Verano venenoso. Ben Aaronovitch
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Название: Verano venenoso

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788418431029

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СКАЧАТЬ a qué? —pregunté.

      Stan hizo un pequeño gesto de desesperación en dirección a la trampilla vacía.

      —Me han robado mi alijo —indicó.

      —¿Qué? ¿Todas las cosas ilegales que habías escondido para que la policía no te pillara?

      —Los conejos no son ilegales —murmuró Stan.

      —¿Quién crees que se lo llevó? —preguntó Dominic.

      —Supuse que había sido un poni —dijo Stan.

      —¿Por qué iba un poni a meterse en tu escondite? —repliqué.

      —Les vuelve locos la comida —dijo.

      Le pregunté a Dominic si había ponis por allí.

      —Hay algunos a un par de parcelas de distancia —respondió—. Y algunos más bajando la colina, hacia Aymestrey. Pero nunca había oído que bebieran gasóleo.

      —¿Y qué hay de las drogas? —quise saber—. ¿Qué efecto tendría el diazepam en un caballo?

      Los dos miramos a Stan y ella se encogió de hombros.

      —No lo sé —reconoció—. Nunca se lo he dado a un caballo.

      —Quizá deberíamos informar a los veterinarios locales —propuse.

      —No fue un caballo —dijo Stan—. La puerta estaba cerrada con un alambre.

      Nos mostró unos orificios negros de metal que había en la puerta y el marco. Los restos de una cerradura de seguridad, pensé. Stan dijo que siempre le daba un par de vueltas a un alambre grueso de acero a través de los agujeros y que, después, lo enrollaba para mantenerla cerrada. Le pregunté dónde estaba el alambre y me enseñó el sitio en el que había caído sobre el suelo, desenrollado. Recogí los pedazos y les eché una ojeada; ni los habían cortado ni los habían fundido ni, hasta donde podía asegurar, habían estado expuestos a la magia. De hecho no había absolutamente nada de nada en lo que se refiere a vestigia (el rastro que deja la magia) en ninguna parte del escondite.

      La flora retiene muy pocos vestigia, lo que hace que el campo, dejando a un lado la poesía, no sea un lugar especialmente mágico. Este hecho causó una gran consternación entre los practicantes de magia más románticos de finales del siglo xviii y principios del xix, entre los que destaca Polidori, que pasó mucho tiempo intentando demostrar que las cosas naturales, en su estado salvaje e indómito, eran intrínsecamente mágicas. Al final, terminó loco, pero eso podría haber sido el resultado de pasar mucho tiempo con Byron y los Shelley. Su gran salto a la fama, más allá de escribir la primera novela de vampiros de la historia, vino dado por su intento de clasificar los lugares de los que provenían los poderes mágicos, fueran los que fueran. Para ello empleó la palabra potentia, ya que no hay nada como el latín para ocultar el hecho de que te inventas las cosas sobre la marcha.

      Polidori se encontraba entre los primeros en postular que, además de los animales, las cosas debían generar potentia. Los bosques, por ejemplo, producen potentia silvestris y los ríos, potentia fluvialis. Y es de estas fuentes de energía de las que los dioses, diosas y espíritus locales obtienen su fuerza.

      Yo he estado en presencia del Padre Támesis y he sentido cómo su influencia se abalanzaba sobre mí como una marea entrante. He visto a una diosa menor lanzar un muro de agua de un extremo del mercadillo de Covent Garden al otro. Eso son sesenta toneladas de agua sobre una distancia de treinta metros —lo que precisa mucho poder, unos setenta megavatios como mínimo—, más o menos lo que consigues con un motor de reacción a toda potencia. Y además, estuve a punto de besarla después de aquello… Da que pensar, ¿no os parece?

      Sabemos que el poder debe provenir de alguna parte y las teorías de Polidori eran tan válidas como las de cualquier otro. Pero poner un nombre en latín a una teoría no hace que sea cierta, o al menos no en el sentido que importa.

      Si hubiera habido alguna clase de actividad sobrenatural en aquel lugar, habría encontrado, al menos, algo en la puerta o en el hormigón de los cimientos, pero no había rastro alguno de magia. La ausencia de pruebas, como cualquier arqueólogo puede confirmar, no es prueba de ausencia. Hice una nota mental para acordarme de preguntar a Nightingale cómo funcionaba la magia en el campo.

      —¿Qué buscas? —me preguntó Stan.

      —Estaba mirando por si encontraba alguna huella —dije.

      —No hay ninguna —respondió la mujer—. Si las hubiera, las habría visto.

      —A Stan se le da bien rastrear —repuso Dominic.

      El sol se había alzado lo bastante como para darme directamente en la nuca.

      —Entonces, ¿no hay ningún rastro?

      —Ninguno —aseguró Stan.

      —¿Por qué piensas entonces que ha sido obra de un poni?

      —No lo sé. Fue lo primero que me vino a la cabeza cuando lo encontré abierto.

      Nos quedamos en silencio durante un instante; algo con un tono agudo cantó entre los árboles. El calor parecía aumentar a nuestro alrededor y recordé que mi botella de agua seguía en la furgoneta.

      —A ver, recapitulemos —dije—. Tu alijo ha desaparecido, pero las chicas no están ahí dentro. Y, aunque parece que ha sido obra de una persona y no de un animal, no hay ningún rastro.

      —También se me ocurrió que quizá había sido cosa de extraterrestres —añadió Stan—. Por lo de que no haya huellas—. Hizo un movimiento con el brazo, como si fuera una especie de garra colgando bocabajo.

      —Esperemos entonces que su platillo funcione con gasóleo —respondió Dominic—. De lo contrario, creo que se llevarán un chasco.

      Utilicé una aplicación GPS en el móvil para fijar nuestra localización y, después, sugerí que volviéramos a la furgoneta antes de dar la investigación por concluida.

      —¿Cómo vamos a explicar lo que hacíamos aquí? —preguntó Dominic mientras gateaba para salir de entre las azaleas.

      Le respondí que podía culparme a mí, que dijera que estaba haciendo mis comprobaciones rutinarias.

      —Creía que ese era el plan —dije.

      Dominic admitió que así era, pero quería saber cuál sería mi declaración.

      —Les diré que quería echar un vistazo a una instalación militar de la Segunda Guerra Mundial —indiqué.

      Era bastante creíble. Los cimientos no solo tenían las dimensiones perfectas para haber sido un refugio estándar, sino que además estaban construidos con el «hormigón barato» y de poca calidad que se empleó para construir fortines y refugios antiaéreos a toda prisa. En el tumulto que siguió a la caída de Francia en 1940, muchos sitios quedaron fuera del radar burocrático.

      —¿Incluirás eso en tu informe? —preguntó Dominic.

      —¿Por qué no? —dije—. Todavía quedan muchos secretos por СКАЧАТЬ