El arte del amor. Miranda Bouzo
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Название: El arte del amor

Автор: Miranda Bouzo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750071

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СКАЧАТЬ conducía el coche de alquiler por la estrecha carretera, arropado por los altos abetos alemanes y pensando que debería comentárselo a ella en cuanto llegara y, de paso, cabrear a Soren. Me miré en el espejo del retrovisor, el verde de mis ojos era el mismo y las ojeras casi habían desaparecido, por fortuna mi cara ya no reflejaba la juerga de la noche anterior.

      Bajé demasiado deprisa la carretera, poniendo a prueba mis reflejos, hasta que tras una curva apareció el lago, y reduje la velocidad. El verano acababa y la paz volvería a aquel rincón de Baviera, al sur de Múnich. Los turistas y las familias se irían huyendo del frío y nos dejarían con un otoño helador tan cerca de los Alpes, y nieves más tempranas de lo normal. Estaba anocheciendo y la silueta blanca de Neuschwanstein dominaba el valle con la grandiosidad de sus torres, el castillo de cuento de hadas entre las montañas que atraía a turistas del mundo entero me dio la bienvenida. Dejé atrás la fortaleza y seguí la carretera adentrándome en los bosques. Aquella era mi tierra y mi hogar. No creo que pasara este invierno en la casa.

      Las verjas negras tardaron un poco más de lo acostumbrado en abrirse, la entrada a la finca estaba llena de guardas armados y se había doblado el número de cámaras en el exterior. O mi hermano estaba paranoico por culpa de la llegada de mi sobrino o algo inusual pasaba.

      Desde la garita dos guardias saludaron al reconocerme y, al fin, abrieron después de lo que pareció una eternidad.

      Waldhaus estaba iluminada por los focos del jardín, la luz se reflejaba en la antigua fachada de piedra blanca, en las ventanas ojivales que marcaban cada piso y en las cristaleras de las dos torres, a ambos lados del edificio central. Los tejados en forma pico brillaban bajo la luz artificial y la hiedra había comido parte de la fachada hasta alcanzar el estudio de cristal de Nela, donde restauraba los cuadros. Había pasado demasiado tiempo fuera, igual que mis hermanos adoraba aquella casa, llena de recuerdos horribles, pero también el único refugio que conocíamos desde niños. Obligados a viajar por culpa de nuestro padre, o a estar internos en colegios, solo aquel lugar era el centro de nuestras vidas, allí crecimos y lloramos, a veces hasta reímos. Allí ya no quedaba nada de nuestro padre, Soren lo había enterrado en Berlín, donde ya no podría alcanzarnos nunca. Sus rígidas costumbres y su amor por las palizas y la bebida no nos hizo llorarlo precisamente.

      Entré bajo la atenta mirada de los guardias, dos de ellos, los que vigilaban la parte delantera, hicieron un movimiento con la cabeza a modo de saludo. Nada más atravesar las puertas de madera, con sus grandes cristaleras, el enorme cuadro de la entrada me dio la bienvenida, el lienzo del pintor Caravaggio me recibió con nostalgia, envuelto en el olor a manzana que provenía de las cocinas. Helga y su famoso pastel de manzana. Antes de que apareciera mi hermano cogí el maletín con el cuadro y lo dejé sobre la mesa del estudio, quizá debería haberle puesto un puto lazo rojo. Ya estaba en casa.

      ALICE

      Los nervios aún no se habían calmado, salí de Heathrow con la incertidumbre por encontrarme con Nela, había pasado demasiado tiempo y ahora, en el aeropuerto de Múnich, seguía temblando como una niña ante el primer día de colegio.

      Una decisión rápida, sin pensar, me había llevado hasta su nuevo hogar en Alemania, quizá la última discusión entre Colin y yo había sido demasiado fuerte, demasiados gritos y reproches para dos personas que se casaban en apenas unas semanas. ¿Cómo una simple conversación, un sonido del viento o una hoja al caer nos despierta del trance de saber que nuestra vida no va en la dirección adecuada, que tal vez, solo tal vez, podría vivir otra diferente? El camino no siempre es recto, pero ya había agotado todas las curvas posibles, viraje tras viraje, y Colin era mi recta, precisa e imperturbable, solo tenía que volver a encontrar la dirección correcta. No habíamos anulado la boda, al menos oficialmente él no, nos habíamos dado un tiempo para reflexionar y ya me arrepentía de ello.

