El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán
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Название: El Tesoro de Gastón: Novela

Автор: Emilia Pardo Bazán

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664095817

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СКАЧАТЬ devorase pronto aquel fárrago.—Gastón había oído referir á su madre que allí se abrasaron las obras de bastantes franchutes de la cáscara amarga, y muchos papelotes que probaban las íntimas conexiones de don Martín de Landrey con la masonería española, su afiliación á la secta y el alto grado que en ella poseía... La quemazón duró hasta el amanecer, y sólo al blanquear la luz del alba las almenas de las torres se retiró doña Catalina lentamente, después de cerciorarse, removiendo con un palo la ya moribunda hoguera, de que allí sólo quedaban cenizas. Pocos días después de este suceso, doña Catalina, dejándolo todo bien arreglado y habiendo repartido entre los pobres labriegos cuantiosas limosnas y perdonado, por cuenta de su legítima, deudas y atrasos de pagos de rentas, salió hacia Madrid, donde la reclamaba su hermano don Felipe de Landrey. Llevaba en su compañía doña Catalina á una niña de unos tres años de edad, huérfana de madre, hija del mayordomo, que no era sino Telma, la actual sirviente de Gastón.

      En Madrid quisieron divertir y festejar á Catalina; además de su hermano tenía dilatada parentela de primos y primas, porque una hermana de su bisabuelo se había casado con el duque de Ambas Castillas, y otra con el de Lanzafuerte, dejando ambos numerosa y masculina prole, que se enlazó luego á otras familias de muy alta alcurnia. Catalina alegó el riguroso luto para no concurrir á distracciones ni á saraos, y el día en que se cumplió un año justo de la muerte de su padre, anunció el decidido propósito de entrar en las Comendadoras. Era libre y dueña de sus acciones, y nadie podía oponerse á su deseo, con tal resolución manifestado. No obstante, don Felipe se opuso, y alegó el peligro de la salud; con aquel terrible mal nervioso, aquellos desvanecimientos y accesos convulsivos ¿era prudente, era ni siquiera cristiano encerrarse en un convento? Doña Catalina respondió que la Iglesia había arreglado las cosas tan bien, que existían conventos para todos los estados de salud; que las Comendadoras no hacían vida penitente, sino recoleta y regular, y que ella estaba segura de resistir bien la prueba. Y en efecto, no sólo la resistió, sino que dentro del convento su organismo débil y quebrantado se templó hasta adquirir el vigor del acero; el equilibrio se estableció, la paz reinó en su antes combatido espíritu, y poco á poco la cara triste y los nublados ojos de doña Catalina se convirtieron en la hermosa faz y las serenas pupilas de la que todos dieron en nombrar la monja guapa.

      —Desde que tu tía Catalina pronunció los votos, revivió,—decíale á Gastón su madre.—La pobre se conoce que había ofrecido este sacrificio por los pecados de don Martín. Ella cumplió lo que tenía el deber de cumplir, y nada aprovecha tanto al alma y al cuerpo.

      Á pesar de la afirmación de su madre, Gastón recordaba que no había cesado de compadecer á su tía Catalina, de considerarla una víctima inmolada á preocupaciones, una vida tronchada en flor, una especie de fantasma sentenciado á desaparecer del mundo. Para él, entregado al desorden y tropelías de la voluntad, la regla en el vivir constituía una esclavitud, y cualquier valla cruel tiranía. ¡No hay más, doña Catalina le daba lástima! ¿Y por qué en aquel instante, á aquella hora virginal de la pura y radiante mañanita, en aquel jardín monástico todo paz, donde sólo se escuchaba el vuelo de algún abejorro, donde las azucenas abrían tímidamente sus cálices de raso blanco y vertían en silencio su pomo fragante, Gastón, en vez de compadecer á doña Catalina, advertía que la envidiaba? Sí, no lo podía dudar; envidiaba á la Comendadora, como envidia el marinero, desde su esquife que las olas hacen crujir y van á tragarse pronto, al pobre ermitaño que bebe de la apacible fuente antes de la oración... Era hermoso haber vivido sin tacha; haber realizado lo que creemos bueno y justo; haber dado testimonio de su fe ante los hombres, y haber llegado casi á los noventa años con aquella sonrisa misteriosa, no la de la esfinge, sino la de la santa que ya entrevé la bienaventuranza celeste...

