Название: Cuentos de amor, locura y muerte
Автор: Horacio Quiroga
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074571271
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Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando, como una tumba, el abominable fin de su único sueño de felicidad.
[II]
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.
Lidia misma tenía bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara. Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
–¿Hace mucho tiempo que usas eso? –le preguntó él al fin.
–Sí –murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja. Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.
–¡Octavio! ¡Me va a matar! –clamó ella con ronca súplica–. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!
–¡Es que no vivirá dos horas, si le dejo eso! –contestó Nébel.
–¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió con Lidia.
–¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
–Sí... Los médicos me habían dicho... Él la miró fijamente.
–Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso blanca, y mirando afuera ahogó un sollozo mordiéndose los labios.
–¿No hay médico aquí? –murmuró.
–Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.
–¿Noticias? –preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él. Quieta los ojos a él.
–Sí –repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
–¿Del médico? –volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
–No, de mi mujer –repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos. A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
–¡Octavio! ¡Mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
–Pla... pla... pla...
Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
–¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? –preguntó
–¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá! –cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violetas.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.
–Toma esto –le dijo cuando ella estuvo a su lado, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo la mirada.
–¡Tonta, pues! –repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel entonces se inclinó sobre ella.
–Perdóname –le dijo–. No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retuvo un momento en silencio. Luego, sin soltarla, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
La muerte de Isolda
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.
Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro –aun bien hermoso–, reside en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.
–Se conocen –me dije– y no poco.
En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, СКАЧАТЬ