      Esperaba que Nela ya estuviera allí, tras la línea de seguridad, con una sonrisa enorme. Tardé un poco más justificando en seguridad la cantidad de chocolate con menta que llevaba en mi bolso. Nela frunciría un poco el ceño al ver el color de mi pelo, una decisión que ni había pensado, cambié hace unas semanas el rubio por mi color natural, un castaño claro, ¡es que muchas cosas habían cambiado sin ella!

      Nela era risas y café por las tardes, confesiones y miradas cómplices. Tristeza por no vernos y un abrazo cálido cuando algo dolía, era el último caramelo de la bolsa y la alegría de compartirlo conmigo. Nela era la confianza de saber que en algún lugar del mundo estaba ella, la única persona que podía comprenderme porque Nela era el color azul, el de la amistad, los buenos consejos, el cielo de un día en Hyde Park…

      ¿Seguiría Nela con su olor a pintura y a rosas? La abrazaría como si fuera otra vez a escaparse de mi vida para vivir con un loco alemán que amaba tanto el arte como ella. A nuestro lado pasarían con sus gestos, su ropa, sus voces, uno y mil colores difuminados que nunca entrarían en mi vida, personas ajenas a ese reencuentro, y Nela sonreiría, porque ella no sabía que ya no podía verlos. Los colores habían muerto para mí hacia tanto tiempo que solo tenía un vago sentimiento de cómo eran y cómo los pintaba. Estaban entre mis recuerdos, mamá era el blanco con matices rosas como el color de sus mejillas… Mi padre, gris, del color de sus corbatas. Nela, azul y Colin, el rosa. Sabía que sonaba extraño, pero era como me sentía a su lado, cuando todo parecía perfecto entre nosotros y disfrutábamos al ver una película, sentados en el sofá de su casa. Así era antes, cuando podía pintar y cada sentimiento tenía un color, hasta que un día simplemente dejé de verlos, podía imaginarlos, pero no volví a sentirlos, y dejé de pintar.

      Volví al ruido del aeropuerto y esperé mi encuentro con Nela, un encuentro que fue muriendo mientras mis pasos me llevaban a los tornos de salida de la terminal. Tras la cinta de seguridad, no estaba ella. Confundida, miré a un lado y a otro. A mi alrededor, la gente se reencontraba: abrazos, saludos fríos, algún que otro cartel con el nombre de personas, nadie para mí.

      Se había retrasado, solo eso. Sonreí por mi estupidez y me deshice del bolso colgado al hombro. Me eché a un lado junto a los aseos y, para poder llamarla, me puse a buscar el móvil en la maraña de cosas que había llevado a mano. Mi pesado y enorme bolso, lleno de pequeñas cosas que la mitad de las veces no necesitaba, pero que estaban ahí, por si acaso.

      —¡Nooo!

      Alguien me empujó, el asa se me escurrió, no sirvió de nada que intentara poner mi rodilla para parar la imparable caída de todo el contenido sobre el suelo. Lo único que de verdad me importaba eran las tres tabletas de chocolate y menta de Hans Sloane, el mejor regalo que podía hacerle a Nela, su marca favorita. Las cogí casi en el aire antes de que tocaran el suelo y caí de rodillas.

      Unas botas de montaña, de puntera de acero, se detuvieron junto a mi preciada carga y un hombre se agachó junto a mí. Un mechón color miel le cayó sobre el rostro al coger la única tableta de chocolate que estaba en el suelo y la sostuvo dándole la vuelta con curiosidad.

      —¡Gracias! —esbocé al agarrar el extremo antes de que él me la devolviera.

      Entonces levantó la mirada, unos ojos verdes profundos del color de las hojas de menta bajo unas cejas más oscuras que el color de su pelo. Un rostro que hacía girar a las mujeres que pasaban a nuestro alrededor con todo el descaro del mundo. No soltó mi preciada carga como esperaba, sino que se levantó, y yo, desde el suelo, admiré su cuerpo. Unos vaqueros oscuros ceñidos a sus piernas y una camisa blanca remangada hasta los codos. Sin ninguna duda, deberían estar prohibidas esas camisas que tensan los músculos de los brazos y las espaldas anchas. Con una sonrisa, me tendió la mano, unos dedos largos con un anillo enorme en el índice. Miré su mano y su sonrisa, una después de la otra. Esos ojos debían estar prohibidos por alguna ley internacional.

      —¡Gracias! СКАЧАТЬ