Название: El orden de 'El Capital'
Автор: Carlos Fernández Liria
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Pensamiento crítico
isbn: 9788446036258
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Galileo, en la segunda jornada de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, procede de un modo muy semejante. Si una bola se deja caer por un plano inclinado, irá acelerándose progresivamente. Si se lanza arriba por un plano ascendente, la bola irá desacelerándose progresivamente. ¿Qué ocurrirá, se le pregunta al aristotélico Simplicio, si el plano no es ascendente ni descendente? Simplicio no tiene más remedio que asentir: la bola ni se acelerará ni se desacelerará, por lo que –siempre que hablemos de lo que estamos hablando, es decir, siempre que la bola sea una verdadera bola y el plano un verdadero plano y el rodar un verdadero rodar– su movimiento permanecerá eternamente igual («siempre que el móvil estuviera hecho de una materia capaz de durar», agrega Simplicio).
Lo que más llama la atención en la lectura de esta segunda jornada es que es Galileo quien se niega en todo momento a recurrir a la experiencia. Galileo no parte de las bolas reales ni se dedica en primer lugar a medir sus desplazamientos, calcular sus velocidades, etc. De hecho, Galileo parte de un concepto de bola físicamente imposible: no hay ni puede haber ninguna bola real que toque sobre ningún plano real en un solo punto (de modo que el rozamiento fuese cero). Tampoco era físicamente posible (en el «mundo de la experiencia» a disposición de Galileo) que una bola rodase sin encontrar ninguna resistencia en el medio. Resulta, pues, evidente que el punto de partida de Galileo no pasa por intentar describir los movimientos observables de las cosas: las bolas empíricamente observables se paran siempre. Y el hecho es siempre, sin que Galileo pueda jamás aducir ningún ejemplo en contra. Lo peculiar del modo de proceder de Galileo es que en absoluto pretende aducir ningún ejemplo empíricamente observable en contra, ni lo cree en absoluto relevante para defender la verdad de lo que está diciendo. Para que sus leyes y enunciados sean verdad basta con que valgan para la idea de bola, es decir, esa bola que tocaría el plano en un único punto, ya que asignar a la idea de esfera la determinación «tocar al plano en un único punto» es algo geométricamente necesario aunque resulte algo físicamente imposible. De este modo, nos encontramos con que Galileo parte más bien de una idea, digamos, muy «metafísica» de bola. En efecto, cabe decir que empieza por preguntarse qué determinaciones corresponden metafísicamente a la idea de «bola», es decir, qué determinaciones corresponden necesariamente a esa idea con independencia de las características observables en las bolas reales, es decir, con anterioridad a la descripción de los movimientos empíricos de esos objetos a los que llamamos bolas.
Lo verdaderamente sorprendente es que Galileo no apela a la experiencia ni siquiera en esas ocasiones en las que habría resultado fácil hacerlo. Tal es el caso, por ejemplo, de uno de los principales argumentos de Simplicio contra la tesis del movimiento de la Tierra. Simplicio sostenía que, si la Tierra se moviese, un cuerpo tirado desde lo alto de una torre no caería al pie de ésta, sino a muchos metros de distancia. En efecto, argumentaba Simplicio, si la Tierra se moviese, la torre se desplazaría mientras el cuerpo cae y, de este modo, cuando el cuerpo llegase al suelo, la torre ya se encontraría en otro sitio. En este caso, no era tan difícil mostrar una experiencia decisiva que zanjara la larga discusión. Bastaba dejar caer una bala de cañón desde lo alto del mástil de un barco. Si Simplicio tenía razón, la bala tendría que caer al pie del mástil sólo cuando el barco estuviese quieto, mientras que, si el barco se encontrara en movimiento, la bala tendría que caer a cierta distancia de la base del mástil (distancia correspondiente a lo que se hubiera desplazado el barco durante la caída). Por el contrario, si Galileo tenía razón, la bala caería siempre al pie del mástil, independientemente de si el barco se movía o no. En efecto, según sostenía Galileo, desde el interior de un sistema de referencia (en este caso, el barco) no podría observarse ninguna diferencia en la caída de los cuerpos debida a que el sistema completo (sistema del que el observador mismo forma parte) se hallase en movimiento o en reposo –algo verdaderamente fundamental para las tesis de Galileo, pues, si tuviera razón, resultaría que de los movimientos observados desde el interior de un sistema de referencia no cabría concluir nada respecto a su estado de movimiento o reposo y, por lo tanto, quedarían desautorizados los principales argumentos de los aristotélicos contra el movimiento de la Tierra–. Pero lo que nos interesa aquí es que toda la discusión entre Salviati (el portavoz de Galileo) y Simplicio, en el Diálogo, se realiza sin hacer el experimento en cuestión. De hecho, Salviati no tiene la menor intención de hacerlo. Y es Simplicio, el aristotélico «escolástico», el que protesta enérgicamente por el apriorismo de su interlocutor: «¿O sea que vos no habéis hecho no ya cien, sino ni una sola prueba, y la afirmáis tan libremente como segura?»[50]. A lo que, con toda tranquilidad, Salviati responde: «Yo, sin experiencia, estoy seguro de que el efecto se dará como os digo, porque es necesario que así suceda»[51]. Así pues, es Simplicio quien se proclama portavoz de la experiencia; Salviati, por el contrario, está más bien seguro a priori de dónde caerá la bala de cañón, y no piensa molestarse en provocar una experiencia (ni siquiera en los casos en los que sí cabría aducir la experiencia a favor de sus tesis) que sólo sería probatoria «para aquellos que no quieren abrir los ojos a la razón» (en 1641, Gassendi se tomaría la molestia de hacer el experimento en cuestión).
En el Diálogo, Salviati se comporta, como decíamos, de un modo enteramente socrático: conocer es, en algún sentido, recordar[52]. En un momento en el que Simplicio se muestra desconcertado, sin saber qué responder, Salviati le tranquiliza: «De la misma manera que habéis sabido lo que precede, sabréis, no, sabéis, el resto; y si pensáis en ello también lo recordaréis; pero para abreviar tiempo os ayudaré a recordar»[53].
Menón hace varios intentos de explicar a Sócrates lo que todo el mundo sabe por experiencia, es decir, lo que es la virtud. Le pone ejemplos de virtudes. Pero Sócrates quería saber qué es la virtud, qué es aquello de lo que esos ejemplos son ejemplos. Le dice cuáles son las partes de la virtud, pero eso es para Sócrates como preguntar qué es una abeja y contestar que es una cabeza, un abdomen, unas alas y unas patas. Tras varios intentos fallidos, Menón acaba por poner en duda la posibilidad del conocimiento. Es entonces cuando Sócrates le tranquiliza con un cuento que cuentan los poetas, pero que, de todos modos, resulta clarificador: dicen los poetas que todos hemos vivido una vida anterior y que conocer es recordar lo que vivimos entonces. Este asunto de la inmortalidad del alma, como se ve, no es una cosa que cuenten ni Platón ni Sócrates, sino algo que cuentan los poetas (que, por cierto, fueron los que pidieron la pena de muerte contra Sócrates). Pero se trata de un cuento útil, al menos para que Menón no se rinda demasiado pronto, negando sin más la posibilidad de conocer. Lo que «en el lenguaje de los poetas» es aquí aludido como una «vida anterior» que puede ser «recordada» puede ser una buena metáfora (aunque sólo una metáfora) de lo que Sócrates lleva pidiendo a Menón desde el principio: para saber si la virtud es o no enseñable, СКАЧАТЬ