Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka
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Название: Franz Kafka: Obras completas

Автор: Franz Kafka

Издательство: Ingram

Жанр: Языкознание

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377321

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СКАЧАТЬ en que las malas noticias abundan, incluyendo las falsas y dudosas— ella se yergue, porque por lo general yace en el suelo, fatigada; se yergue, estira el cuello y trata de abarcar con la mirada a su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Se sabe que también los niños suelen aducir pretensiones análogas, en su irreprimible e impetuosa puerilidad, pero en Josefina no son tan infundadas como en ellos. Es verdad que no nos salva, ni nos infunde ninguna fuerza especial; es fácil adoptar el papel de salvador de nuestro pueblo, habituado al sufrimiento, temerario, de rápidas decisiones, conocedor del rostro de la muerte, sólo aparentemente tímido en esa atmósfera de audacia que lo rodea sin cesar, y además tan fecundo como arriesgado; es fácil, digo, considerarse a posteriori el salvador de este pueblo que siempre ha sabido de algún modo salvarse a sí mismo, aun a costa de sacrificios que estremecen de espanto al historiador (aunque en general descuidamos casi por completo el estudio de la historia). Y sin embargo también es verdad que en las situaciones de angustia escuchamos mejor que en otras la voz de Josefina. Las amenazas en suspenso sobre nosotros nos vuelven más silenciosos, más humildes, más dóciles a la dominación de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos apiñamos, especialmente porque la ocasión tiene tan poco que ver con nuestra apremiante preocupación; es como si bebiéramos con apresuramiento —sí, hay que darse prisa, demasiado a menudo Josefina olvida esta circunstancia— una copa común de paz antes de la batalla. Es menos un concierto de canto que una asamblea popular, y en verdad, una asamblea donde, exceptuando el débil chillido de Josefina, impera un silencio absoluto; la hora es demasiado seria para desperdiciarla en charlas.

      Una relación de este tipo, como es natural, no satisface a Josefina. A pesar de su inquietud y nerviosismo, consecuencias de lo indefinido de su posición, hay muchas cosas que no ve, cegada por su engreimiento, y sin mayor esfuerzo puede lograrse que pase por alto muchas otras; un enjambre de aduladores se ocupa constantemente de esto, rindiendo un verdadero servicio público; pero no consentiría jamás cantar en un rincón de una asamblea popular, inadvertida, secundaria, aun sin que eso fuera deshonroso, y preferiría negarnos el don de su canto.

      Pero esto no es necesario, porque su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos preocupados por cosas muy diferentes, y el silencio reina no sólo porque ella canta, y muchos acaso ni miran, prefiriendo hundir el rostro en el cuello del vecino, y Josefina parece por lo tanto esforzarse inútilmente en el escenario, hay algo sin embargo en su canto —y esto no puede negarse— que nos conmueve. Esos chillidos que lanza mientras todos están entregados al silencio, nos llegan como un mensaje de todo el pueblo a cada uno de nosotros; el suave chillido de Josefina en medio de esos momentos de graves decisiones es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo ante el tumulto del mundo hostil. Josefina se impone, con su carencia de voz, con su carencia de técnica se impone y nos llega al alma; nos hace bien pensar en eso. En esos momentos, no soportaríamos a una verdadera artista del canto, suponiendo que hubiera alguna entre nosotros, y unánimemente nos alejaríamos de la insensatez de semejante concierto. Que Josefina no descubra jamás que la escuchamos justo porque no es una gran cantante. Algún presentimiento de esto ha de tener, porque si no ¿con qué motivo negaría tan apasionadamente que la escuchamos?; pero igual sigue cantando, tratando de alejar a chillidos ese presentimiento.

      Pero hay otras cosas que deberían consolarla: a pesar de todo, es probable que la escuchemos igual que se escucha a una artista del canto; provoca emociones que una artista famosa trataría en vano de lograr, y que sólo son posibles justamente por la pobreza de sus medios. Esto se relaciona sobre todo con nuestro modo de vivir.

