Macarras interseculares. Iñaki Domínguez
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Название: Macarras interseculares

Автор: Iñaki Domínguez

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

Серия: General

isbn: 9788418403095

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СКАЧАТЬ callejón donde parábamos no estaba asfaltado, era un camino de tierra, y Chamberí estaba lleno de corralas, salas con dormitorio y un baño, que antes estaba en el pasillo. Las viviendas exteriores eran más grandes pero, cuando te dirigías a los patios, estaban las corralas».

      «Uno de nuestros camellos era el L., un iraní hijo de un capitán de aviación o un alto mando militar. En una ocasión, estábamos en Vallecas y habíamos quedado con un iraní que estaba fichado, fichadísimo… y otro colega nuestro español que también estaba fichado. Estábamos en Vallecas, en la casa de éste último, con medio kilo de jamaro [heroína], de primera, del bueno. Y teníamos un enganche considerable, también. Y el iraní tenía un Golf descapotable que no lo había en España… en ningún sitio. Hace treinta y tantos años, solo había uno en el país. De repente, nosotros con ese medio kilo, miramos por la ventana y llega la policía, macho, y nosotros desde la casa del Cejas, mirando cómo le rajaban la capota al iraní para ver qué tenía dentro… eso, en esa época, no era ilegal. Y el moro en el baño a punto de tirar el medio kilo por el váter, que eso era un marronazo que te cagas. Y… al final, tuvimos suerte y no pasó nada. El moro tiraba para la terraza hacia la azotea. Aprovechamos nosotros, que teníamos el medio kilo en la casa, y nos quedamos unas buenas cucharadas de heroína sin que se enterase el iraní. La policía nunca supo que estábamos en el edificio. Estaban concentrados en el coche de este. El moro volvió, le habíamos quitado tres cucharadas soperas».

      «Por entonces, no había mucha idea de los efectos de la droga». «Llegaron muchas cosas nuevas que ver y mirar». «En la droga nos metimos todo el mundo, y nos metíamos de todo. Y, además, con una calidad que no hay ahora mismo. La heroína ni vomitabas. Y no sabíamos nada de nada... Sabíamos que los colegas caían. Los llevaban al hospital de infecciosos, al Carlos III [en el barrio del Pilar]. Era un hospital antiguo de contagiosos. Íbamos de visita. El Carlos III era peculiar porque tú veías a los colegas desde un balcón. Recuerdo la primera amiga que cayó, que no sabíamos qué era lo que tenía [el sida]. Y, día a día, la veías cómo iba decayendo».

      J., el hermano del O., recuerda las actividades de la panda del Callejón: «Vivían de vender chocolate. Luego llegó el caballo, que también lo vendían. A uno de ellos le cayeron dos años de cárcel, lo que le sirvió para quitarse del vicio. Vivían de bajarse al moro. Tenían una tienda de objetos marroquíes y en la trastienda vendían. Bajaban hasta dos, tres y cuatro veces al mes. Luego comenzaron a operar en Málaga».

      «Con la Transición, de repente, toda la conciencia política desapareció. Casi todos mis hermanos estaban concienciados políticamente, pero [entre] los nacidos en los sesenta, la conciencia política fue prácticamente nula. [Ninguno de los nacidos] después de 1965 se metió en política».

      «Por entonces, lo más codiciado eran las pajitas de coca. En Madrid, las pajitas eran el Shangri-La. Porque era como se vendía la cocaína en Galicia, porque la humedad, así, no afectaba tanto a la droga. Una papelina en Galicia era un desastre [porque la humedad estropea la coca en polvo]».

      R., La Carrá: «Pillamos un bar en la playa de San J., Alicante, donde vendíamos de todo. Montamos un bar que no era un bar. Tuvimos un éxito arrollador. Eso fue a finales de los ochenta. A nosotros venían a buscarnos los gitanos de Alicante porque les quitábamos todo el negocio. Ya no teníamos que bajar al Moro. Nuestros proveedores venían con cincuenta kilos de hachís en el coche. Estos moros tenían una perra en celo para que los perros de la policía se excitasen al olerla. Así, olían a la perra y no olían el hachís. En una ocasión, un picoleto se puso enfrente del coche y casi lo atropellan. La perra era una dóberman. Lo curioso es que cuando entrabas en la casa de los moros, la perra se acercaba a tus genitales, pero no se ponía de cara, sino de culo. Había un cabrón que se estaba follando a la perra... Era el que tenían de machaca. En la organización que tenían montada había castas. Cada vez que íbamos a verlos en Marrakech, lo pasábamos de puta madre».