Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
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Название: Obras de Emilio Salgari

Автор: Emilio Salgari

Издательство: Ingram

Жанр: Современная зарубежная литература

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377208

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СКАЧАТЬ —dijo—, tengo que entregar una carta a lady Mariana.

      —¿De dónde viene usted?

      —De Labuán. El lord está armando un barco para venir a reunirse con usted.

      —¿No le dio carta para mí?

      —No, señor.

      —¡Qué extraño! Déme la carta; yo se la entregaré a lady Mariana.

      Perdóneme, comandante, pero tengo que entregársela personalmente.

      —Entonces venga.

      Yáñez sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo.

      —¡Si Mariana hace un gesto, estoy perdido! —murmuró.

      Bajaron juntos al camarote.

      —Un mensajero de su tío lord Guillonk —dijo al entrar el comandante.

      Mariana al ver a Yáñez no pudo evitar un estremecimiento, pero no dijo nada. Había comprendido todo de una sola mirada.

      Cogió la carta, la abrió y la leyó con una calma admirable.

      De pronto Yáñez se acercó a la ventanilla, lanzó un silbido, y exclamó:

      —Comandante, allí veo un vapor que se dirige hacia acá.

      El comandante se precipitó hacia la ventanilla. Rápido como un relámpago, el portugués se arrojó sobre él y le dio un fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura del kriss.

      Mariana no pudo contener un grito de horror. -Silencio - dijo Yáñez mientras ataba y amordazaba al comandante.

      —¿Dónde está Sandokán?

      —Pronto a comenzar la lucha. Ayúdeme a poner aquí una barricada.

      Cogió un pesado armario y lo empujó hacia la puerta junto a unas sillas.

      En aquel momento estallaron sobre cubierta gritos feroces.

      —¡Venganza! ¡Viva el Tigre de la Malasia! Resonaron tiros de fusil y pistola, seguidos de maldiciones, gemidos, lamentos, un chocar de hierros, carreras y rumores sordos de cuerpos que caían en la cruenta lucha.

      —¡Yáñez! —clamó Mariana, pálida como una muerta.

      —¡Ánimo! ¡Por el gran rayo! —gritó el portugués—. ¡Viva el Tigre!

      Se oyeron pasos precipitados que bajaban la escalera.

      —¡Por mil escotillas! ¡Abra la puerta, comandante! —gritó una voz.

      —¡Viva el Tigre de la Malasia! —respondió Yáñez. Se sintió un golpe violento contra la puerta y gritos desesperados:

      —¡Traición! ¡Traición!

      La lucha continuaba en el puente del barco, y los gritos resonaban más fuertes que nunca.

      Mariana había caído de rodillas, y Yáñez se ocupaba de retirar el armario.

      De súbito se oyó gritar algunas voces:

      —¡Fuego! Sálvese quien pueda!

      El portugués palideció.

      —¡Trueno de Dios! —exclamó.

      Haciendo un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó con la cimitarra las ligaduras que sujetaban al comandante, cogió a Mariana en sus brazos, salió corriendo y subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.

      La batalla estaba por concluir. El Tigre atacaba con furia el castillo de proa, en el cual se habían atrincherado unos cuarenta ingleses.

      —¡Fuego! —gritó Yáñez.

      Al oír este grito los ingleses, que ya se veían perdidos, saltaron en revuelto montón al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu a los hombres que lo rodeaban.

      —¡Mariana! —exclamó, tomando en sus brazos a la joven—. ¡Mía, por fin!

      —¡Sí, por fin, y esta vez para siempre!

      En ese momento se oyó un cañonazo en alta mar. Sandokán lanzó un rugido.

      —¡El lord! ¡Todo el mundo a bordo de los paraos! Sandokán, Mariana, Yáñez y los piratas abandonaron el buque y se embarcaron en los paraos, llevándose a los heridos.

      En un abrir y cerrar de ojos se desplegaron las velas y los tres paraos salieron de la bahía dirigiéndose hacia alta mar.

      Sandokán llevó a Mariana a proa, y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos en dirección de la bahía.

      Apoyado en el bauprés, se distinguía la figura de un hombre.

      —¿Lo ves, Mariana? —preguntó Sandokán.

      —¡Mi tío! -balbució ella.

      —¡Míralo por última vez!

      —¡Ah, Sandokán!

      —¡Trueno de Dios! ¡Él! —exclamó Yáñez.

      Cogió la carabina de un malayo y apuntó al lord. Pero Sandokán le desvió el arma.

      —¡Para mí es sagrado! —dijo en tono sombrío.

      El bergantín avanzaba con rapidez, pero ya era tarde; el viento empujaba velozmente a los paraos hacia el Este. -¡Fuego sobre esos miserables! -se oyó gritar al lord.

      Sonó un cañonazo y la bala derribó la bandera de la piratería, que Yáñez acababa de desplegar.

      El rostro de Sandokán se oscureció.

      —¡Adiós, piratería! ¡Adiós, Tigre de la Malasia! —exclamó.

      De pronto se separó de Mariana y se inclinó sobre el cañón de proa. El bergantín disparaba furiosamente verdaderas nubes de metralla. Sandokán no se movía. Súbitamente se levantó y aplicó la mecha. El cañón se inflamó y un instante después el palo trinquete del bergantín, agujereado en su base, caía al mar, aplastando la amura.

      —¡Sígueme ahora! —gritó Sandokán.

      El bergantín se detuvo, pero seguía disparando. Sandokán tomó a Mariana, la llevó a popa, y mostrándosela al lord, gritó:

      —¡Mira a mi mujer!

      Luego retrocedió, con los ojos torvos, los labios apretados y los puños cerrados.

      —¡Yáñez, pon la proa a Java! —murmuró.

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