Alamas muertas. Nikolai Gogol
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Название: Alamas muertas

Автор: Nikolai Gogol

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Vía Láctea

isbn: 9788446049920

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СКАЧАТЬ ruego del modo más humilde –dijo Manilov–. Perdone usted si no tenemos una comida como en las grandes mansiones y en las capitales; nosotros tan sólo tenemos, según la costumbre rusa, sopa de coles, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le ruego del modo más humilde...

      Aún tuvieron una discusión durante un rato sobre quién había de entrar primero y finalmente fue Chichikov quien entró de lado en el comedor.

      En el comedor había ya dos muchachos, los hijos de Manilov, que estaban en esos años en los que los niños ya se sientan a la mesa pero aún en sillas altas. Junto a ellos, se hallaba el preceptor, que saludó cortésmente y con una sonrisa. La señora se sentó detrás de su taza de sopa; al invitado lo sentaron entre el señor y la señora; el criado anudó una servilleta en el cuello de los niños.

      —¡Qué niños tan lindos! –dijo Chichikov, mirándolos–. ¿Qué años tienen?

      —El mayor, ocho y el pequeño ayer mismo cumplió seis –dijo la Manilova.

      —¡Temístoclius! –dijo Manilov, volviéndose hacia el mayor, que se esforzaba por liberar su papada, atada por el lacayo con la servilleta.

      Chichikov enarcó un poco la ceja al oír un nombre que, en parte, era griego pero al que, no se sabe por qué, Manilov había dado la terminación en «ius»; ahora bien, se esforzó de inmediato por volver a poner en su cara una expresión de normalidad.

      —Temístoclius, dime, ¿cuál es la mejor ciudad que hay en Francia?

      Aquí el preceptor prestó toda su atención a Temístoclius y parecía como si quisiera saltarle a los ojos; finalmente se tranquilizó y asintió con la cabeza cuando Temístoclius dijo: «París».

      —Y aquí, ¿cuál es la ciudad principal? –preguntó de nuevo Manilov.

      El preceptor prestó otra vez atención:

      —San Petersburgo –respondió Temístoclius.

      —¿Y cuál más?

      —Moscú –respondió Temístoclius.

      —¡Es un niño listo, querido mío! –dijo Chichikov ante esto–. Dígame, sin embargo... –siguió él, volviéndose aquí con cierta expresión de admiración hacia Manilov–. ¡A esos años y ya tales conocimientos! Debo decirle que este niño tendrá grandes virtudes.

      —Oh, usted todavía no lo conoce –respondió Manilov–, tiene un ingenio extraordinario. El pequeño, Alcides, no es tan despierto, pero si se encuentra con algo, un bichejo o un escarabajo, de repente, se le salen los ojillos de sus órbitas. Corre tras él y en seguida le presta atención. Yo lo tengo destinado para la carrera diplomática. Temístoclius –prosiguió, dirigiéndose otra vez hacia él–, ¿quieres ser embajador?

      En aquel momento, el lacayo que estaba detrás, le secó la nariz al embajador y fue muy oportuno pues, de otro modo, se habría disuelto en la sopa una virtuosa gota que no pertenecía a la misma. En la mesa, empezó un diálogo sobre los placeres de la vida tranquila, interrumpido por las observaciones de la señora sobre el teatro de la ciudad y sobre los actores. El preceptor miraba con mucha atención a los que hablaban y cuando se daba cuenta de que iban a sonreír, en ese preciso instante, abría la boca y se reía con aplicación. Probablemente era un hombre agradecido y quería pagar con esto al señor por su buen trato. Por otra parte, en cierta ocasión, su cara adquirió un aspecto duro y comenzó a golpear en la mesa con severidad, dirigiendo los ojos a los niños, que se sentaban frente a él. Esto ocurrió muy a tiempo porque Temístoclius había mordido a Alcides en la oreja, y Alcides, cerrando los ojos y abriendo la boca, estaba listo para romper en sollozos del modo más lastimero, pero al sentir que por esto podía quedarse sin un plato, puso la boca de otra forma y comenzó a roer, entre lágrimas, un hueso de carnero; así, sus dos carrillos empezaron a brillar con la grasa. La señora se dirigía a menudo a Chichikov diciéndole: «No come usted nada. Ha picado usted bien poco». A esto, Chichikov respondía cada vez: «Se lo agradezco humildemente, estoy muy lleno, la conversación agradable es mejor que ningún plato».

      Se levantaron de la mesa. Manilov estaba extraordinariamente satisfecho y poniendo la mano en la espalda de su invitado, se preparaba de este modo para conducirle al salón, cuando, de repente, el invitado anunció de forma muy grave que quería hablar sobre un asunto de suma importancia.

      —En tal caso, permítame proponerle entrar en mi despacho –dijo Manilov y se lo llevó a una pequeña habitación cuya ventana daba a un bosque que se había tornado azul–. Éste es mi rincón –dijo Manilov.

      —Es una habitación muy agradable –dijo Chichikov dirigiendo sus ojos a la ventana.

      La habitación no dejaba de tener su encanto: paredes pintadas de un azul celeste como tirando a grisáceo, cuatro sillas, un sillón, una mesa en la que estaba el librito con la cinta en su sitio, al que ya tuvimos ocasión de mencionar, algunos papeles escritos pero, por encima de todo, tabaco. El tabaco lo había en formas diversas: en bolsas de papel, en tabaquera y, por fin, sencillamente amontonado sobre la mesa. En ambas ventanas, también había montones de ceniza de pipa acumulada, puestos no sin esfuerzo en bellas filitas. Saltaba a la vista que esto, a veces, le llevaba mucho tiempo al señor de la casa.

      —Permítame proponerle que se siente en estos sillones –dijo Manilov–. Aquí estará un poco más cómodo.

      —Permítame que me siente en la silla.

      —Permítame que no se lo permita –dijo Manilov con una sonrisa–. Este sillón lo tengo asignado a los invitados: les parezca bien o no, han de sentarse en él.

      Chichikov se sentó.

      —Permítame que le invite a una pipa.

      —No, no fumo –respondió Chichikov dulcemente y como con pena.

      —¿Por qué? –preguntó Manilov también dulcemente y como con pena.

      —No he cogido el vicio, me temo; dicen que la pipa mata lentamente.

      —Permítame señalarle que se trata de un prejuicio. Hasta pienso que fumar en pipa es mucho más sano que esnifar tabaco. En nuestro regimiento, había un teniente, un tipo de lo más extraordinario e instruido, que no se sacaba jamás la pipa de la boca, no sólo en la mesa sino ni siquiera, permítaseme decir, en ninguna otra parte. Ahora tiene más de cuarenta años, pero, gracias a Dios, hasta el momento está tan sano que no lo puede estar más.

      Chichikov señaló que a veces ocurre tal cual y que, en la naturaleza, se encuentran muchas cosas inexplicables, incluso para una gran mente.

      —Pero permítame antes que le haga un ruego... –siguió diciendo él con una voz en la que resonó una expresión extraña o casi extraña, a continuación de la cual, no se sabe por qué volvió la vista hacia atrás. Manilov, tampoco se sabe por qué, miró hacia atrás–. ¿Cuánto hace que pasó la revisión del censo?

      —Pues hace ya mucho; o mejor dicho, ni me acuerdo.

      —¿Cuántos campesinos se le han muerto desde entonces?

      —No puedo saberlo; eso habría que preguntárselo al administrador. СКАЧАТЬ