Moby Dick. Herman Melville
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Название: Moby Dick

Автор: Herman Melville

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788074842047

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СКАЧАТЬ se sacudió de arriba abajo, todo entero, como un perro de Terranova recién salido del agua, y se incorporó en la cama, rígido como una pica, mirándome y restregándose los ojos como si no recordara en absoluto de qué modo había llegado yo a estar allí, aunque una vaga conciencia de saber algo de mí parecía amanecer lentamente en él. Mientras tanto, yo estaba tendido, inmóvil y mirándole, ahora sin tener temores serios, y afanoso de observar de cerca a tan curiosa criatura. Cuando, por fin, su mente pareció en claro respecto al carácter de su compañero de Cama, y, por decirlo así, se reconcilió con el hecho, dio un salto hasta el suelo, y por determinados signos y sonidos me dio a entender que, si me parecía bien, él se vestiría primero y luego me dejaría para que me vistiera yo, cediéndome todo el local para mí. Creo yo que en esas circunstancias, Queequeg, esto es un modo de empezar muy civilizado; pero la verdad es que estos salvajes tienen un sentido innato de delicadeza, dígase lo que se quiera: es asombroso qué esencialmente corteses son. Ofrezco a Queequeg este preciso cumplimiento, porque me trató con mucha etiqueta y consideración, mientras que yo era culpable de notable grosería: observándole fijamente desde la cama, y vigilando todos sus movimientos al arreglarse, al prevalecer temporalmente mi curiosidad sobre mi buena educación. No obstante, no se ve todos los días un hombre como Queequeg, y tanto él como sus modales eran muy merecedores de especial atención.

      Empezó a vestirse por arriba, tocándose con su sombrero de castor, que por cierto era muy alto, y luego todavía sin pantalones se lanzó a rastrear sus botas. Para qué demonios lo haría, no sé decir, pero su inmediato movimiento fue aplastarse —botas en mano, y con el sombrero puesto— debajo de la cama, donde, por diversos jadeos y tensiones de gran violencia, deduje que trabajaba duramente en calzarse, aunque no he oído jamás por qué regla de decencia se requiere a nadie que se aísle para ponerse las botas. Pero Queequeg, ya se ve, era una criatura en fase de transición: ni oruga ni mariposa. Era lo estrictamente civilizado como para exhibir su exotismo del modo más extraño posible. Su educación no estaba todavía terminada. Era un estudiante a mitad de carrera. Si no hubiera estado civilizado en un pequeño grado, probablemente no se habría preocupado en absoluto de las botas; pero, por otra parte, si no hubiera sido todavía un salvaje, nunca se le habría ocurrido meterse bajo la cama para ponérselas. Por fin, emergió con el sombrero muy aplastado y abollado, metido hasta los ojos, y empezó a crujir y cojear por el cuarto, como si, no estando muy acostumbrado a las botas, su par de becerro, húmedas y agrietadas —probablemente tampoco hechas a su medida—, más bien le pellizcaran y atormentaran en el primer arranque en una cruda mañana de frío.

      Viendo yo, entonces, que no había cortinas en la ventana y que la calle era muy estrecha, y la casa de enfrente dominaba una vista total de nuestro cuarto, y observando cada vez más la indecorosa figura que presentaba Queequeg al dar vueltas por ahí con poco más que el sombrero y las botas, le rogué lo mejor que supe que acelerase su arreglo como fuera, y, sobre todo, que se pusiera los pantalones en cuanto pudiera. Obedeció, y luego empezó a lavarse. A esa hora de la mañana, cualquier cristiano se habría lavado la cara, pero Queequeg, con extrañeza mía, se contentó con limitar sus abluciones al pecho, brazos y manos. Luego se puso el chaleco, y tomando un trozo de jabón duro que había en la mesa de centro que hacía de lavabo, lo sumergió en agua y empezó a enjabonarse la cara. Yo observaba a ver dónde guardaba la navaja de afeitar, cuando he aquí que toma el arpón de la cama, quita el largo mango de madera, desencaja el hierro, lo afila un poco en la bota, y, acercándose al trozo de espejo de la pared, empieza vigorosamente a rasurarse, o mejor arponearse las mejillas. Me parece, Queequeg, que esto es usar como venganza la mejor cuchillería Rogers. Luego llegó a sorprenderme menos esta operación cuando empecé a saber de qué fino acero está hecha la cabeza de un arpón, y qué terriblemente afilados se mantienen sus largos bordes rectos.

