sé, Nela, el amor llega así, ¿no?, de repente —contesté con una sonrisa sin entrar en detalles. Colin simplemente había aparecido en el momento oportuno, cansada de conocer chicos e intentar que funcionara. Mi gran desfile de amores fracasados y relaciones absurdas.
—Sí, supongo que sí —dijo Nela pensativa mientras sus ojos me escudriñaban en busca de respuestas. Después, parecían prometer, no iba a convencerla sin más.
—Colin y yo nos enamoramos la primera vez que nos vimos —aclaré hacia el rostro insondable de Jürgen, él permanecía absorto en la pantalla de su móvil, ignorándonos.
¿Por qué ha sonado tan frío «Colin y yo»? Hablaba como una persona ajena a todo lo que había vivido en los últimos meses. El paisaje, a través de las ventanillas, comenzó a cambiar a medida que salíamos de la gran ciudad hasta dejar la enorme autopista por una carretera más pequeña. A los lados, enormes bosques de abetos ocultaban pequeños pueblos de tejados rojos y negros. Todo el rato, asomados a las copas de los árboles, se divisaban en la lejanía las enormes montañas del sur de Alemania. Poco a poco, al ver el paisaje, lograba comprender por qué Nela se había enamorado de esta tierra. Mientras nos adentramos en el valle, un lago apareció ante nosotros, aguas azules cristalinas que copiaban los árboles y el cielo con sus nubes. Primero, lo vi en el reflejo del agua y parpadeé, no una, sino dos veces, confundida. Al elevar mi mirada hacía la roca fue cuando, por primera vez, vi Neuschwanstein, el castillo de hadas imagen de mil fotografías. De muros de piedra blanca, elevado sobre un valle con un pequeño pueblo de casas con tejados inclinados y ventanas de madera. Sus torres redondas desafiaban a las montañas y los árboles centenarios. Las fotos no hacían justicia al castillo más famoso de Alemania que, con sus formas estilizadas, se alzaba como si se tratara de una construcción irreal para desafiar al cielo. Un paisaje y un castillo que creía magnifico hasta que el coche entró hacia una pequeña carretera de tierra, los enormes abetos formaban sobre nosotros un arco con sus ramas y los rayos del sol se difuminaban sobre el camino mientras las sombras nos engullían.
El tono de mi móvil anunció un mensaje. Deslicé la pantalla para encontrarme con un mensaje de Colin y dudé un momento si contestar, para después apagarlo sin leer su contenido. «Más tarde», me dije, como si fuera a desaparecer o pudiera simplemente obviarlo.
—Son los bosques bávaros —Jürgen, que todo el rato había estado en silencio, habló al captar mi sorpresa, con una leve sonrisa burlona, sus labios se curvaron para volver a ignorarme.
—Es un paisaje increíble, esto es precioso.
—Espera a ver la casa. Waldhaus, en alemán, significa «la casa del bosque» —dijo Nela.
Atravesamos unas verjas negras y, poco a poco, el camino ondulante por el bosque se fue aclarando hasta que en una explanada enorme apareció la casa. Waldhaus, la había llamado Nela.
JÜRGEN
Encerrado en el estudio, oía el incesante parloteo de mi cuñada y esa chica mientras recorrían la casa. Cotilleé la mesa de Soren, llena de papeles, artículos de obras subastadas en países de nombres impronunciables, catálogos de colecciones y, junto a todo, muestras de color rosa y beis, fotos de flores y papel de colores. La decoración para el cuarto del futuro Müller parecía acaparar la mesa de mi hermano. Cuando Soren volviera, esperaba que pusiera orden y tirara todo a la basura.
Como si lo hubiera invocado como al mismo demonio, la puerta se abrió y él entró con paso decidido. Con el paso de los años nos parecíamos más y más, él quizá un poco más rubio y con los ojos azules en lugar de verdes, como los míos. Él era idéntico al rostro de los retratos de la escalera, al de todos los Müller, al de nuestro padre. Era así como debía ser, Soren es el heredero de todo.
No me equivocaba, al ver su espacio lleno de porquerías ñoñas, ladeó la cabeza con fastidio y colocó la papelera al final de la mesa. Con el brazo arrastró todo hasta que cayó en el cubo.
—¿Ya está aquí la chica? —preguntó Soren, como si desconfiara de que me hubiera portado bien y hubiera llevado a Nela a buscarla al aeropuerto. Ni un saludo, ¿para qué?
—Sí, hermanito, anda por ahí con tu mujer. ¡Joder, lo que hablan!
Soren sonrió, quizá porque Nela llenaba su carácter callado y reservado con interminables frases y sonrisas, ya no quedaban apenas silencios en la casa.
—¿Cómo está Alice? —preguntó Soren y, al hacerlo, la sorpresa se reflejó en mis ojos. ¿De verdad le importaba a mi hermano o era por Nela?
—Muy buena —contesté con una sonrisa que lograba siempre desesperarlo. Al acercarse, golpeó mi hombro para llamarme al orden.
—Sabes que no era eso lo que preguntaba, Jürgen. «Le vendrá bien a Nela tenerla por aquí», y punto, eso debías contestar. Aléjate de ella, se casa el mes que viene y, si le jodes la boda a su amiga, Nela te matará. Y nada de fiestas, ni amiguitas medio desnudas recorriendo la casa.
Ambos recordábamos el momento en que conocí a Nela en aquel mismo estudio, yo con una rubia colgada de mi cuello y ella, con su habitual timidez, me caló al instante con una sola mirada.
—He cambiado, hermanito —afirmé muy serio porque así lo sentía, o al menos eso quería pensar. A punto de sonreír, sé que Soren me dejó de prestar atención al minuto al ver el maletín en el que estaba el cuadro. Sus ojos brillaban con interés—. Ahí tienes tu juguete, ¿tienes comprador?
—Sabes que podemos permitirnos quedarnos con él.
—Lo dices porque no sabes lo que pagué por él…
Casi con reverencia saltó los dos clics de seguridad del maletín y con las dos manos cogió el lienzo con admiración. Era pequeño y eso permitía no tener que enrollarlo, era tan antiguo y delicado que lo trataba con sumo cuidado y admiración. La luz de invierno, que entraba por los ventanales y arrojaba destellos sobre las paredes llenas de libros, nos permitía observarlo con detalle. Los bordes estaban comidos por el tiempo y el color amarillo, tan característico de las viejas obras, lo cubría y difuminaba. Soren me miró complacido, con una sonrisa de triunfo. Su mirada en ese momento fue adrenalina pura, poder y victoria.
—Jürgen, ¿te costó mucho sacarlo de Roma?
—No demasiado, tuve que sobornar a algunas personas, pero fue fácil. Había otros hombres en la puja que no se tomaron muy bien que los Müller nos lo lleváramos. —Distraído, me acerqué hacia la pared de libros que llegaba hasta el techo.
—¿Debemos preocuparnos? —preguntó Soren, inquieto.
El mercado del arte negro era así, grandes familias pujábamos por obras robadas o desaparecidas para luego venderlas a su vez por el doble de lo que se había pagado. Los Müller éramos eso, cambiantes de arte o marchantes desde tiempos del abuelo. Unas veces más honestos que otras. Arruinados tras la primera gran guerra, nuestra familia había encontrado la manera de subsistir y encontrar el beneficio de los conflictos en Alemania. Tras un golpe de suerte, en la segunda gran guerra, el abuelo se hizo con obras de arte que sobrevivieron al expolio nazi, siempre al margen de la política y de los horrores que rodeaban al país. СКАЧАТЬ