Название: Los nuestros
Автор: Serguéi Dovlátov
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: La principal
isbn: 9788417617547
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A los pocos minutos llegó corriendo la abuela. Tras ella, los vecinos. Todos daban voces y lloraban. Solo al anochecer se apagaron los sollozos. Y entonces, a través del incesante rumor del torrente que bordeaban unas rocas sombrías, llegó un despectivo y formidable:
—¡K-A-A-KEM! ¡TU UTAMÁ!…
Capítulo 3
Al tío Román Stepánovich le gustaba repetir:
—¡En cuerpo sano, misma mente!…
En su juventud fue un kinto de Tiflis. Palabra bastante difícil de traducir. Un kinto no es un gamberro, un borracho ni un holgazán. Aunque es un tipo que bebe, arma jaleo y no trabaja… ¿Un vividor, quizás? ¿Un calavera? No sabría decirlo.
Mi tío llevaba un cuchillo enorme. Desde joven le gustaban el vino napareuli y las rubias rellenitas…
Tal vez la única cualidad de un verdadero kinto sea su labia. Mi tío se distinguía por tener un humor bastante peculiar. Así, por ejemplo, a los catorce años, aguó la fiesta de aniversario de la república soviética de Georgia.
La cosa sucedió de la siguiente manera. En Tiflis se celebraba la señalada fecha, se conmemoraban por todo lo alto los siete años de la república. La enorme sala del Palacio de Cultura Karl Liebnecht estaba llena a rebosar. Las más altas autoridades pronunciaban sus discursos. Tras ellos intervenían los representantes de las minorías étnicas.
En nombre de los armenios intervenía mi tía Anelia, la hermana de mi tío. Anelia se pasó dos semanas preparando el discurso.
—Hace siete años… —empezó a decir.
La sala enmudeció.
—Ya hace siete años… —repitió mi tía.
Se oyó el repicar de una ficha del guardarropa. Alguien se abría paso de puntillas entre las butacas.
—Ya hace siete años… —pronunció con voz firme la tía Anelia.
A su espalda, en un retrato, el generalísimo entornaba los ojos con expresión maliciosa. Se hizo un completo silencio.
Y entonces la voz animosa de mi tío resonó en la sala:
—Ya hace siete años que Anelia no encuentra marido…
La tía Anelia abandonó entre sollozos el estrado. El tío Román pasó un día entero en comisaría…
Antes incluso de la guerra, mi tío decidió ingresar en la universidad y hacerse filósofo. Una decisión más que natural en una persona carente de un objetivo concreto en la vida. Todas las personas dotadas de una percepción embrollada y nebulosa de la vida sueñan con dedicarse a la filosofía.
El tío Román presentó sus papeles para ingresar en la universidad. El primer examen era de literatura rusa. El tío se dirigía a los aspirantes que iban saliendo de la sala y les preguntaba:
—¡Joven, ten la bondad! ¿Qué pregunta te ha tocado?
—Pushkin —le decía uno.
—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.
—Lérmontov —le decía otro.
—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.
—Gógol —le informaba un tercero.
—¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.
Finalmente llamaron al tío Román. Este se acercó a la mesa, extrajo una papeleta y leyó:
«La obra literaria de Griboyédov».
—¡Maldición, qué suerte la mía! —exclamó mi tío—. Justo el que no me he estudiado.
Cuando empezó la guerra, mi tío se sintió animado. En el Ejército se valoraba a gente como él. Aun en tiempo de paz, a mi tío le encantaban las peleas.
Regresó del frente con el grado de teniente coronel. La guerra hizo de él un hombre responsable.
Como a todos los tenientes coroneles retirados, a mi tío lo hicieron responsable de la seguridad en el trabajo de la fábrica Luch. (Los coroneles dirigen las secciones de personal).
Es posible que entendiera algo de seguridad en el trabajo, no lo excluyo. Sin embargo, encauzó todos sus esfuerzos hacia el ejercicio físico. Mi tío dirigía la gimnasia de todo el grupo. Estableció la práctica del esquí de fondo tradicional. Organizaba partidos de voleibol. Salía en los periódicos.
A sus sesenta y tres años esquiaba a la perfección y podía salir bien parado de cualquier pelea.
—¡En cuerpo sano, misma mente! —repetía.
A mí me despreciaba de corazón. Yo no hacía gimnasia por las mañanas. No me bañaba con agua helada. Para ser sincero, siempre he odiado los movimientos bruscos.
Cuando alguien me ofende, intento por todos los medios hacer las paces.
Me han ofendido pocas veces, la verdad. Tres veces en toda mi vida. Y las tres veces fue mi tío.
—¡Intelectual! —me gritaba—. ¡Carroña! Más que un hombre pareces un trapo…
A la pregunta de cuál era su escritor preferido, mi tío respondía a la primera:
—¡Martin Eden1!
Podía pasarse horas contando sus hazañas con los puños. Y era muy fantasioso, además. Sin embargo, cuando le preguntaba acerca de la guerra, mi tío no abría la boca. No le gustaba hablar de eso. Ignoro la razón…
El tío había tenido dos hijos con Anna Grigórievna Sújareva. Un niño y una niña. Mi tío los visitaba con regularidad. Revisaba sus cuadernos y firmaba en el libro de notas. E invariablemente repetía:
—¡En cuerpo sano, misma mente!
Cierto día que Anna Grigórievna estaba en la cocina y los niños jugaban con su padre, mi tío se tiró un pedo. Los chicos estallaron en carcajadas.
Anna Grigórievna se asomó al oír el alboroto. Se paró en el quicio de la puerta y, cruzando los dos brazos sobre pecho, dijo solemnemente:
—Los niños necesitan un padre… Mira cómo juegan, cómo ríen, lo bien que se lo pasan…
Pero el tío Román tenía también una esposa. Galina Pávlovna era «trabajadora sanitaria», como ella misma solía presentarse. Mi tío la quería y la respetaba. Su mujer compartía su credo filosófico: «¡En cuerpo sano, misma mente!».
Un día llamaron al timbre de la puerta. El tío estaba en el trabajo. Y Galina había pasado un momento por casa solo para comer. Así que sonó el timbre.
—¿Quién СКАЧАТЬ