      El resto de su tocado se acabó pronto, y salió orgullosamente del cuarto, envuelto en su gran chaquetón de piloto, y blandiendo su arpón como un bastón de mariscal.

      V.— Desayuno

      Yo le seguí rápidamente, y, bajando al bar, me acerqué muy contento al sonriente patrón. No le guardaba rencor, aunque él se había burlado de mí no poco en el asunto de mi compañero de cama.

      Sin embargo, una buena risa es una cosa excelente, y una cosa buena que anda más bien demasiado escasa: lo cual es una lástima. Así que si cualquiera, en su propia persona, concede materia para una buena broma a cualquiera, que no se eche atrás, sino empléese y déjese emplear de ese modo. Y si un hombre lleva en sí algo abundantemente risible, estad seguros de que hay más en ese hombre de lo que quizá imagináis.

      El bar estaba ahora lleno de los huéspedes que se habían dejado caer por allí la noche anterior, y a quienes yo no había mirado todavía bastante. Casi todos eran balleneros: primeros, segundos y terceros oficiales, carpinteros, toneleros y herreros de marina, arponeros y guardianes; una gente tostada y musculosa, de barbas boscosas; un grupo hirsuto y rudo, todos con sus chaquetones a modo de batines mañaneros.

      Se podía decir claramente cuánto tiempo había estado a bordo cada uno de ellos. Las saludables mejillas de aquel joven tienen un color como de pera tostada por el sol, y parece que han de tener su mismo olor almizclado; no puede hacer tres días que ha desembarcado de su viaje a la India. Aquél de al lado, parece unos pocos tonos más claro; podríais decir que hay en él un toque de áloe. En el color de un tercero dura todavía un bronceado tropical, pero levemente blanqueado, pese a todo: éste sin duda lleva ya varias semanas en tierra. Pero ¿quién podría mostrar unas mejillas como Queequeg, que, listadas en diversas tintas, parecían la vertiente occidental de los Andes, exhibiendo, en un solo despliegue, climas en contraste, zona tras zona?

      —¡A engullir, ea! —gritó entonces el patrón, abriendo del todo una puerta, y entramos a desayunar.

      Dicen que los hombres que han visto el mundo adquieren así gran facilidad de maneras, y tienen gran dominio de sí mismos en compañía. No siempre, sin embargo: Ledyard, el gran viajero de New England, y Mungo Park, el escocés, mostraban menor seguridad que nadie en el salón. Pero quizá el cruzar meramente Siberia en un trineo arrastrado por perros, como hizo Ledyard, o el darse un largo paseo solitario con el estómago vacío, por el corazón negro de África, que es la suma de las realizaciones del pobre Mungo, ese tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de alcanzar un alto refinamiento social. No obstante, en la mayor parte de los casos, este tipo de cosas es lo que se suele observar en todo lugar.

      Las indicadas reflexiones están ocasionadas por el hecho de que después que todos nos sentamos a la mesa, y cuando me preparaba a escuchar algunos buenos relatos sobre la pesca de la ballena, con no poca sorpresa mía, todos mantuvieron un profundo silencio. Y no sólo eso, sino que tenían un aire cohibido. Sí, allí había un equipo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor timidez, habían abordado grandes ballenas en alta mar —absolutamente desconocidas para ellos— y habían entablado duelo con ellas hasta matarlas sin parpadear; y, sin embargo, ahí estaban sentados en la sociedad de una mesa de desayuno —todos del mismo oficio, todos de gustos afines— y volvían los ojos unos a otros tan ovejunamente como si nunca hubieran salido de la vista de algún redil entre las Montañas Verdes. ¡Curioso espectáculo, esos tímidos osos, esos vergonzosos guerreros de las ballenas!

      Pero en cuanto a Queequeg…; en fin, Queequeg se sentaba entre ellos, y a la cabecera de la mesa, además, por casualidad, tan fresco como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su buena educación. Su mayor admirador no podría haber justificado cordialmente que se trajera consigo el arpón al desayuno y lo usara sin ceremonia, alcanzando con él por encima de la mesa, con inminente riesgo para varias cabezas, y acercándose los filetes de vaca. Pero eso es lo que hacía con gran frialdad, y todos saben que, en la estimativa de la mayor parte de la gente, hacer algo con frialdad es hacerlo con elegancia.

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