Название: Cuentos de amor, locura y muerte
Автор: Horacio Quiroga
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074571271
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–Sí... En Entre Ríos también...
–¡Qué feliz! Si pudiera uno... ¡Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este, con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
–Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
–Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se repondría enseguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
–Soy casado –repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos cómicas:
–¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!... No sé lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
–Sí, generalmente... Ahora está en Europa.
–¡Qué desgracia! Es decir... ¡Octavio! –añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos–: A usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo... ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre –concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz–: Usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.
–¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una lenta con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.
–¿No sabes, Lidia? –prorrumpió la madre alborozada, al volver su hija–. Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su serenidad.
–Muy bien mamá...
–¡Ah! ¿No sabes lo que dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia...
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.
–¿Hace tiempo? –murmuró.
–Cuatro años –repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.
INVIERNO
[I]
No hicieron el viaje juntos por un último escrúpulo de Nébel en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron todos en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues –a más de su propia frugalidad– su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en sus facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama había mirado a Nébel con transida angustia:
–Si me permite, Octavio... ¡No puedo más! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.
–Ahora estoy bien... ¡Qué dicha! Me siento bien.
–Debería dejar eso –dijo duramente Nébel, mirándola de costado–. Al llegar, estará peor.
–¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las empiezan a esa hora a afilar las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
–¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto Lidia.
–¡Quién es! –sonó de pronto la voz azorada.
–Soy yo –murmuró apenas Nébel.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostoyevsky, que hasta ese momento no había comprendido:
«Nada СКАЧАТЬ