La Regenta. Leopoldo Alas
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Regenta - Leopoldo Alas страница 42

Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Ingram

Жанр: Современная зарубежная литература

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377185

isbn:

СКАЧАТЬ nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».

      Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.

      Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault—Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.

      Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin , y blandiéndolo gritaba:

      —¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!

      Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.

      Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.

      También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.

      —¡Este va a reina!—exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.

      —No puede ser.—¿Cómo que no puede ser?

      Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.

      —A reina va, y lo hago cuestión personal—añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.

      Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.

      Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.

      (

      Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito—el hijo del marqués de Vegallana—y este el amigo íntimo de don Álvaro.

      —Buenas tardes, señores—dijo Ronzal sentándose en el corro.

      Dejó los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.

      —¿De quién se murmura, pollo?—preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.

      Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores. Joaquín contestó:—De nadie. Y encogió los hombros.—No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.

      —Así es la verdad—dijo el ex-alcalde—. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.

      Ronzal se puso serio.—¡Hola!—dijo—¿también espifor ? (Espíritu fuerte en el francés de Trabuco.)

      —Se trataba—añadió Foja—de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín.... ¡Je, je!...

      Ronzal no entendía.—A ver, a ver; exijo que se hable claro.

      Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.

      El señor Orgaz se atrevió a murmurar:

      —Hombre, eso de exigir...—Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!

      —Pero ¿qué es lo que usted exige?—preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.

      —Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.

      —¿Pero qué cuestión?

      —¡Esa! Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.

      —¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!

      Ni él mismo sabía lo que exigía.

      Foja se encargó de poner las cosas claras.

      —El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.

      —¡Eso es!—dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.

      —Quiero saber—añadió—si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable....

      —Pero ¿qué señora?

      —Esa, don Joaquinito, esa; y de mí no se burla nadie.

      La disputa se acaloró; tuvieron que intervenir los señores venerables del rincón obscuro; tan grave fue el incidente. Se pusieron por unanimidad de parte del señor Ronzal, si bien reconocían que se enfadaba demasiado. Le explicaron el caso, pues aún no había dejado que le enterasen. No se trataba de Ronzal. Se había dicho allí con más o menos prudencia, que el señor Magistral iba a ser en adelante el confesor de la señora doña Ana de Ozores de Quintanar, porque esta ilustre y virtuosísima dama, huyendo de las asechanzas de un galán, que no era el señor Ronzal....

      —Es Mesía—interrumpió Joaquín.

      —Pues miente quien tal diga—gritó Trabuco muy disgustado con la noticia—. Y ese señor don Juan Tenorio puede llamar a otra puerta, que la Regenta es una fortaleza inexpugnable. Y en cuanto al que trae tales cuentos a un establecimiento público....

      —El Casino no es un establecimiento público—interrumpió Foja.

      —Y se hablaba entre amigos, en confianza—añadió Orgaz, padre.—Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía—gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de sí al bárbaro de Pernueces.

      No hubo tal cosa. Se puso como un tomate Trabuco, pero no se movió, y dijo:

      —¡Ni СКАЧАТЬ