Название: Aguas fuertes
Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664148124
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El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado: no sé si entraron los radicales, o los conservadores, o los constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino tarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó que Juan era un organista peligroso para el orden público, y que desde lo alto del coro, en las vísperas y misas solemnes, roncando y zumbando con todos los registros del órgano, le estaba haciendo una oposición verdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estaba dispuesto, según había afirmado en el Congreso por boca de uno de sus miembros más autorizados, «a tolerar imposiciones de nadie,» procedió inmediatamente y con saludable energía a dejar cesante a Juan, buscándole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese más garantías o fuese más adicto a las instituciones. Cuando le notificaron el cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; allá en el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas para concluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situación cuando al fin del mes se presentó la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lo tenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase a empeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otra vez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir. Mas otra vez volvió la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vio precisado a empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era un anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, por consideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía, muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los pocos reales que les quedaba a deber.
Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa. Todavía fue algún tiempo a casa de un almacenista amigo y tocó el piano a ratos; no tardó, sin embargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menos amabilidad, y dejó de ir por allá.
Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose con el baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época tan miserable y angustiosa, que pocos se darán cuenta cabal de los dolores, mejor aún, de los martirios que la suerte le deparó. Sin amigos, sin ropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si a esto se agrega el no ver la luz del sol, y hallarse por lo mismo absolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el límite del dolor y la miseria. De posada en posada, arrojado de todas poco después de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sé cuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo, más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café. Al fin se la otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos días: la música de Juan no agradaba a los parroquianos del Café de la Cebada; no tocaba jotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquiera polkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertos de Chopín: los concurrentes se desesperaban al no poder llevar el compás con las cucharillas.
Otra vez volvió a rodar el mísero por los sitios más hediondos de la capital. Algún alma caritativa, que por casualidad se enteraba de su estado, socorríale indirectamente, porque Juan se estremecía a la idea de pedir limosna. Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos y malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión le robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril remendados. Era en el mes de Noviembre.
El pobre Juan, que siempre había guardado en el pensamiento la quimera de la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenzó a alimentarla con afán. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin poner señas a la carta porque no las sabía; procuró informarse si le habían visto, aunque sin resultado; y todos los días se pasaba algunas horas pidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los únicos momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en el ángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar, aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con Dios y su Madre Santísima. Tenía la devoción de la Virgen profundamente arraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido a su madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna y amorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto en honor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besar devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.
Llegó un día, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon. Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a la boca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado con terror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabose una lucha desesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenza disputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que le rodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era de esperar, venció el hambre. Después de pasar muchas horas sollozando y pidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha, resolviose a implorar la caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, y decidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una voz regular, y conocía a la perfección el arte del canto; mas tropezó con la dificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado, que no lo era tanto como él, le facilitó una guitarra vieja y rota, y después de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramar abundantes lágrimas, salió cierta noche de Diciembre a la calle. El corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared de una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó a cantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita. Llamó desde luego la atención de los transeúntes un ciego que no cantaba peteneras o malagueñas, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y no pocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades de la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos cuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Terminada la romanza, empezó el aria del cuarto acto de La Africana. Pero se había reunido demasiada gente a su alrededor, y la autoridad temió que esto fuese causa de algún desorden, pues era cosa averiguada para los agentes de orden público que las personas que se reúnen en la calle a escuchar a un ciego demuestran por este hecho instintos peligrosos de rebelión, cierta hostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin, incompatible con el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cual un guardia cogió a Juan enérgicamente, por el brazo y le dijo:
—A ver; retírese V. a su casa inmediatamente, y no se pare V. en ninguna calle.
—Pero yo no hago daño a nadie.
—Esta V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ir a la prevención.
Es realmente consolador el ver con qué esmero procura la autoridad gubernativa que las vías públicas se hallen siempre limpias de ciegos que СКАЧАТЬ