—¿Cómo se llama V.?
—Juan.
—¿Juan qué?
—Juan Martínez.
—Su padre de V. Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería ¿no es cierto?
—Sí, señor.
En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó:
—¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago.
Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.
Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:
—¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto... ¿Pero señor, dónde se meten los coches...? Ni uno sólo cruza por aquí... Allá lejos veo uno... ¡gracias a Dios!... ¡Se aleja el maldito!... Aquí está otro... éste ya es mío. A ver cochero... cinco duros si V. nos lleva volando al hotel número diez de la Castellana...
Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo metió en el coche y detrás se introdujo él. El cochero arreó a la bestia y el carruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras caminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contó rápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde juntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo, sin comunicación apenas con Europa; escribió tres o cuatro veces por medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo respuesta. Y siempre pensando en tornar a España al año siguiente, dejó de hacer averiguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa. Después se casó y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Pero hacía cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro parroquial que su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas y contradictorias: unos le dijeron que se había muerto también; otros que reducido a la última miseria, había ido por el mundo cantando y tocando la guitarra. Fueron inútiles cuantas gestiones hizo para averiguar su paradero. Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo a sus brazos. Santiago reía unas veces, lloraba otras mostrando siempre el carácter franco, generoso y jovial de cuando niño.
Paró el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron a Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibió una temperatura tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se le hundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron ropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete, donde ardía un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y después algunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en que debía hallarse su estómago: subieron además de la bodega el vino más exquisito y añejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las órdenes oportunas, acercándose a cada instante al ciego para preguntarle con ansiedad:
—¿Cómo te encuentras ahora, Juan?—¿Estas bien?—¿Quieres otro vino?—¿Necesitas más ropa?
Terminada la refacción se quedaron ambos algunos momentos al lado de la chimenea. Santiago preguntó a un criado si la señora y los niños estaban ya acostados y habiéndole respondido afirmativamente, dijo a su hermano rebosando de alegría:
—¿Tú no tocas el piano?
—Sí.
—Pues vamos a dar un susto a mi mujer y a mis hijos. Ven al salón.
Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Después levantó la tapa para que se oyera mejor, abrió con cuidado las puertas y ejecutó todas las maniobras conducentes a producir una sorpresa en la casa; pero todo ello con tal esmero, andando sobre la punta de los pies, hablando en falsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo no pudo menos de reírse exclamando: ¡Siempre el mismo Santiago!
—Ahora toca Juanillo, toca con todas tus fuerzas.
El ciego comenzó a ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel se estremeció de pronto, como una caja de música cuando se la da cuerda. Las notas se atropellaban al salir del piano, pero siempre con ritmo belicoso. Santiago exclamaba de vez en cuando:
—¡Más fuerte, Juanillo, más fuerte!
Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez con mayor brío.
—Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo, adelante!... Está la pobre en camisa... ji... ji... me hago como que no la veo... se va a creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante, Juanillo, adelante!
Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer a su cuñada y besar a sus sobrinos.
—Ahora veo a mi hija Manolita, que también sale en camisa... ¡Calle, también se ha despertado Paquito!... ¡No te he dicho que todos iban a recibir un susto!... Pero se van a constipar si andan de ese modo más tiempo... No toques más Juan, no toques más.
Cesó el estrépito infernal.
—Vamos, Adela, Manolito, Paquito, abrigaos un poco y venid a dar un abrazo a mi hermano Juan. Este es Juan de quien tanto os he hablado, a quien acabo de encontrar en la calle a punto de morirse helado entre la nieve... ¡Vamos, vestíos pronto!
La noble familia de Santiago vino inmediatamente a abrazar al pobre ciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa: Juan creía escuchar la de la Virgen: notó que lloraba cuando su marido relató de qué modo le había encontrado. Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago: mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies; después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca, acariciándole y dejándose acariciar de su tío. Todos escucharon en silencio y embargados por la emoción, el breve relato que de sus desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba: los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás a tener hambre ni a salir a la calle sin paraguas, verdad tiito?... yo no quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.
—¡A que no le das tu cama, Paquito!—dijo Santiago, pasando a la alegría inmediatamente.
—¡Si no quepe en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muy grande, muy grande...
—No quiero cama ahora,—interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien aquí!
—¿Te duele el estómago como antes?—preguntó Manolita abrazándole y besándole.
—No, hija mía, no, ¡bendita seas!... no me duele nada... soy muy feliz... lo único que tengo es sueño... se me cierran los ojos sin poderlo remediar...
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