      —Aquí estaremos mejor,—pronunció con cascada voz la Comendadora, interrumpiendo los calendarios de su sobrino.—Importa muchísimo que no nos oiga nadie... ¡nadie!... Á estas horas no aparecen monjas por aquí... Lo que te voy á decir es sólo para tí... ¿me entiendes? Para tí... tú eres el único nieto varón de mi hermano Felipe... y ya no queda en este mundo más personas que tú y yo llevando directamente el apellido de Landrey...

      Gastón se estremeció. Acababa de presentir que no iba á escuchar de labios de su tía el obligado sermón al sobrino manirroto. Conocía el culto de doña Catalina por el apellido de la familia, única debilidad mundana que siempre se notó en la ejemplar reclusa, que no había cesado ni un día de enterarse de los nacimientos, bodas, muertes, malandanzas y bienandanzas de sus sobrinos. La Comendadora no era verosímil que conociese el estado de la hacienda de Gastón, y por consiguiente, lo que iba á dejar salir de su hundida boca de sibila agorera, la revelación anunciada, sólo podía referirse al pasado, á ese ayer de todas las familias, más romántico en las nobles, en quienes se enlaza estrechamente con la historia.

       La revelación

       Índice

      —¡Qué miedo he pasado de morirme antes que tú volvieses de ese París!—exclamó la anciana subrayando con tedio el nombre de la capital francesa.—¡Lo que he rezado á santa Rita para que me conservase la vida unos días más!

      —¡Pero, tía, si está usted para vivir cien años!—afirmó Gastón chanceramente.

      Doña Catalina clavó en el rostro de su sobrino los negrísimos ojos, lo único que sobrevivía en su semblante momificado, con extraordinaria expresión, sobrehumana casi.

      —Á la lámpara se le acaba el aceite,—dijo en voz sorda,—pero la misericordia divina no ha permitido que la muerte me sorprenda. Sé de cierto que se acerca la hora...

      —Vamos, tiita, aprensiones... Me ha de enterrar usted á mí y pedir para que me admitan en la gloria,—insistió el sobrino.

      —No lo digas á nadie, hijo mío,—prosiguió la reclusa sin atenderle.—¡Sólo á tí y al confesor lo descubriré!... ¡Como te estoy viendo... he visto... he visto á don Martín de Landrey, tu bisabuelo... mi padre!

      Estremecióse Gastón. En aquel jardín embalsamado, entre los vitales efluvios que derramaba el sol ascendiendo á su zenit, sintió pasar el soplo frío del más allá, un hálito del otro mundo.

      —¡Si vieses qué mal color tenía!—continuó doña Catalina tiritando como si las frescas azucenas de Mayo fuesen copos de nieve.—Lo mismo que cuando lo deposité en la caja... ¡Y una cara de sufrir!... ¡Virgen Santísima, Madre de los afligidos, perdón para él... y para todos los pecadores!

      La cabeza agobiada de la Comendadora cayó sobre el pecho, y Gastón, cariñosamente, sólo acertó á murmurar:

      —Tía... ¿no habrá sido... una figuración de usted?... ¡Hay así... momentos en que desvariamos!...

      —¡No! Era él en persona... ¡Podría yo desconocerle! ¡Podría confundir con cualquier ruido su voz, que me dijo... en un tono tan triste... como si las palabras saliesen de la pared!... «¡Catalina... te espero... hasta luego, Catalina!...»

      Hizo una pausa, y Gastón vió humedecerse ligeramente las áridas pupilas de la dama, que movía los labios, rezando para sí, sin articular. Gastón, quebrantado aún del viaje y de las penosas impresiones recientes, notaba un vértigo que atribuía al olor subido de las flores, más aromosas cuanto más calentaba el sol. No quería Gastón reconocer que, á pesar suyo, le impresionaban las palabras de la Comendadora.

      De pronto doña Catalina se enderezó, ya tranquila СКАЧАТЬ