—¿No molesto? —preguntó Karl.
—¡Oh, cómo va a molestar usted!
—¿Es usted alemán? —intentó todavía asegurarse Karl, pues había oído muchas cosas acerca de los peligros que en América amenazan a los recién llegados, sobre todo de parte de los irlandeses.
—Lo soy, sí; lo soy —dijo el hombre.
Karl vacilaba todavía. Pero entonces, de improviso cogió el hombre el picaporte, y cerrando rápidamente la puerta, dejó a Karl en el interior del camarote.
—No soporto que me estén mirando desde el pasillo —dijo el hombre, volviendo a afanarse con su baúl—; todos los que pasan por ahí miran adentro, ¡cualquiera lo soporta!
—Pero el pasillo está completamente desierto —dijo Karl, incómodamente apretado contra un barrote de la cama.
—Sí, ahora —dijo el hombre.
«Es que de ahora se trata —pensó Karl—, con este hombre es difícil entenderse.»
—¿Por qué no se echa usted en la cama?; ahí tendrá más lugar —dijo el hombre.
Karl, como pudo, se arrastró hacia adentro y se echó a reír ruidosamente, después de su primer intento vano de ganar la cama de un salto. Pero apenas estuvo en ella exclamó:
—¡Por Dios, me he olvidado completamente de mi baúl!
—¡Ah!, ¿y dónde está?
—Arriba, en la cubierta, un conocido mío lo cuida; pero... ¿cómo se llamaba? —Y de un bolsillo secreto que su madre le había confeccionado para el viaje en el forro de la chaqueta, extrajo una tarjeta de visita—. Butterbaum, Franz Butterbaum.
—¿Le hace a usted mucha falta ese baúl?
—Claro.
—¿Por qué, entonces, se lo confió usted a una persona extraña?
—Había olvidado abajo mi paraguas y vine corriendo a buscarlo, pero no quise arrastrar conmigo el baúl. Y luego, para colmo, me extravié.
—¿Viene usted solo? ¿Nadie lo acompaña?
—Sí, solo.
«Quién sabe si no debería yo quedarme cerca de este hombre —tal idea cruzó de pronto por la cabeza de Karl—; ¿dónde hallaría yo en estos momentos un amigo mejor?»
—Y ahora, como si fuera poco, perdió usted el baúl; del paraguas, ya ni qué hablar. —Y el hombre se sentó en la silla, como si ahora el asunto de Karl hubiera cobrado cierto interés para él.
—Creo, sin embargo, que el baúl no está perdido todavía.
—Bienaventurados los que creen —dijo el hombre rascándose vigorosamente sus cabellos oscuros, cortos, tupidos—; en un barco, con los puertos cambian también las costumbres. En Hamburgo, su Butterbaum tal vez hubiera vigilado el baúl, pero aquí es muy probable que ya no haya rastros ni de uno ni de otro.
—Si es así, debo ir en seguida a ver qué pasa allá arriba —dijo Karl mirando en derredor para buscar una salida.
—¿Qué es eso? ¡Quédese usted! —dijo el hombre poniéndole una mano en el pecho y empujándolo otra vez a la cama, casi con rudeza.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Karl disgustado.
—Porque la cosa no tiene sentido —dijo el hombre—, dentro de unos momentos me iré yo también, y entonces iremos juntos. O bien el baúl ha sido robado, y ya nada cabe hacer; o bien el hombre lo ha dejado allí, y entonces lo encontraremos mucho más fácilmente, lo mismo que su paraguas, una vez que el barco esté desocupado del todo.
—Verdaderamente, ¿sabe usted orientarse en este barco? —preguntó Karl receloso, y le pareció que había gato encerrado en aquella sugestión, convincente por otra parte, de que la mejor manera de hallar esas cosas sería buscándolas en el barco ya desocupado.
—¡Si soy fogonero del barco! —dijo el hombre.
—¡Es usted fogonero del barco! —exclamó Karl con alegría, como si esto superara todas sus esperanzas; y apoyándose sobre un codo se puso a contemplar más detenidamente a aquel hombre—. Precisamente delante del camarote donde yo dormía con el eslovaco había una escotilla por la cual podía uno contemplar la sala de máquinas.
—Sí, allí trabajaba yo —dijo el fogonero.
—Siempre tuve muchísimo interés por la mecánica —dijo Karl conservando una ilación de pensamiento fija—, y seguramente más adelante habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que embarcarme para América.
—¿Y por qué tuvo que irse usted?
—¡Bah, nada! —dijo Karl arrojando toda esa historia con un ademán. Y miró al mismo tiempo al fogonero sonriéndole como si implorara su indulgencia por no haberle respondido claramente.
—Por alguna causa será —dijo el fogonero, y no se sabía bien si con ello quería él exigir o bien rechazar la explicación de esa causa.
—Ahora yo también podría hacerme fogonero —dijo Karl—; a mis padres ya les es indiferente lo que vaya a ser.
—El puesto mío queda vacante —dijo el fogonero metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones con plena y orgullosa conciencia de lo que acababa de decir; y a fin de estirarlas echó sobre la cama las piernas metidas en unos pantalones abolsados, como si fueran de cuero, de un color gris ferrugiento. Karl debió retroceder más hacia la pared.
—¿Abandona usted el barco?
—Sí, señor; hoy nos largamos.
—¿Y por qué? ¿No le gusta a usted?
—Pues son las circunstancias; el hecho de que a uno le guste o no una cosa no siempre es lo decisivo. Por otra parte, tiene usted razón, tampoco me gusta. Usted seguramente no piensa en serio hacerse fogonero, pero es precisamente así como se llega a serlo con mayor facilidad. Yo, decididamente, no se lo aconsejo. Si deseaba usted estudiar en Europa, ¿por qué no quiere hacerlo aquí? Puesto que, por otra parte, las universidades norteamericanas son incomparablemente mejores que las europeas.
—Es muy posible —dijo Karl—, pero ya no tengo casi dinero para los estudios. Es cierto que he leído de alguno que durante el día trabajaba en un comercio y por la noche estudiaba, hasta que llegó a ser doctor y creo que aun alcalde; pero esto exige, naturalmente, gran perseverancia, ¿no es cierto? Me temo que yo no la tenga. Además no era yo alumno excepcionalmente bueno, y en verdad no me ha costado nada dejar el colegio. Además los colegios de aquí son posiblemente más severos todavía. Apenas conozco el inglés. Y en general hay mucha prevención aquí contra los extranjeros, según creo.
—¿Ya está usted enterado también de eso? Pues no está mal. Es usted mi hombre, entonces. Vea usted, estamos por cierto en un barco alemán: pertenece a la Hamburg—Amerika—Linie. ¿Por qué no somos aquí alemanes СКАЧАТЬ