Moby Dick. Herman Melville
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Название: Moby Dick

Автор: Herman Melville

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788074842047

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СКАЧАТЬ teñidas de puerco espín alrededor de un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero o hendidura, como se ve en los ponchos sudamericanos. Pero ¿sería posible que ningún arponero sobrio se metiese en una estera de puerta, y desfilase con esa clase de disfraz por las calles de una ciudad cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por ser extraordinariamente erizado y espeso, y me pareció que también un poco mojado, como si el misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un día de lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo pegado a la pared, y nunca vi tal espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta prisa que me disloqué el cuello.

      Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar en ese arponero vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar un rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me quedé entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité la chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas de camisa. Pero como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnudo como estaba, y recordando lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a casa en toda la noche por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.

      No es posible saber si ese colchón estaba relleno de panochas de maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin poder dormir durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un sopor ligero, y ya había navegado un buen trecho hacia la tierra de Duermes, cuando oí unos pesados pasos en el corredor, y vi un destello de luz que entraba en el cuarto por debajo de la puerta.

      «¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero, el infernal vendedor de cabezas.» Pero me quedé completamente quieto, decidido a no decir una palabra hasta que me dijeran algo. Con una luz en una mano, y la mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién llegado entró en el cuarto y, sin mirar a la cama, puso la vela muy lejos de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó a desatar las cuerdas anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto. Yo estaba ansioso de verle la cara, pero él la mantuvo apartada un rato mientras se ocupaba de desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo, se volvió y… ¡Santo cielo!, ¡qué visión! ¡Qué cara! Era de color oscuro, purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios cuadrados de aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de cama; ha tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién salido del médico. Pero en ese momento dio la casualidad de que se volvió hacia la luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto parches de heridas esos cuadrados negros de sus mejillas. Eran manchas de alguna otra especie. Al principio, no supe cómo tomarlo, pero pronto se me ocurrió un asomo de la verdad. Recordé un relato sobre un blanco —también ballenero— que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por éstos. Deduje que este arponero, en el transcurso de sus largos viajes, debía haber pasado por una aventura semejante. ¡Y qué es eso, pensé, después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser honrado en cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y que es completamente independiente de los cuadrados del tatuaje? Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero nunca he oído decir que el curtido de un sol caliente convierta a un hombre blanco en amarillento y purpúreo. Sin embargo, yo nunca había estado en los mares del Sur, y quizá el sol de allá produjera esos extraordinarios efectos en la piel. Ahora, mientras todas esas ideas cruzaban por mí como un relámpago, el arponero no me observó en absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir el saco, empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha india y una bolsa de piel de foca con pelo y todo. Colocándolas en el viejo cofre de en medio del cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda —cosa sobradamente horrenda— y la encajó en el fondo del saco. Luego se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de castor— y yo estuve a punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su cabeza; al menos, no se podía hablar de él; nada sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su purpúrea cabeza calva ahora parecía completamente una calavera mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado entre la puerta y yo, me habría lanzado por ella con más prisa que nunca me he lanzado sobre una comida.

      Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera por la ventana, pero era un segundo piso. No soy cobarde, pero superaba en absoluto mi comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía cabezas. La ignorancia engendra al miedo, y yo, completamente abrumado y confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía ahora tanto miedo como si fuera el propio diablo que se hubiera metido así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una respuesta satisfactoria respecto a lo que me parecía inexplicable en él.

      Mientras tanto, él siguió el asunto de desnudarse, y por fin mostró el pecho y los brazos. Como que me tengo que morir, esas partes cubiertas suyas estaban salpicadas de los mismos cuadrados que su cara; la espalda, también, estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros; parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de escapar por ella con una camisa de parches de heridas. Aún más, hasta sus piernas estaban marcadas, como si un montón de oscuras ranas verdes subieran corriendo por unos troncos de palmeras jóvenes. Ahora estaba bien claro que debía ser algún abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero en los mares del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me estremecí al pensarlo. ¡Un vendedor de cabezas, además; quizá las cabezas de sus propios hermanos! Se le podría antojar la mía. ¡Cielos!, ¡mira aquella hacha india!

      Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora el salvaje se dedicó a algo que fascinó por completo mi atención, y me convenció de que debía de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con capucha, el Sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos, y sacó al cabo de un rato una pequeña imagen, extraña y deformada, con una joroba en la espalda, y exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, al principio creí que ese maniquí negro fuera un niño de verdad, conservado de algún modo semejante. Pero al ver que no era en absoluto blando, y que brillaba mucho, como ébano pulido, deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen jorobada, de pie como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos los ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que ese hogar resultaba un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su congoleño ídolo.

      Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen medio oculta, sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después. Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y los coloca cuidadosamente ante el ídolo; luego, poniendo encima un poco de galleta de barco, y aplicándole la llama de la lámpara, enciende las virutas en una llamarada sacrificial. Al fin, después de varias metidas apresuradas entre las llamas, retirando los dedos aún más apresuradamente (con lo que parecía quemárselos de mala manera), consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla y para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito. Pero no pareció que al pequeño demonio le apeteciera tan seco alimento: no movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones iban acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del devoto, que parecía rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia pagana, durante la cual contraía espasmódicamente la cara del modo menos natural. Finalmente, apagando el fuego, recogió el ídolo con muy poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo del chaquetón como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta.

      Todas esas raras actividades aumentaron mi incomodidad, y, al ver que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las operaciones de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé que era más que hora, ahora o nunca, antes que se apagara la luz, de romper la fascinación en que yo había quedado tanto tiempo sujeto.

      Pero el СКАЧАТЬ