Название: Alamas muertas
Автор: Nikolai Gogol
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Vía Láctea
isbn: 9788446049920
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El cochero Sielifan era un hombre completamente distinto... ahora bien, el autor se avergüenza mucho de entretener tanto a los lectores con la gente de clase baja, sabiendo por experiencia de qué mala gana suelen trabar ellos relaciones con las capas bajas. Así es el ruso: siente una fuerte pasión por conocer a cualquiera que fuera de otra categoría más alta, superior a la suya, y la amistad superficial con un conde o con un príncipe para él es mejor que cualquier relación estrecha de amistad. El autor teme incluso por su héroe, que sólo es un consejero colegiado. Los funcionarios palatinos, quizá lo conozcan, pero los que se han formado ya para la categoría de general, ésos, sabrá Dios, puede que hasta exhiban una de esas miradas despectivas que un hombre lanza con soberbia a todos los que no se humillan a sus pies o, lo que es aún peor, quizá muestren una mortal indiferencia hacia el autor. Pero por tristes que sean tanto una cosa como la otra, habremos de volver, no obstante, a nuestro héroe.
De este modo, habiendo dado las órdenes necesarias la noche anterior; habiéndose despertado muy temprano por la mañana; habiéndose lavado, enjugándose de los pies a la cabeza con una esponja mojada, lo que hacía sólo los domingos –y aquel día resultaba ser domingo–; habiéndose afeitado de tal forma que las mejillas se le habían vuelto un auténtico raso en lo que se refiere a lisura y tersura; habiéndose puesto el frac de color vaccinieo con chispas y, después, el capote con grandes pieles de oso, bajó por la escalera, agarrado de la mano, ya por un lado ya por el otro, por el criado de la posada, y se sentó en la brichka. La brichka partió con gran estruendo cruzando el portón de la posada hacia la calle. Un pope que pasaba se quitó el sombrero; algunos muchachos con camisas sucias estiraron las manos, diciendo: «¡Señor, déle algo a un huérfano!» El cochero, dándose cuenta de que uno de ellos era muy aficionado a ponerse en la parte trasera del carruaje, le pegó con el látigo y la brichka siguió dando saltos por el empedrado. No sin alegría, percibió a lo lejos un mojón a rayas que indicaba que el pavimento, como cualquier otro suplicio, pronto se terminaría; y después de golpearse aún varias veces y, con bastante fuerza, en la cabeza con la carrocería, Chichikov avanzó finalmente por tierra blanda.
Apenas ha acabado de dejar la ciudad, y ya podemos describir, según nuestra costumbre, lo que se abre a ambos lados del camino: promontorios, abetales, débiles tronquitos bajos de pinos jóvenes, viejos troncos quemados por el fuego, brezo salvaje y tonterías por el estilo. Fueron sorprendidos por aldeas alargadas tiradas a cordel, con edificaciones parecidas a leña vieja bien apilada, cubiertas por tejados grises, decoradas con adornos de madera labrados por debajo de ellos en forma de toallas colgadas con dibujos bordados. Algunos campesinos, por lo general, bostezaban, sentados en bancos frente a las curvas, embutidos en sus tulupas de piel de oveja. Las mujeres, de caras rellenas y pechos ceñidos miraban desde las ventanas superiores; desde las inferiores, miraba un becerro o asomaba el morro ciego de un cerdo. En una palabra, las vistas resultaban familiares. Habiendo recorrido quince verstas, recordó que aquí, según Manilov, debía de estar su aldea, pero también la decimosexta versta pasó de largo y la aldea seguía sin verse y de no haber sido por dos campesinos que salieron al encuentro es poco probable que hubiesen dado con ella. A la pregunta sobre si estaba lejos la aldea de Samanilov[1], los campesinos se quitaron los sombreros y uno de ellos, el que era más listo y que tenía la barba en punta, respondió:
—¿No será tal vez «la de Manilov» y no «la de Samanilov»?
—Pues sí, «la de Manilov».
—¡«La de Manilov»! Pues si vas para allá una versta más, allí la tienes, o sea, allí recto hacia la derecha.
—¿A la derecha? –respondió el cochero.
—A la derecha –dijo el campesino–. Ése es el camino que tendrás que coger para «la de Manilov»; pero de «la de Samanilov», nada. Ésa se llama así, es decir, su nombre es «la de Manilov», pero aquí no hay ninguna «de Samanilov». Allí de frente, sobre la montaña ves una casa, de piedra, de dos pisos, es la casa del señor, en la que está él, es decir, en la que vive propiamente el señor. Ahí es donde tienes «la de Manilov», pero «de Samanilov» aquí no hay ninguna ni la ha habido.
Marcharon a buscar «la de Manilov». Pasaron dos verstas, encontraron una curva a un camino vecinal, pero habían hecho ya dos, tres, cuatro verstas y la casa de piedra de dos pisos aún no aparecía a la vista. Entonces a Chichikov le vino a la memoria que si un amigo te invita a una aldea a quince verstas, eso quiere decir que a ella habrá treinta seguro.
La aldea de Manilov podía atraer a algunos por su emplazamiento. La casa señorial estaba sola en un lugar despejado y elevado, es decir, en un promontorio abierto a todos los vientos que quisieran ponerse a soplar; la falda de la montaña en la que se encontraba estaba cubierta de césped recortado. En ella, había dispersos dos o tres parterres de flores de gusto inglés, con arbustos de lilas y acacias amarillas; con pequeños bosquecillos de cinco o seis abedules en algunos sitios que elevaban sus copas ralas de hojas minúsculas. Debajo de dos de ellos, había una pérgola con una cúpula verde lisa, con columnas azules de madera y con un letrero: «Templo de la meditación en soledad»; más abajo, había un estanque, cubierto de verdín que, por cierto, no resulta insólito en los jardines ingleses de los terratenientes rusos. A los pies del promontorio, y en parte en la propia pendiente, negreaban a lo largo y a lo ancho unas isbas grises de madera cuyo número, no se sabe por qué razones, en ese preciso instante se puso a calcu-lar nuestro héroe, contando más de doscientas. En ningún lugar СКАЧАТЬ