Название: Obras de Emilio Salgari
Автор: Emilio Salgari
Издательство: Ingram
Жанр: Современная зарубежная литература
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377208
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—¡Comprendo! —dijo Yáñez, soltando la risa—. Los tiraron al mar, creyéndolos muertos. Pero, ¿qué ha sido de Mariana?
—¡Está prisionera en el crucero!
—¿Quién mandaba el barco?
—El baronet, pero lo maté.
—¿Y ahora qué piensas hacer?
—Seguir al vapor y abordarlo. Me parece que navegaba hacia las Tres islas cuando lo dejamos.
—¿Qué irá a hacer allá? ¡Aquí hay gato encerrado, hermano! ¿Qué delantera nos llevará?
—Unos cuarenta kilómetros.
—Entonces, si el viento se mantiene, podremos alcanzarlo.
En ese momento se sintieron gritos en cubierta. Subieron corriendo y vieron que del mar sacaban una caja de metal.
—¿Qué será? —dijo Yáñez, intrigado.
—¿Hemos seguido siempre la ruta del vapor, ¿verdad? —preguntó Sandokán, muy agitado.
—¡Siempre! —contestó el portugués.
Sandokán desenvainó el kriss y abrió la caja. Dentro había un papel. Yáñez lo cogió y leyó:
“Me llevan a las Tres islas donde se reunirá conmigo mi tío para conducirme a Sarawak. Mariana”. Sandokán lanzó un grito de fiera herida. —¡Perdida! —exclamó—. ¡Siempre el lord!
—¡La salvaremos, te lo juro —exclamó el portugués—, aunque tengamos que asaltar Sarawak y matar a James Brooke!
Sandokán, un instante antes abatido por aquel terrible dolor, se puso de pie con los ojos inyectados en sangre.
—¡Tigres de Mompracem! —gritó—. ¡Tenemos que exterminar a nuestros enemigos y salvar a nuestra reina! ¡Vamos a las Tres Islas!
—¡Venganza! —gritaron los piratas—. ¡Mueran los ingleses! ¡Viva nuestra reina!
Un segundo después, los tres paraos viraban a babor y navegaban hacia las Tres Islas.
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Capítulo 31: La última batalla del tigre
Cambiada la ruta, los piratas trabajaron febrilmente para disponerse a la lucha, que sería tremenda y quizás la última que emprendieran contra el aborrecido enemigo. Cargaban cañones, montaban culebrinas, abrían barriles de pólvora, improvisaban barricadas y preparaban las grapas de abordaje.
Sandokán los animaba.
—¡Destruiré e incendiaré a ese maldito! —exclamaba—. ¡Dios quiera que llegue a tiempo para impedir que el lord se apodere de Mariana!
—Atacaremos también al lord, si es necesario —dijo Yáñez—. Lo que me inquieta es la manera de apoderarnos del crucero. ¿Te acuerdas de lo que intentó hacer lord James cuando lo atacamos en el sendero de Victoria?
—¿Crees que el comandante haya recibido orden de matarla? —preguntó Sandokán, que sintió que se le erizaban los cabellos.
Yáñez guardó silencio largo rato. Después su rostro se iluminó y dijo:
—¡Ya sé! Para impedir que suceda una catástrofe, uno de nosotros debe estar al lado de Mariana en el momento del ataque. Entonces, yo me convierto en oficial del sultán aliado de los ingleses, enarbolo la bandera de Varauni, y abordo el crucero fingiéndome enviado de lord James. Diré al comandante que debo entregar una carta a lady Mariana, y en cuanto esté en su camarote cierro la puerta y levanto una barricada. Al oír un silbido mío, ustedes saltan al barco y comienzan la lucha.
—¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán, estrechando a su amigo contra su pecho—. ¡Te lo deberé todo si lo consigues!
—Lo conseguiré, Sandokán.
En ese instante se oyó gritar en el puente:
—¡Las Tres Islas!
Sandokán y Yáñez se apresuraron a subir a cubierta. Sus ojos buscaban ávidos al crucero.
—¡Allí está! —exclamó un dayaco—. ¡Veo el humo!
—Procedamos con orden y preparémonos para el ataque —dijo Yáñez—. Paranoa, haz embarcar otros cuarenta hombres en nuestro parao.
El transbordo se realizó rápidamente y la tripulación se reunió en torno de Sandokán.
—¡Tigres de Mompracem! —les dijo con ese tono que los fascinaba e infundía en aquellos hombres un valor sobrehumano—. Esta es la última batalla que darán bajo el mando del Tigre de la Malasia, y será también la última vez que se encontrarán frente a los que destruyeron nuestro poderío y violaron nuestra isla, nuestra patria. ¡Cuando yo dé la señal, salten sobre el puente del barco enemigo y acaben con ellos!
—¡Los exterminaremos a todos! —gritaron los piratas, agitando frenéticos sus armas.
—¡Allí, en aquel barco maldito, está la reina de Mompracem! —dijo Sandokán—. ¡Quiero que vuelva a mí!
—¡La salvaremos o moriremos todos!
—¡Gracias, amigos! Y ahora desplieguen la bandera del sultán. Dentro de una hora estaremos en la bahía. Los paraos avanzaron con las velas medio recogidas y con la gran bandera del sultán en la punta del palo mayor. Los piratas tenían las armas en la mano para lanzarse al abordaje.
Era mediodía cuando los paraos embocaron la ensenada. El crucero estaba anclado; sobre cubierta paseaban algunos hombres armados.
Yáñez estaba ya disfrazado de oficial del sultán de Varauni, con una casaca verde, amplios pantalones y un enorme turbante en la cabeza. En la mano llevaba una carta.
—No se la entregues a nadie más que a ella —dijo Sandokán—. ¿Qué harás si el comandante te acompaña a ver a Mariana?
—Si el asunto se embrolla, lo mato —contestó Yáñez con frialdad.
Estrechó la mano de Sandokán y gritó:
—¡A la bahía!
El parao penetró en la pequeña ensenada y se acercó al crucero, seguido por los otros dos barcos. Se puso borda contra borda y allí se quedó.
—¿Dónde está el comandante? —preguntó Yáñez a dos centinelas que se acercaron.
—Separe su barco —dijo uno de ellos.
—¡Al diablo los reglamentos! —contestó Yáñez—. ¿Tienen miedo que los eche a pique? ¡Llamen al comandante, porque tengo órdenes СКАЧАТЬ