      Si bien nuestro pueblo desconoce la juventud, apenas conoce una mínima infancia. Es cierto que regularmente aparecen proyectos en los que se otorga a los niños una libertad y protección especial; en los que su derecho a cierta negligencia, a cierto espíritu inocente de travesura, a un poco de diversión, es reconocido, y se fomenta su ejercicio; en cuanto aparecen esos proyectos todos los aprueban, nada aprobarían con más agrado, pero tampoco hay nada que la realidad de nuestra vida permita menos cumplir; se aprueban los proyectos, se intenta su aplicación, pero pronto todo vuelve a ser lo que era antes. Nuestra vida es tal, que un niño apenas puede correr un poco y distinguir otro tanto del mundo que le rodea, pues debe ganarse la vida como un adulto; las zonas en que por razones económicas debemos vivir dispersos son demasiado extensas, nuestros enemigos demasiado numerosos, los peligros que nos acechan, innúmeros; no podemos alejar a los niños de la lucha por la existencia, hacerlo significaría una muerte prematura. A estas melancólicas consideraciones se agrega otra que no es nada melancólica: la fecundidad de nuestra raza. Una generación —y cada una es más numerosa aún que la anterior— es inmediatamente desplazada por la siguiente; los niños no tienen tiempo de ser niños. Otros pueblos pueden criar cuidadosamente a sus niños, pueden edificar escuelas para ellos, y de esas escuelas surgen diariamente torrentes de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo esos niños que día tras día salen de las escuelas son los mismos. Nosotros no tenemos escuelas, pero de nuestro pueblo surgen a brevísimos intervalos innúmeras multitudes de niños, balbuceando o pipiando alegremente, porque todavía no saben chillar, rodando o gateando impulsados por el ímpetu general, porque todavía no saben correr, llevándoselo todo por delante con torpeza, porque todavía no pueden ver, ¡nuestros niños! Y no como los niños de esas escuelas, siempre los mismos, no; siempre distintos, sin fin, sin interrupción, apenas aparece un niño, ya no es más niño, porque se apiñan detrás de él nuevos rostros de niños, imposibles de diferenciar a causa de su cantidad y su premura, rosados de felicidad. Verdaderamente, por más hermosa que sea esta abundancia, y por más que nos la envidien los demás, y con razón, no podemos proporcionarles una verdadera infancia. Y esto trae consecuencias. Una especie de inagotable e inarraigable infancia caracteriza a nuestro pueblo; en oposición directa con lo mejor que tenemos, nuestro infalible sentido común, nos conducimos muchas veces de la manera más insensata, y justamente con la misma insensatez de los niños, loca, pródiga, grandiosa, frívolamente, y todo por el placer de alguna diversión. Y aunque tanto nuestra alegría natural ya no puede alcanzar la intensidad de la alegría infantil, algo de ésta sin duda queda. Y también Josefina ha sabido aprovechar desde el primer momento esta puerilidad de nuestro pueblo.

      Pero nuestra gente no sólo es pueril, en cierto sentido también es prematuramente senil, la niñez y la vejez no son como en los demás. No tenemos juventud, somos adultos de inmediato, y luego somos adultos demasiado tiempo, y cierto cansancio y cierta desesperanza originados por esa circunstancia nos marcan con señales visibles, a pesar de la resistencia y la capacidad de esperanza que nos caracterizan. Esto también se relaciona seguramente con nuestra carencia de sentido musical, somos demasiado viejos para la música, sus emociones, sus éxtasis no concuerdan con nuestra pesadez; cansados, la desdeñamos; nos conformamos con nuestro chillido; un chillido de vez en cuando basta. Quien sabe si no habrá talentos musicales entre nosotros; pero si los hubiera, el carácter de nuestras gentes los anularían antes de que comenzaran a desarrollarse. En cambio, Josefina puede chillar todo lo que se le ocurra, o cantar, o como quiera llamárselo, no nos molesta, nos cae bien, podemos soportarlo perfectamente; si alguna traza de música hay en su canto, está reducida a su mínima expresión; así conservamos cierta tradición musical, sin molestarnos en lo más mínimo.

      Pero Josefina representa algo más para este pueblo tan definido. En sus conciertos, sobre todo durante las épocas difíciles, sólo los muy jóvenes se interesan por la cantante como tal, sólo ellos la contemplan con asombro, miran cómo proyecta los labios, cómo expele el aire entre sus bonitos dientes, y cómo desfallece de pura admiración ante los sonidos que ella misma provoca, y aprovecha esos desfallecimientos para elevarse hacia nuevas y cada vez más increíbles perfecciones; pero la verdadera masa del pueblo —es fácil advertirlo— se recoge en sus propios pensamientos. Aquí, en los breves instantes entre las luchas, el pueblo dormita; como si los miembros de cada individuo se distendieran, como si por una vez el sufriente pudiera tenderse y reposar en el vasto y cálido lecho del pueblo. Y en medio de esos sueños resuena el intermitente chillido de Josefina; ella lo llama canto perlado, nosotros tartamudeo; pero de todos modos, éste es su lugar apropiado, más que en cualquier otra parte; casi nunca encontrará la música momento más adecuado. Algo hay allí de nuestra pobre y breve infancia, algo de una dicha СКАЧАТЬ