Verano venenoso. Ben Aaronovitch
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Название: Verano venenoso

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788418431029

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СКАЧАТЬ era de estatura media, pero una pequeña joroba la hacía parecer un poco más bajita. Tenía el pelo castaño, los ojos hundidos, la nariz respingona, los labios finos y el mentón hundido. Además de la joroba, se apreciaba cierta flacidez en el lado derecho del rostro. Consecuencias de un accidente que tuvo de adolescente, según me contó Dominic más tarde: «Saltó de la parte trasera de un quad cuando tenía diecisiete años». Cuando le pregunté el motivo, Dominic se limitó a decirme que todos iban muy borrachos en aquel momento.

      —¿Quién es este? —preguntó Stan.

      Iba ataviada con un mono de trabajo azul, pero llevaba la parte superior atada a la cintura por los brazos, lo que dejaba a la vista una sucia camiseta morada con el logo de OCP. Si la hubiera conocido mientras patrullaba Londres en mi cabeza, la habría clasificado automáticamente, pero tampoco habría sido una persona que destacara. Entonces me di cuenta de que aquí, en el quinto pino, no sabía lo que se consideraba normal. A lo mejor, todo el mundo vestía así.

      —Es Peter —respondió Dominic—. Viene de Londres.

      —¿Ah, sí? —Las palabras salieron lentamente de su boca, como si Stan estuviese cabreada o tuviera que concentrarse para hablar con claridad. Me pregunté cómo de fuerte se habría golpeado al caerse del quad.

      —¿Vas a enseñarnos lo que has encontrado o qué? —preguntó Dominic.

      Stan me miró fijamente durante unos segundos. Sus ojos eran de un gris pálido y tenía el párpado del ojo derecho visiblemente entrecerrado.

      —¿Y qué pasa con él? —replicó Stan.

      —Peter es de la Policía Metropolitana —repuso Dominic—. Cuando termine con su trabajo aquí, se volverá directamente a casa. No le interesa ninguna de tus fechorías ni delitos menores.

      Stan dejó caer la cabeza hacia delante como si de repente le hubiera resultado demasiado pesada a su cuello.

      —Está bien —concedió.

      Tras quedarnos allí parados diez segundo como unos monigotes, miré a Dominic, que se encogió de hombros e indicó que debíamos esperar. Al cabo de medio minuto, Stan levantó la cabeza y, como si alguien le hubiera dado cuerda un par de veces, nos dijo que la siguiéramos por el bosque.

      Nos adentramos con ella a través de unos helechos que nos llegaban a la altura de la cintura y bajamos por algo que no parecía un camino, sino una zona donde el sotobosque no era tan denso. A pesar de la sombra que proporcionaban los árboles, el aire era cálido y húmedo, y estaba pensando en quitarme la chaqueta cuando Stan se detuvo de golpe frente a un gran muro de azaleas.

      —Está ahí dentro —dijo antes de agacharse y gatear por un agujero estrecho.

      La seguí a regañadientes por un túnel corto y frondoso que olía a ambientador barato y que dio paso a un pequeño claro rodeado, en tres de sus lados, por más azalea y, en el cuarto, por un árbol mocho caducifolo con pocas hojas y unas ramas tan curvadas y retorcidas que la copa rozaba el suelo. El claro en sí tenía una forma rectangular perfecta que resultaba poco habitual, pero caí en la cuenta de que era resultado de la presencia de los cimientos de un pequeño edificio. En un extremo había restos de una hoguera, ennegrecida y definida por un círculo de ladrillos rotos y piedras grandes, y en el otro, un bloque elevado de hormigón (una carbonera, una fosa séptica o algo con una función parecida). El suelo de cemento llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo lo bastante como para que un par de centímetros de polvo y tierra gris se hubiera amontonado encima.

      —Nadie es capaz de encontrar este sitio —dijo Stan con orgullo.

      Pero, evidentemente, alguien lo había hecho, porque Stan nos enseñó la puerta de hierro forjado situada en el lateral del plinto; se parecía al conducto para la basura del piso de mis padres. Serpentinas de plástico verde, blanco y transparente asomaban por los bordes de la puerta: restos de unas bolsas. Stan tiró de la puerta, que se abrió con un crujido y reveló más tiras de plástico y un hedor terrible a carne pasada y papel podrido. Parecía haber un gran hueco detrás de la puerta, pero no tenía mucha curiosidad por saber de qué se trataba.

      —¿Qué guardabas ahí dentro? —pregunté.

      —Mis reservas —respondió Stan.

      —Ya, pero ¿qué exactamente?

      —Bennies, algunas balas azules, algo de speed, un poco de ciervo, un par de conejitos y algo de rojo.

      Las tres primeras las conocía —eran bencedrina, diazepam y anfetaminas—, pero le pregunté a Dominic qué era el resto.

      —Ya sabes. Ciervo como Bambi, conejos y gasóleo agrícola. Stan se lo manga a su padre del tractor, ¿no es cierto?

      Stan afirmó con la cabeza. No sabía qué era el gasóleo agrícola, pero, no quería parecer un idiota, así que no lo pregunté.

      —¿Cuándo crees que se lo llevaron todo? —inquirí.

      —Lo encontré así el jueves —contestó Stan—. Por la tarde. —Levantó un dedo y empezó a enrollar un rizo de pelo con él—. Alrededor de las cinco.

      La mañana en la que habían desaparecido las niñas; el primer día de la búsqueda.

      —Y antes de eso, ¿cuándo fue la última vez que viniste? —preguntó Dominic, que obviamente pensó lo mismo que yo.

      —El miércoles —dijo Stan, y se calló de golpe cuando me vio sacar un cuaderno y apuntar cosas en él. Para la policía, si las cosas no están escritas en alguna parte, no ocurrieron. Y si la investigación acababa mal, habría preguntas. No iba a arriesgarme a que hubiera alguna confusión con respecto a quién había dicho qué a quién, fuera un colega o no.

      —¿Por la mañana o por la tarde? —pregunté.

      Dominic emitió unos ruiditos alentadores y Stan admitió que había comprobado el escondite sobre las siete de esa tarde. Un pensamiento horrible me cruzó la mente en ese momento.

      —¿Has mirado a ver si… —Vacilé—… si hay alguien dentro?

      Stan negó con la cabeza.

      Miré a Dominic y señalé con la cabeza la amplia trampilla. Gruñó.

      —Es tu colega —comenté.

      Dominic suspiró, sacó una fina y diminuta linterna del bolsillo de la chaqueta e introdujo la cabeza con diligencia. Escuché un «¡Mierda!» amortiguado, un tosido y, entonces, Dominic emergió de nuevo.

      —No —dijo—. Gracias a Dios no hay nadie. Y Stan, no vuelvas a guardar comida ahí dentro en el futuro. Es asqueroso y, seguramente, poco saludable.

      —Vamos a tener que informar de esto —añadí, y Dominic asintió.

      Stan se quedó boquiabierta.

      —¿Por qué? —preguntó.

      —Para que los equipos de búsqueda no pierdan el tiempo con este sitio cuando lleguen—explicó Dominic.

      —Entonces, ¿crees que lo encontrarán? —preguntó Stan.

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